CAPÍTULO 3: Malas raíces

La noticia en el pueblo había corrido como la pólvora. Haría menos de dos minutos que habían encontrado el cuerpo, cuando se le notificó al guardián. Martín y Daniel corrieron hacia la vivienda de Claudia Claude, consternados. Martín vio de lejos como Sol y Alvin hablaban con la policía. Eso también ya lo sabía. Ambos habían acompañado a Patricio porque no quería ir solo. Daniel y él entraron en la tenebrosa torre. Siempre la había imaginado así, como un lugar terrible y oscuro. Aunque Claudia era una dulce mujer, y había tenido siempre palabras amables con él, tanto su marido como sus hijos eran despiadados. Pensó en la terrible soledad de esa mujer y pensó en la decisión de su padre. Se sintió transportado, absorbido por ese pasado que quedaba tan lejos, pero cerca a la vez.

Claudia Claude había vivido toda su vida en Crisal. Sus padres eran herederos de una rica familia de la ciudad; que no había tenido ni el estatus social, ni la riqueza suficiente, para destacar allí. Así que, se habían mudado a un pequeño pueblo, dónde podían ser reyes y señores del lugar. Los Claude se instalaron en la fastuosa torre de la colina: de color crema, enormes ventanas blancas y preciosos jardines. Eran uno de los mayores potentados de la comunidad y formaban parte activa de ella. Orgullosos de su poder dentro de la esfera pública de Crisal, prosperaron. Poder que nunca hubieran conseguido en la ciudad. Puesto que se dedicaban al negocio de la carne, algo que te podía hacer rico, pero no te daba estatus. Eras, a ojos de la gente rica de ciudad, un carnicero venido a más. Sus empresas cárnicas daban dinero, pero no prestigio. En Crisal, eso no importaba. La gente adoraba a los Claude. Y, a medida que su riqueza fue creciendo, también su influencia en el pequeño pueblo. Pronto, pasaron a formar parte de la élite de la comunidad y a gobernar dentro del Consejo Guardián.

Claudia fue la última hija de los Claude, y se convirtió, a la joven edad de diez años, en la heredera de todo el imperio Claude. Su único hermano, había fallecido siendo ella bebé, de una trágica caída. Y sus primos, años posteriores, habían corrido también con mala fortuna. Ambos murieron jóvenes y de largas enfermedades. Por tanto, ya de bien pequeña, Claudia aprendió la lección y el miedo que supone la muerte. La muerte podía alcanzarte rápida como un rayo, y solo tu pureza te mantenía alejada de ella. El miedo a la muerte que poseía, la convirtió en una joven de mucha fe. Pero también, de mucha inseguridad. No ayudó que sus padres, demasiado preocupados por no perderla ni que sufriera daño o enfermedad alguna, la mantuvieran casi siempre encerrada. Claudia era demasiado indecisa como para gobernar las fortunas que habían hecho sus antepasados. Y también, cabe decirlo, poco interesada en los negocios. Era una niña dulce, pero acostumbrada a que le dieran las cosas hechas. Claudia creció en un entorno sobreprotegido y obsesionado con enseñarle a ser una buena esposa. Mientras ella creciera, sus padres se encargarían de buscarle un marido adecuado para los negocios, aunque no lo fuera para su bienestar. A ellos no les importaba la felicidad de Claudia, solamente la prosperidad de su riqueza y linaje.

Los planes de sus ambiciosos padres no la hacían feliz, pero nunca se opuso. Tampoco llegó nunca a conocerles o tenerles aprecio. Fue ajena a todo ello y creció como una niña muy feliz. Adorada por su familia y cuidadores. Creció sin conocer más realidad que Crisal. Era estudiosa, asistía a misa los domingos, corría por los bosques con su cuidadora. Su única amiga y confidente durante gran parte de su vida. Nunca vio más allá de su precioso hogar, tampoco nunca lo anheló. Crisal era toda la libertad que necesitaba. Claudia no hizo amigas, ni se relacionó con mucha gente de su edad, aunque todos guardaban un bonito recuerdo de su personalidad. Cuando acabó la etapa escolar, todo el mundo creía que la enviarían a estudiar a alguna facultad. Pero sus padres, decidieron que había llegado el momento. Habían encontrado al hombre perfecto, y ellos ya no podían esperar. Querían vivir en una bonita casa en la ciudad y estar más cerca de sus amigos. Aunque la realidad es que empezaban a tener miedo de la comunidad y sus prácticas. Temían que, algún día, eso se volviera contra ellos y querían abandonar. Podían volverse contra ellos y su crueldad y pecados. Pero la dulce y buena Claudia, encajaría perfectamente en la comunidad. Y, aunque no lo admitieran, tampoco les importaba. Claudia Claude se casó a la tierna edad de dieciocho años, debiendo sus padres firmar por ser menor de edad. Los padres de la joven pareja se marcharon a llevar sus negocios desde la ciudad, sueño que tenían desde la muerte de su hijo. Esa torre les traía malos recuerdos, y ambos deseaban olvidar. Creían que estaba maldita, que les había dado prosperidad pero no felicidad. Los recién casados pasaron a ocupar la torre familiar. El apuesto marido de Claudia, era alguien desconocido para ella, venido de la ciudad dónde gozaba de bastante fama. Pero, pronto, se conocerían y tendrían una vida común. El joven elegido por sus padres, para ocupar el puesto de marido y socio en la empresa, era un joven llamado Salvador Pujol. Salvador era un hombre ya hecho. Había trabajado poco, pero, había aprendido a engañar y manipular, para ganar dinero antes que a andar. Salvador se alegraba de decir que era un hombre hecho a sí mismo, y construyó su imagen alrededor de sus triunfos. Pero, en realidad, era un estafador, sin más. Claudia supo enseguida, que Salvador no era el hombre que ella había soñado, sino un simple objeto de negocio. Aun así, intentó que todo fuera perfecto y tener la vida anhelada que sus padres le habían hecho soñar desde que tenía memoría.

Como pronosticaron sus padres, Salvador tenía un ojo exquisito para hacer dinero y engañar a los demás. Así, en poco tiempo, triplicó la gran fortuna de los Claude y olvidó hasta su propio apellido. El señor Claude, estaba en el punto de mira de todos los acaudalados de la ciudad. Y, eso le encantaba. Disfrutaba de ello. Como disfrutaba de Claudia, que era una joven dulce y hermosa. Disfrutaba de su compañía y de su feminidad. Sin embargo, ese fervoroso deseo duraría pocos años, mientras Claudia fuera joven y apetecible. Pronto, ella estuvo embarazada. Con su embarazo, Claudia olvidó la desdicha de no compartir la vida con alguien amado y entendió que ese era su propósito: ser madre. Su primer hijo nació sano y fuerte, anticipando cómo serían sus hermanos. Claudia fue madre tres veces, tres varones que fueron, el único y verdadero amor, de su vida. Los niños crecieron felices, adorados por sus padres y siendo la felicidad de la familia. Pero, también se convirtieron en niños mimados, caprichosos y algo insolentes. La educación estricta que había recibido Claudia, y la había convertido en una persona querida por todos, no funcionaba con ellos. A pesar de que ella lo intentará de todas las formas, siendo una mamá presente, sin cuidadoras y siendo exigente, ellos se revolvían contra ella. Por supuesto, la culpa la tenía Salvador, quien mimaba en exceso a los chicos y les hacía ver que ellos estaban por encima de los demás. Ni siquiera quiso que estudiaran en el pueblo. Los chicos adoraban a su padre; y veían a su madre, como alguien estricto y malhumorado. Claudia, vería con frustración, como su sueño de ser una madre adorada se hacía añicos. Cuánto más amor deseaba, ellos más la despreciaban. Cuando sus hijos ya fueron adolescentes, Claudia empezó a beber a escondidas. Su vida había ido siempre a la deriva, presa de decisiones que nunca habían sido suyas. Estaba casada con un hombre que no la había amado, que se había casado por negocios y solo la quería por su estatus. Acostándose con ella cuando le convenía. Había sido una madre ignorada y olvidada. Claudia se sentía infeliz, pero aun así, mantenía la fachada de familia perfecta. Cuando su marido se ausentaba largos períodos de tiempo para yacer con otras mujeres, Claudia decía que estaba de viaje de negocios. Cuando sus hijos cometían alguna fechoría, siempre culpaba a la mala influencia de sus primos por parte de padre. Cuando la veían comprar alcohol a escondidas, mentía diciendo que era para la pobre ama de llaves, que había caído en la bebida. Rezaba cada noche por ella. Claudia detestaba su vida, y únicamente era feliz, cuando paseaba por el pueblo lleno de vida. Lleno de preciosos recuerdos, que ella había romantizado. Se decía a sí misma que ella había sido feliz antes, y que todo eran recuerdos hermosos. Empezó a atesorarlos como si fueran lo único que le quedará. Aquella fotografía que mostraba las vacaciones de su marido y sus hijos en Francia, la guardaba como si ella fuera quien tomó la instantánea. Aquella postal que le mandaron sus padres por Navidad, aunque no la visitaron. El recuerdo de una boda dónde no fue invitada. Todo era atesorado en su enorme casa y su enorme corazón. No supo cuando, pero ella creía que antes de que pasará, ya sabía que caían.

Primero fue su marido, tarde o temprano debía suceder, y ella se alegró. Su comunidad la había protegido. El guardián había cazado a Salvador siéndole infiel, pecado que el guardián, nunca dejaba sin castigar. Ella no supo qué le pasó después, ni le importaba. Había desaparecido y eso le bastaba. La gente no preguntaba. Eso es lo que más le gustaba de Crisal. Nunca había preguntas incómodas, ni búsqueda de verdades que no debían salir a la luz. Todo sucedía, como si nunca sucediera nada, en verdad. Claudia creyó en ese momento que retomaría el control de su vida. Podría volcarse en sus hijos, dejaría de beber, viviría esa vida que la esperaba a la vuelta de la esquina. Su marido tenía contables y gestores que se encargaban del trabajo, ella solamente debía decirles que sí. Sus hijos ya estaban estudiando y podían empezar a aprender del negocio familiar. Todo iba a ir bien, aunque Salvador no estuviera.
Pero, no fue así. Ella cayó y siguió cayendo. Todo el amor que Claudia sentía por Crisal, sin que ella lo supiera, sus hijos lo había transformado en odio.

Odiaban Crisal, ese pueblo extraño dónde todo se castigaba. Ese pueblo extraño, lleno de secretos, gente que desaparecía y nunca se preguntaba. Ese pueblo dónde todo el mundo parecía feliz. Y como su familia era mentira. Ellos estaban seguros, de que su padre no se había marchado de viaje y se iba a quedar allí. Nunca les abandonaría. Ni siquiera por otra mujer. Estaban seguros de que habían castigado a su padre, aunque su madre hiciera como si nada. Salvador siempre se lo había dicho: «Crisal, igual que vuestra madre, parece dulce, pero es una bestia carnívora que os arrancara el corazón. Aunque ni Crisal, ni vuestra madre, lo saben aún». Aprendieron a temer y amar por igual a ese lugar y a su extraña madre. Su madre, que siempre parecía más vivir en el pasado que en el presente, que les veía pero no veía. Ahogada en alcohol. Los tres se confabularon para descubrir que había ocurrido con su padre y dónde estaba. Eran buenos amigos, se llevaban poca edad y estaban unidos. José, Patricio y Ángel. Eran jóvenes y su rebeldía se convirtió en insubordinación contra la comunidad y su guardián. Sedientos de verdad siguieron el sendero de la vida de sus padres y sus secretos. Salvador se había casado con Claudia por negocios. Ella era alcohólica, él le era infiel. Sus padres eran patéticos, ellos nunca serían así. Tenían suerte de tenerse los unos a los otros para salvarse. Para evitar cometer los errores de sus padres. Por su cuenta, fueron descubriendo el entretejido de la comunidad de Crisal. Todas sus tramas y secretos, hasta llegar al Guardián. La misteriosa figura que tejía los hilos de la historia. Ellos suponían que él había descubierto a su padre, siéndole infiel, y había decidido... ¿castigarle? Ellos querían saber más, así que increparon a ese estúpido guardián, pero no le sacaron nada. Él, como siempre, los trató como críos. Les dijo que fueran a jugar. Se marcharon entonces, y fue cuando conocieron a Martina. Ella era la hija del guardián y parecía pensar que ellos eran bobos. Como si ella hubiera sabido todo el tiempo los secretos de Crisal y de su familia, y se riera de que ahora ellos, buscaran la verdad. Les contó como funcionaba todo. Absolutamente, todo sobre la vida en Crisal, ese pueblo que temían.

El guardián había hablado con Claudia, que demasiado perjudicada por el alcohol se había sincerado sobre su vida. El guardián había visitado a Salvador en una de sus aventuras románticas. No podían culpar a Claudia, él había traicionado los votos del matrimonio. Ella había hecho lo correcto al contárselo. El guardián, había traído a Salvador a Crisal; dónde había sido juzgado, según las creencias de la comunidad, y castigado. Su castigo había sido ejemplar, la comunidad le daría cien pedradas. Martina sonrió con tranquilidad cuando les dijo que había caído a plomo en el foso que le habían hecho cavar, la pedradada de gracia fue dada por uno de sus compañeros de curso, llamado Daniel López. Su padre estaba muerto, así que no les valía la pena buscarlo. Claudia, su madre ya lo sabía. Pero, en Crisal las cosas desaparecían en el bosque y así sería siempre. Se marchó tranquila, internándose en el atemorizante bosque. Nunca pensaron en si Martina podía engañarles. Ella les daba una verdad que les gustaba. Ellos que odiaban a su madre, que odiaban Crisal. Todos les cuadraba y no se lo iban a cuestionar. Ellos querían culpar y clamar justicia.

Era el principio del fin de los Claude, veintisiete años después, en esa misma torre. Pero ellos no lo sabían, aunque Martina sí. Por eso, esperó.

José, Patricio y Ángel decidieron ese día no volver a su casa, y marcharse con sus abuelos. Pero antes... querían venganza y justícia. Debían hacerles confesar y delatarlos a la policía. Su padre merecía respeto. Se repartieron las tareas: José iría a por su madre, Patricio buscaría al guardián y le amenazaría con denunciarle a la policía; y Ángel, iría a por el hombre que dio la pedrada a su padre. Los tres se marcharon decididos, ellos harían justicia por su pobre padre amado y desgraciado.

José llegó a su hogar cuando el sol se escondía tras el horizonte. Su madre leía en el salón con un gin-tonic en la mano, si le preguntará le diría que era agua con gas. Nunca se había planteado si quería o no a su madre, pero ahora, al verla sin ella verle, se dio cuenta con tristeza de que la quería. Claudia era su madre, pero Salvador era su padre. Ella le había delatado, le debía al menos una explicación. Dispuesto a enfrentar a su madre, se dirigió sin vacilar. Ella pareció asustada cuando él le increpó, pero parecía firme en su verdad. No parecía culpable, ni avergonzada. Estaba segura de lo que había hecho. Eso enfureció a José que fue a golpear a Claudia, pero ella alzó su copa hacia su cabeza. Sangrando, José se alejó de su madre y de la casa de su infancia, en busca de refugio en el bosque. El olor a licor impregnaba su ropa y se sentía desorientado. Vio que su madre corría tras él. Asustado redobló sus esfuerzos. Su madre nunca le había gritado, nunca le había pegado. ¿Por qué ahora? Ahora que justamente solo necesitaba que ella le dijera que nada era verdad, que le quería, que todo volvería a ir bien. ¿Por qué ahora su callada madre, levantaba la voz, y era capaz de mirar con ese odio? José corría sin mirar, asustado por la vehemencia de su madre. Pronto su madre se perdía en la lejanía. José cruzó el muro de helechos y se encontró en medio de la carretera, oyó antes que sintió el coche que le arrollaba. Murió sin llegar a tocar le suelo. Claudia lo contempló desde la seguridad del bosque, solo para marcharse instantes después. Crisal siempre se encargaba, y ese pensamiento la reconfortó.

Patricio encontró al guardián bebiendo en el bar. No mostró arrepentimiento por sus actos, ni se mostró nervioso por sus amenazas. Le invitó a una cerveza que sabía a meado, pero que él tomó igualmente. Solo por sentirse un hombre. El guardián no era mal hombre, y había tenido en estima a su padre. Se mostró arrepentido, y le dijo que fuera a la policía, pero no le harían nada. Él era la ley de ese pueblo. Patricio se sintió desarmado. No había esperado eso. Esperaba una confrontación. El guardián hablaba con sinceridad y tenía la calma grabada en su expresión. La calma de alguien a quien ya no le importa su destino. Ambos se despidieron y él regresó a su casa en el bosque. Patricio deambuló varias horas hasta que el sol se extinguió y salieron las estrellas. Decidió marcharse a casa y replantearse lo sucedido. Quizá, con la fría calma de la aceptación, pudiera seguir adelante. Marcharse a la universidad, olvidar Crisal. Pero, cómo el corazón no parece querer sanar, siguió el sendero invisible que le había relatado el guardián. Encontró el lugar y escarbó con sus propias manos, enseguida tocó tela. Su padre yacía allí, se apartó con repulsión y vomitó. Ni siquiera le habían enterrado bien. Pensó en lo poco que eran todos y en que su madre era quien había hecho eso. Empezó a correr para no ver el final. Corrió, pensando en llegar hasta su hogar, buscar a su hermano. Atajó por la carretera temiendo el bosque. Aterrorizado de que sus hermanos también pudieran desaparecer como su padre. Corrió hasta que lo vio, aplastado contra el asfalto. Entonces, supo que no iba a dejar de correr.

Ángel, por su lado, llevaba horas frustrado. Había buscado a ese chico durante toda la tarde sin éxito. Se había apostado al otro lado de la calle colindante a su hogar, y miraba hacia la puerta. Sentando en el bosque fingía leer. Poco recordaba, de ese tal Daniel. También, él había perdido a su padre hacia poco. Y que quizá, pudiera entenderle. Como digo, era una verdad con la que ellos se sentían cómodos. Ángel pensaba, sobre todo, en como su vida se estaba torciendo tanto. Hacía a penas tres semanas que había acabado el último curso de instituto. Estaba empezando a pensar en vivir en la ciudad y estudiar en la universidad con sus hermanos. Olvidar su infancia y sus pocos amigos. Les tendría a ellos y eso valía. Ángel miraba hacia la casa. Lo único que no deseaba olvidar era a Adriana, la única chica de la que se había enamorado. Por desgracia, era hermana de Daniel, del asesino de su padre. Pero, ella no era culpable. Ángel tenía claro que no quería culparla, sino, él también sería culpable, ya que su madre le había delatado. Ángel la vio salir, el sol ya se había escondido y sus hermanos pronto irían al punto encuentro. Todos habrían cumplido su objetivo, él no podría ser menos. Pero... sin pensarlo se acercó a Adriana. Ella no era culpable, pero era su única posibilidad. Ella le saludó con confianza y él le propuso pasear por el bosque. Ángel se odio a sí mismo, pero ejecutó el plan que había estado formando toda la tarde. Él siempre se ceñía a algún plan. Él no era tan valiente como para enfrentarse al que había matado a su padre, pero si a su hermana. La violó y golpeó sin compasión, así sentiría el mismo dolor que sentía él. No sintió asco ni repulsión, pues ella le gustaba y él la había amado. Se contuvo y fue dulce con ella, todo lo que pudo. Pero ella debía comprender, comprender lo que él hacía. La venganza que ejecutaba. Ella corrió hacia su casa y él se marchó silbando. Sentaba bien cumplir un plan. Llegó al punto de encuentro en la carretera diez minutos más tarde. Ninguno de sus hermanos estaba. Les esperó por más de dos horas, pero nunca vinieron. Ángel, sin saber qué hacer, se marchó para siempre de Crisal andando por la carretera y con las manos en los bolsillos. Empezaba a ser consciente de que había cometido un crimen. Llegó al día siguiente a la ciudad y buscó a sus abuelos. Ellos no preguntaron, nunca lo hicieron. Claudia nunca llamó. Ángel supo que había tenido suerte, pero creía que sus hermanos no. Estaba seguro, que su madre había matado a José y el guardián a Patricio, para ocultar la verdad. Cuando le vinieron a increpar la policía por la violación, su abuela dijo que llevaba una semana allí. Ellos fueron su coartada y nunca preguntaron, algo que él apreció. Hacer como que las cosas no habían sucedido, era algo genético de la gente nacida en Crisal.

Estudió una carrera, llevó sus negocios, aprendió a hacer lo mismo que su padre y se hizo inmensamente rico. Su madre y él nunca se encontraron, aunque él se deleitaba en enviarle esas postales navideñas recordándole lo que hizo. Ángel se casó con una mujer a la que amaba con locura, pero nunca pudo serle sincero sobre su pasado. Tuvo un hijo y le llamó Patricio en honor a su hermano. Hubiera querido tener otro y ponerle José. Dos hijos que fueran mejores amigos, como ellos lo habían sido. Pero su mujer falleció joven, y nunca sintió que podría enamorarse de nuevo. Ángel nunca pudo mirar a su hijo a los ojos e intentó hacer como que le olvidaba. Un día su buena suerte, aquella que consiguió al sobrevivir a Crisal se acabó. Le pillaron, le quitaron parte de su fortuna, le encerraron. Ángel quiso explicarle a su hijo... explicarle la verdad, pero no pudo. No pudo decirle lo que sentía. Él merecía estar allí, y no le importaba salir. Cuando se decidió a serle sincero, él se lo dijo. «Me mudó a Crisal, un pequeño pueblo en la montaña, no sé si lo conoces» y entonces, fue cuando sintió que caía, igual que su madre. Que todo volvía a empezar.

Claudia, por su lado, vivió el resto de su vida encerrada en aquella torre plagada de recuerdos. Recuerdos que ella había olvidado, y recordaba cuando veía. Se inventaba una historia tras todas esas falsas fotografías y memorias. Fingió una vida que no era cierta; dónde ella nunca había corrido por el bosque, nunca había golpeado a su hijo, nunca había delatado a su marido. La policía vino para interrogarla por ello. José, su hijo mayor, había sufrido un accidente, ella lloró. Se permitió llorar de verdad, había estado leyendo tan tranquila sin saberlo. Lo enterraron en Crisal, al lado de sus antepasados. Claudia iba cada sábado a verle. Patricio y Ángel se habían marchado a casa de sus abuelos hacía una semana. Le preguntaron por la violación, ella negó que Ángel estuviera allí. Le preguntaron por un joven que habían visto tirarse a la vía de un tren, ella negó. José había estado con sus abuelos y ahora estaba de viaje. Y todo pasó. Crisal nunca hacía preguntas, así que las cosas pasaron como si nada y Claudia olvidó. Cuando le preguntaban por Patricio o Ángel siempre contaba cosas, cosas que no eran verdad. Pero, pronto, olvidó que no lo eran. Empezó a creerlas de verdad. Claudia vivió sola, engañada y regada en alcohol. La encontraron con setenta y dos años, ahogada en su propia cama por el vómito. Había estado borracha. La enterraron junto a su hijo. Y su preciosa torre llena de una vida de mentira, quedó sepultada tras el olvido.

Veintisiete años más tarde, su hijo Ángel volvería a cruzar las puertas su infancia. Recordaría las comidas de domingo, las charlas con su padre, las carreras con sus hermanos. Pero se negaría a recordar a su madre. Observó con tristeza las capas de olvido que su madre no había podido sepultar, las copas olvidadas, las botellas. Caminó por los pasillos y absorbió su tristeza. Daniel le había prometido el olvido, y eso era mucho mejor que la venganza. Los años habían hecho estragos para ambos. La verdad del engaño de Martina le golpeó, pero no sorprendió. Siempre lo supo, aunque había querido ignorarlo. Preguntó por su hermana y Daniel enmudeció. Adriana había fallecido, poco después, nunca se sobrepuso a la violación y acabó suicidándose. Como todos en ese momento, pensó. Visitó las habitaciones de sus hermanos y recordó aquella mañana cuando decidieron actuar. Eran inocentes, pero crueles. Nunca debieron creerse que tenían derecho. Solamente los años le habían hecho entender a su madre, comprender lo que había hecho. Y había aprendido a no juzgarla. Le había dado pena. Ellos eran críos egoístas que nunca se dieron la oportunidad de quererla, porque la tenían. Su padre podía volar, pero su madre era las raíces que los sostenían. Ángel Claude entró en la habitación de su infancia, para no encontrarla vacía. Reconoció inmediatamente a la mujer sentada en su silla de escritorio. La mirada de Martina no había envejecido ni un solo día. Ángel no dijo nada, solo asintió. Ella lo había sabido siempre, como lo sabía él. El olvido no existía en Crisal, aunque quisieran creer que sí.

 ―Nunca supe que os pasó ―dijo ella sonriente―.  Sabes que mi padre me castigó cruelmente por haberos dicho la verdad.

―Creíamos que nos desharíamos de él, no pensamos en las consecuencias para ti. Tampoco nos dijiste que guardáramos el secreto...

―Al guardián nunca se le puede matar ―dijo ella levantándose―. Siempre regresa con otra forma.

―Las malas lenguas dicen que te buscan, que ya no eres bienvenida aquí ―Ángel supo por su mirada que eso le dolía, aunque fuera verdad. Ella asintió en silencio―. Sin embargo, veo que todo sigue igual.

―En Crisal nada cambia, únicamente envejece ―ella miró por la ventana hacia la luna―. Mi hermano es ahora el guardián, supongo que le habrás conocido. Él es distinto.

―Solamente he hablado con Daniel. Me han prometido el olvido, me marcharé con mi dinero a alguna playa de Punta Cana y reharé mi vida. Eso me dicen ―dijo Ángel sentándose en su cama―. Siempre quise vivir en la costa. 

―¿Y tu hijo? ―preguntó ella con mirada reluciente.

―Ha tomado sus propias decisiones ―dijo Ángel, encogiéndose de hombros. No le dolía separarse de él, no le conocía, no sentía amor. Prefería el olvido al recuerdo, así de simple―. ¿Tienes hijos?

―Sí, una hija ―dijo ella mirándole―. Vi a tu hermano Patricio la noche en qué desapareció.

―¿Cómo? ―dijo Ángel, incorporándose y mirándola fijamente. Él siempre quiso saber que le había sucedido. Su hermano José había sido atropellado en la carretera, él supuso que había huido por el bosque y no vio el coche. Pero.... Patricio...― ¿Sabes que le sucedió?

―Cayó ―dijo ella sonriendo misteriosa―. Como todos los Claude. Corría por el bosque cuando lo vi caer. Andaba de vuelta a casa y quise acercarme, pero corría enloquecido. Avisé a mi padre que le siguió. Había llegado a la estación del pueblo de al lado. Mi padre lo vio tirarse a la vía. Nunca supe que le dijo. Cuando volvió me castigó por contároslo.

―Siempre imaginé que pasaría algo así, ninguno era lo suficiente fuerte como para sobreponerse a lo que descubrimos ―la miró otra vez y señaló―: Lamento que te castigarán

―Yo no ―dijo Martina―. Quizá Daniel te haya dejado marchar, y te haya prometido tu salvación. Él no es Dios, y yo tampoco. Pero, no cumpliste tu promesa y nadie te ha castigado como a tus hermanos.

―Éramos críos, Martina ―dijo Ángel cansado. Agotado tras ese largo día y esa larga vida.

―Únicamente teníais que acabar con mi padre. Contar la verdad a la gente... si lo hubierais hecho...―fue entonces cuando Martina le pareció peligrosa y Ángel tembló―. Ese día mi padre vino a casa y me golpeó. Tuve heridas que no curaron durante semanas. Mi padre me golpeó hasta caer desmayada. No pude salir de casa en un mes y eso era el infierno para mí. Si vosotros hubierais vencido, todo habría resultado diferente...

―¿Por qué tú hubieras sido la guardiana?

―Sigues sin entenderlo―dijo Martina sorprendida. Él se sintió un imbécil.  Ángel y Martina hablaron durante más tiempo, ella se marchó antes de que saliera el sol. Él la vio escabullirse por el bosque. Martina tenía razón, fallaron. Sus hermanos lo supieron entonces, e hicieron lo correcto. Hay tres tipos de persones: los fuertes, los débiles y los que se esconden. Él no era ninguno de esos tres. Ángel cogió la pistola y con lágrimas amargas pidió perdón a sus hermanos. 

Martín recorrió el hogar con pasos silenciosos. Los recuerdos de Claudia se le agolpaban tras sus ojos y se sentía incómodo. Como si estuviera violando alguna especie de lugar secreto que no deseaba ver. Daniel le avisó de que se marchaba con Patricio. Él observó como Alvin y Sol se marchaban en el coche de él. Su corazón se apretujó. No le parecía asustada. Parecía más hermosa que cuando se conocieron, capaz de soportar sus cargas. No sabía qué hacía aún allí, pero... quería ver una vez más ese lugar. Quería pasear un rato a solas. Paseó solo por el hogar en silencio. El sol ya se había puesto y las luces tintineaban por la falta de electricidad durante tanto tiempo. Entro en el cuarto de Ángel Claude, y no vio nada que no se le hubiera pasado por alto. Regresó al cuarto de Claudia, observó las fotografías. Claudia se había esmerado en parecer tener una vida perfecta, no a ojos de los demás, sino para sí misma. Miró sus perfumes echados a perder, si se le hubiera acabado el alcohol, Martín estaba seguro de que se los hubiera bebido. Se acercó al estante, uno de ellos parecía no tener polvo. Lo cogió. Recordaba el frasco. Era el perfume favorito de Martina. Con un estremecimiento miró para todos los lados. Ella había dejado el frasco sabiendo que él lo encontraría. Era la señal. Ella estaba aquí, cerca. Y como por un impulso, salió corriendo hacia el hogar de Sol, solamente para detenerse en cuanto estuvo fuera.

¿Qué hacía? Ella no deseaba saber nada más. Ella no deseaba ese mundo de oscuridad. Pero, si no le decía nada y le pasaba algo, se sentiría culpable. Pero, por otra parte, ¿qué podía pasarle? Quizá Martina no tuviera interés en ella, únicamente en la comunidad. Si hubiera querido dañarla, había tenido tiempo para hacerlo. Las dudas le carcomían. ¿Podía ser que no le dijera la verdad por miedo a perderla? Sí, estaba siendo así. Decidido se marchó en su coche dispuesto a decirle la verdad.

Llevaba durmiendo un rato cuando el timbre la despertó. Incómoda pareció desubicada. Aún veía en sueños la pared salpicada de sangre. Alvin dormía en su sofá, pero seguramente también se hubiera despertado. Miró por la ventana, Martín estaba en el porche. Nerviosa le abrió la puerta, Alvin se acercó también. 

―¿Ocurre algo? ¿Le ha pasado algo a Patricio? ―preguntó nerviosa.

―No, tranquilos. Está bien. No he pensado en la hora... estaba en...―musitó Martín nervioso―. Tengo que contaros algo. ¿Puedo pasar?

Asintió como en trance. Sol se dio cuenta de que Martín parecía incómodo. Supuso que aún no habían aclarado lo ocurrido, ni siquiera habían hablado de su última conversación, y ahora estaba con otro hombre en su casa. Ambos parecían recién salidos de la cama. Pero, no había querido quedarse sola y Alvin tampoco. Martín la miró en el salón, pero vio con ternura como saludaba a sus mascotas. Su corazón se estrujó de cariño y quiso correr a besarle. Martín parecía roto y muy triste, pero quería mantenerse entero. Estaba haciendo un esfuerzo. Él miró hacia ambos.

―Ambos sabéis que soy el guardián y Crisal es mi comunidad ―ambos asintieron, Alvin y ella intercambiaron una mirada―. Por ese motivo, la policía me avisa a veces de algunas cosas y... he estado en casa de Claude. Creo que hay algo que debo contaros. Sobre todo a ti, Sol ―él respiró profundamente, mientras aguardaban en silencio―. Hace unas semanas, cuando pasamos el domingo juntos y regresé a casa, Teresa estaba llorando muy asustada.

―¿Está bien? ―preguntó Sol preocupada. Él le había dicho que estaba enferma, pero no mucho más.

―Ella está bien. Teresa estaba muy afectada porque... fue ella quien le dio tu teléfono a Martina ―Sol palideció―. Teresa quiso ayudar a Martina, porque... bueno, ni siquiera sé por qué ―dijo Martín sentándose en la silla y escondiendo las manos en la cabeza―. Intentó comprenderla a ella, comprender a gente que han sido mis amigos desde siempre, y traicionan. Pero...

―¿Qué ocurre en verdad, guardián? ―dijo Alvin, sentándose erguido.

―Crisal ya no es un lugar seguro. Martina está aquí, justo ha dejado esto en casa de Claude ―Martín le enseñó un bote de colonia, lo reconoció inmediatamente―. La comunidad habla sobre ella. La mayoría no desean su regreso, pero tiene partidarios. Y hay gente como Teresa, dispuesta a escucharla. Creo que... si no deseas verla, deberías marcharte un tiempo Sol, hasta que esto esté solucionado. Yo... he llamado a tu padre, mientras venía. Y...

―¿Cómo voy a irme? ¿Y el trabajo? ¿Y mi vida? Crisal... es mi hogar ―Sol se levantó nerviosa.

―Únicamente sería una temporada. Además, Daniel y yo tenemos buenos contactos y dinero ahorrado. Podríamos ayudarte a lo que...―todo cobró sentido, entonces, su madre era la amenaza. No Martín. Martín siempre había intentado protegerle. Ella, había estado dudando... pero, ahora entendió, ese era el poder de su madre. De la comunidad en verdad.

―Si quieres puedes venir a Noruega ―dijo Alvin―. Regresó todo el mes de vacaciones de diciembre. Sería tiempo suficiente para que las cosas se aclaren un poco por aquí y...

―No voy a dejarte solo, Martín ―dijo,  no únicamente podía dañarla a ella―. ¿Y si te ocurre algo? 

―Sol, es mi deber. Soy el guardián, la comunidad sigue necesitándome. He estado parte de mi vida, esperando que esto pasará. No voy a huir de mi hogar.

―No deseo dejarte, Martín ―se sentía calmada. Tranquila. Sabía lo que debía hacer.

―Sol ―dijo él acercándose―, debes irte. Ves a Noruega y cuando regreses este será tu hogar de siempre.

―No me voy sin ti ―respondió.

―No puedo irme ―dijo Martín acariciando su mejilla, para secarle una lágrima―. Daniel me necesita, Amanda me necesita, Crisal me necesita. Tú estarás bien, Noruega es un lugar bonito para visitar y desconectar. Cuando regreses, la sombra se habrá marchado y Crisal volverá a ser un lugar de paz y...

Ella le besó, no le importaba nada más. Notaba que cada palabra que pronunciaba le dolía en el corazón. Que no lo deseaba. Esa fue su decisión. Noruega estaría ahí el año que viene, pero si se iba y dejaba a Martín, nunca se lo perdonaría. Él era lo que siempre había buscado, él llenaba sus vacíos y no iba a dejarle en esa lucha. Porque él la necesitaba a su lado, tanto como ella a él. Crisal la necesitaba, lo entendiera él o no. Estuviera de acuerdo o no con lo que ella pensaba. Con lo que sabía que había que hacer.

―No me voy ―dijo susurrándole contra los labios―. Tu lucha es mi lucha.

―Es todo mi culpa ―dijo Martín apoyando su frente en la de Sol―. Tendría que haberlo hecho todo antes. Ahora... todo es una locura y...me he divorciado de Teresa. Ayer firmamos los papeles ―dijo mirándole a los ojos―. Hoy ha sido, oficialmente, mi último día como guardián.

―¿Qué? ―el choque la golpeó y la dejó confusa. ¿Era verdad?

―Ayer tomé la decisión, y Daniel estaba de acuerdo. Martina podía venir o no, pero quería... yo quería... irme antes de que comenzara. Dejarlo todo en sus manos, descansar contigo. Tu padre lo sabía. Había buscado plaza para un colegio en dos pueblos de aquí. Y yo...

―Entonces, ahora no hay guardián... ―musitó Sol pensativa.

―No. Y eso es lo peor... por eso debo quedarme...―dijo Martín nervioso.

―Yo seré el nuevo guardián ―propuso Alvin― No soy perfecto, pero... la comunidad me tiene aprecio. Si tú y Daniel me apoyáis, nadie se opondrá. Nos apoyaremos y formaremos una comunidad sólida. La gente más joven como Patricio, Shawn, Marina, Coco. Y la gente como vosotros. Seremos inquebrantables contra Martina. 

―Pero... el coste es muy alto. ¿Estás dispuesto...? ―empezó Martín, inseguro y confuso.

―Hasta Crisal no tuve nada, incluso ahora no tengo nada. Pero si es por proteger a Sol y a mis amigos, sería capaz de cualquier cosa.

―Estoy de acuerdo ―dijo Martín, mirándole con extrañeza. Sol les miraba con fijeza, pensativa―. Yo te apoyaré. Noruega queda muy lejos.

―Seguirá allí de aquí un par de meses ― Alvin se iba a postular como nuevo guardián con los apoyos más fuertes de la comunidad. Sol  rechazó formar parte. La comunidad no acababa de serle una idea agradable. Lo único que deseaba era marcharse, pero debía quedarse por los amigos que había hecho: Patricio, Marina, Shawn, Alvin. Y por Martín. Ambos se miraron y fueron a dormir a su cama, y Alvin regresó a su casa. No quedarse, y ella le entendía. Su último pensamiento antes de dormirse fue... para su madre. Había tenido razón todo este tiempo, por eso debía quedarse.

Alvin entró en su casa, y sonrió. Sol estaba preciosa cuando se despertaba y aún tenía restos de sueños pegados a los ojos. No le extraño que la calefacción estuviera puesta. Abrió la luz y la vio sentada en el sofá tomándose una copa de vino. Ese día, él no lo necesitaba. Coco sonrío.

―¿Por qué te quedas a oscuras? Me has asustado.

―¿Eres el nuevo guardián? ―le preguntó sin preámbulos.

―Me apoyarán... creo que sí ―dijo sentándose agotado. Había sido un día terriblemente largo.

―Lo harás bien, sólo manténte sobrio ―dijo ella coqueta―. Seremos una gran pareja de guardianes.

―¿Crees que es buena idea traicionar a Martina? ―preguntó asustado. Recordando la pared manchada de sangre.

―Esa mujer ha vivido toda su vida siendo temida o amada, pero nunca traicionada. Cree que no hay nadie con más maldad y ambición que ella, pero se equivoca. Ella no tuvo familia, pero no sabe lo que no es tener hogar. Y voy a luchar porque Crisal sea nuestro hogar hasta el final. 

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