CAPÍTULO 2: La reunión
Sol iba montada en la parte de delante del camión de mudanzas. Crisal quedaba aún a veinte minutos de distancia. Hacía menos de dos horas que se habían metido en la carretera, pero sentía como si llevará en ese viaje durante varias semanas. Desde la llamada para confirmar su nuevo trabajo, hasta este momento. Había tenido que preparar muchas cosas. Dar sus dos semanas en el trabajo, informar a sus escasos conocidos, enfrentar despedidas. Después desmontar su piso, poner su vida patas arriba, y todo lo que conllevaba una mudanza. Todo para llegar a ese momento, algo que llevaba esperando no semanas, años. Quizá, toda su vida. Había llamado a Daniel a eso de las diez, él le había informado de la dirección a la que debía acudir. Su padre los seguía con su moto, algo que la reconfortaba. A pesar de sus reticencias iniciales, había acabado aceptando que esa era su decisión. Sol respiró profundamente, tenerle a su lado era un alivio. Observó el paisaje tras la ventana; todo eran bosques densos y naturaleza. En determinado momento cruzaron un puente precioso que parecía adentrarse en un bosque aún más espeso. Un cartel torcido anunciaba que entraban en Crisal.
El pueblo se empezó a vislumbrar a unos pocos metros. Parecía surgir del mismo bosque, y encontrarse enterrado entre árboles. Edificios antiguos hechos en roca y pizarra, resistentes y atemporales. El pueblo crecía a través de una carretera central que conectaba todos los servicios. Lo más cercano a la entrada eran algunos grandes caserones, y el centro de salud. Una gran plaza conectaba tres grandes edificios: la iglesia, el ayuntamiento y la escuela. Un poco más alejado de ese centro, a través de una calle con tiendas y algunos restaurantes, se encontraban: el museo y la biblioteca. Las casas se desperdigaban alrededor sin tener un orden concreto, no tenían avenidas o calles estructuradas, como en las ciudades. Supuso que crecían orgánicamente, como en muchos otros pueblos. En otras de esas casas también había camiones de mudanza. Su dirección no quedaba lejos, se adentraba un poco en la espesura. Allí las casas eran algo más pequeñas, y parecían más juntas. Quedaban justo al borde del bosque. Parecían un intento de crear casas unifamiliares como se ven a las afueras de la ciudad. El camión paró en los improvisados aparcamientos de la carretera irregular cerca de la acera. El conductor y Sol bajaron en silencio. Su padre aparcó a pocos metros. Se acercó a ella con una gran sonrisa.
―La verdad es que es un sitio pintoresco ―señaló, utilizando sus manos de visera contra el sol―, pero, es muy bonito. Me gusta. ¿Esta es la que será tu casa?
―Supongo que sí ―respondió nerviosa.
―Disculpen...―una voz lejana se oyó al final de la calle. Un señor, más o menos de la edad de su padre, se dirigía hacia ellos a toda prisa. Tenía el pelo rapado al cero, y era un poco regordete, aunque se notaba que iba al gimnasio. Era un hombre atractivo, y daba la sensación de ser buena gente. Se acercó sonriente―. Perdonen... ¿supongo que será la señorita Soledad López? Soy Daniel López, el alcalde ―dijo riéndose por la coincidencia de apellidos, seguramente.
―Únicamente Sol ―respondió estrechándole la mano, su voz era inconfundible―. Dígame, señor Daniel. ¿Es este mi nuevo hogar? ―dijo señalando la casa tras ellos.
―Eso espero ―dijo sonriente―. Acompáñenme ―los tres se dirigieron a la pequeña casa, cómo él decía. Aunque a Sol le parecía de lujo, tras su pequeño apartamento de ciudad. Tenía un exterior austero de la misma piedra gris y el tejado de pizarra, un patio pequeño y una verja que la rodeaba. La verja conectaba con las otras casas. Dando una sensación acogedora y de menos soledad. En el patio había maceteros con flores que, claramente, habían fallecido hacía tiempo. Aunque algunas podrían sobrevivir con algún cuidado. Había algunas hojas secas y una bicicleta abandonada. Pero por el resto parecía estar en buen estado. La casa poseía un pequeño porche de entrada en el que había un banco y estaba la puerta principal. Daniel abrió con tranquilidad. La casa parecía muy acogedora. La puerta se abría a un pequeño pasillo, con dos puertas. Daniel sonreía. Una habitación era lo bastante grande para ser un dormitorio, la otra podría ser un pequeño despacho. El pasillo acababa en un gran comedor con una salida al patio trasero, en él no había más que hierba y unas mecedoras desvencijadas. El salón se abría hacia otro pasillo en el que había la cocina, un baño y un cuarto para la lavadora. La casa era pequeña, pero confortable, los suelos eran de madera oscura y las paredes estaban pintadas en un suave color crema. Olía a recién pintada y a madera pulida.
―Aunque no es muy grande, siempre existe la posibilidad de hacer una reforma y ampliar por la parte trasera ―señaló Daniel―. Algunos vecinos lo han hecho y favorece mucho. La verdad es que nuestra idea es que su estancia sea placentera y permanezca con nosotros muchos... muchos años.
―Yo también lo deseo ―dijo Sol dando una vuelta por la estancia, ese lugar era justo como lo había soñado―. La verdad es que la casa me parece preciosa. Y el pueblo, lo poco que he visto de él, es encantador. Crisal es el paraje que estaba buscando desde hace tiempo.
―Me alegra oír eso ―musitó complacido. Su padre le observaba con interés. No pudo evitar preguntar:
― ¿Cómo se le ocurrió esta idea? Es algo muy novedoso y...―ella puso los ojos en blanco, su padre era todo un cotilla.
―Si le soy sincero... fue idea de mi mujer ―dijo riéndose, nada incómodo por la pregunta. Supuso que mucha gente se lo preguntaba a diario―. Acababa de ser elegido alcalde, cuando el director de la escuela me llamó para informarme de que dejaba el cargo. Los dos profesores de sustitución querían marcharse. La escuela debía cerrar, y con eso ya era el tercer servicio que cerraba tras el museo y la biblioteca. La gente se marchaba sin cesar a la ciudad, cerraban sus casas y sus recuerdos. La mayoría se las habían quedado los bancos. Ese día estaba muy deprimido...
―Me lo puedo imaginar...―dijo su padre muy serio y conmovido.
―Un pueblo es algo muy difícil de gestionar ―dijo cruzándose de brazos―. Así que llegué con ganas de llorar, agotado. Mi mujer estaba viendo un programa de televisión en el que ofrecían algo muy similar para las regiones despobladas de ciertos países escandinavos. Fíjate que casualidad... me propuso intentarlo aquí. Ninguno de los dos imaginábamos que acabaría funcionado. Era una locura total, pero me alegro de haber dado el paso y haber invertido nuestros fondos. La mayoría de vecinos que quedamos formamos parte del Ayuntamiento, y este era nuestro último plan para salvar nuestro pueblo. Lo arriesgamos todo: compramos las casas más humildes, publicamos la noticia y la difundimos, mantuvimos los recursos preparados ―suspiró y señaló―. Me alegra el resultado. Con usted hemos conformado cuatro grupos para lo que denomino: el experimento ―se rió y añadió―: Queremos llevar un control sobre los nuevos ciudadanos, saber cómo se adaptan y ayudarles en todo lo posible. No queremos que esto vuelva a acabar en fuga.
―Eso está genial ―dijo su padre sonriendo, algo en las miradas de ambos la desconcertaba. Pero estaba tan feliz en su nuevo hogar, que decidió dejarlo aparte. Habría tiempo de preguntar sobre ello―. La verdad es que para gente joven esta es una gran oportunidad. La oportunidad de construir una vida desde cero, algo imposible en la ciudad.
―Es un reto y los retos siempre son bienvenidos ―Daniel miró el reloj y sonrió―. Debo marcharme, otras visitas. Además, estoy seguro de que estará ansiosa por empezar a desempaquetar. Nos vemos mañana en la reunión ―Daniel se despidió de ella, su padre le acompañó. Ambos desaparecieron por la puerta y se quedaron un rato charlando fuera. Los dos operarios seguían descargando sus muebles, después empezarían a montarlos. Les esperaba un largo día por delante. Antes de ayudarles en todo lo que fuera posible, Sol preparó el despacho como habitación para sus mascotas. Montó el espacio de Anubis, su henera, su esquinero y el parque. Les iba a dejar todo el día allí para que estuvieran tranquilos. Los operarios acabaron de descargar casi a la hora de comer, algo que les ayudó a parar y comer algo. Ellos llevaban su propia comida, y su padre había sido lo suficiente previsor para traerse unos bocatas. Después de comer, su padre cambió las cerraduras y los operarios empezaron a montar. Sus cajas se amontonaban en la entrada. Agobiada ella salió un rato a lo que iba a ser el porche de entrada y se sentó en el banco de madera, por la calle pasaban más camiones de mudanza. Había hablado de grupo: así que supuso que eran como una especie de compañeros en esto. Suspiró. Se preguntaba cómo habrían creado esos grupos. Quizá por edad, por grupo profesional, por sector. Frustrada consigo misma por ponerse tan nerviosa, observó hasta tranquilizarse. El entorno era tan tranquilo que solo se oía el ruido de su propia casa, algo que le acongojaba pero le gustaba. Nunca había vivido fuera de la ciudad, pero siempre había soñado con un lugar así. Entró con una sonrisa tonta en el rostro.
No fue hasta pasada la media tarde cuando sus antiguos muebles estuvieron montados en el nuevo salón. Su padre señaló que ahora les tocaba a ellos el trabajo duro. Le propuso encargarse él de la cocina, el baño y el cuarto de la lavadora. Sol se encargó de su habitación y el despacho. Luego entre ambos acabaron el salón. A las siete de la tarde su padre le indicó que iba a ir a buscar algo de comida necesaria y cosas del hogar. Traería la compra en breve. Ella ya estaba acabando el despacho, reconvertido en la habitación de sus pequeñas bolas de pelo. El escritorio y el ordenador, los había puesto en su habitación. En su piso tenía una sola habitación donde guardar sus ibros, su ropa, su cama y su escritorio. Todo le había parecido siempre abarrotado. Ahora contaba con espacios separados. Algo que interiormente le hacía feliz, pero también le hacía darse cuenta de la poca cantidad de cosas que tenía. En un día había acabado la mudanza. Estaba segura de que a otros les llevaría días.
La ventana del dormitorio daba a la zona del porche, y a la calle principal, aunque a penas pasaban coches. Era un lugar bonito para pasear. El dormitorio había quedado bonito, aunque algo apretujado. La cama de matrimonio quedaba centrada al abrir la puerta. El marco de su cama era de metal de hierro forjado, un capricho que le había resultado caro, pero decorativo. Había hecho la cama con sus sábanas favoritas. El armario que había traído del piso, quedaba completamente enclaustrado en la pared opuesta a la ventana. Casualmente, era del mismo color que el suelo de su nuevo hogar. Igual que en su anterior hogar, había colgado el atrapasueños que le había regalado Carmen, la madre de su amigo Dani. Su único amigo, en verdad, que ahora estaba viajando por Europa. No sabía cuándo regresaría. Solamente tenía una mesita de noche, era de estilo vintage y la había comprado en un mercadillo. La cama con los cojines, la habitación con las cortinas y algunos elementos decorativos ya parecía un hogar. Debajo de la ventana había colocado su escritorio, con su portátil y la mayor parte de sus libretas. Cruzando estaba la habitación de Anubis y Sally. Había colgado el mismo letrero que en el piso, una bonita ilustración que le habían hecho unos chicos de Instagram. En la pared opuesta a la ventana había puesto un armario con todas sus cosas, debajo de la ventana había montado el parque de Anubis y en medio el tótem de Sally. Era todo de Ikea, pero le agradaba como quedaba. Su padre llegó poco rato después con la comida, y sus peques empezaron a inspeccionar su nuevo hogar. Entre ambos acabaron la cocina. La cocina no era muy grande, y los muebles oscuros reforzaban la sensación de estrechez. Pero le gustaba ese toque rústico. Únicamente les quedaba guardar y decorar el salón con las pertenencias que seguían en cajas, y mirar si se podía hacer algo con el porche delantero y el patio. Ella le aseguró a su padre que seguiría al día siguiente. Estaba profundamente agotada y únicamente deseaba dormir. Él le comentó que si lo necesitaba volvería, pero ella no creía que fuera necesario. Se despidieron en el porche y prometió llamarlo al día siguiente para contarle las novedades. Cerró la puerta y se sentó por primera vez sola en el salón. De golpe el silencio de la estancia se le antojó extraño. Y se sintió algo sola. Pensó en ponerse la televisión, pero no estaba segura de si quería romper ese momento. Agotada se quedó medio dormida en el sofá. Unos golpecitos en la ventana del patio trasero, le hicieron despertar. Se levantó con cautela asustada. De golpe fue consciente del silencio y eso la puso nerviosa. No veía nada a través del opaco cristal, así que cometiendo una imprudencia abrió un poco. Un ruido ensordecedor entró a través de la ventana y ella gritó asustada. Una masa de pelo se metió entre sus piernas. Paralizada de miedo, se obligó a dejar de gritar. Una bola de dos palmos de tamaño la observaba tan asustado como ella. Era un gato de color gris ceniza, estaba esquelético y un poco sucio.
―¿Se puede saber quién eres tú? ―dijo en voz alta, sobre todo, para calmar sus nervios. Se agachó y el gato se quedó muy quieto. Sally se acercó curiosa, algo que no le parecía una buena señal. Sol le acerceró su mano al felino temiendo que la pudiera arañar, pero solo la olfateó. Estaba acostumbrado a los humanos. Se fijó en que una placa relucía en su cuello―. Muy bien, pequeñín. Tranquilo. No te voy a hacer nada ―cogió la placa y la leyó. En ella se identificaba al animal como Oliver, y figuraba la dirección de esa casa, respiró profundamente, ambos gatos empezaron a conocerse recelosos. Ella les miraba atenta, algo asustada. Suerte que Sally era un poco rara y enseguida pasó de él―. Así que se fueron y te dejaron atrás, Oliver. Ven, vamos ―Sol se dirigió a la cocina y sin decir mucho más preparó una cena para todos. Ella les cortó un poco de jamón dulce que devoraron en cuestión de segundos. Oliver parecía creer que ella ahora era su dueña, Anubis le aceptaba y Sally le ignoraba. La verdad es que le gustaba su compañía y él vivía aquí antes. Así que, técnicamente, les había adoptado él a ellos. Cenaron todos en la cocina―. Mañana, antes de la reunión, buscaré un lugar donde compraros comida y un transportín para ti. Buscaremos al veterinario más cercano ―el gato la miraba como entendiendo lo que le quería decir, así que añadió sonriendo―. Quieras o no, esa es mi condición. Seguramente estés yendo de parásitos. Mañana todos desparasitados.
Maullando se dirigió a una zona del sofá y se hizo un ovillo. Pronto se quedó dormido, Sally se tumbó al otro lado, dejando claro su aceptación, pero como siempre su absoluta indiferencia. Suspiró agotada, y desnudándose, se acostó en su habitación. En el silencio de la noche, pensó. La realidad es que tener sus muebles en esa nueva casa la hacía sentir como si no se hubiera marchado de la antigua. Era una tontería, pero ahora era su hogar. Agotada, no tardó en quedarse dormida entre las sábanas. Seguramente, al día siguiente fuera igual de agotador e intenso. Cuando la alarma sonó, efectivamente, su cuerpo seguía cansado. Pero la ilusión de su nuevo hogar y su nueva vida le hizo levantarse radiante. Poniéndose una vieja camiseta que utilizaba como pijama fue al comedor. Oliver seguía hecho un ovillo, pero ahora por donde entraba el sol. Le acarició y su ronroneo la reconfortó. Le gustaban los animales, su compañía le hacía feliz.
―Nos espera un día un poco largo, pequeñajo ―dicho esto se puso a ordenar las pocas cajas que le quedaban. A media mañana, agotada, pero satisfecha, pudo dar por finalizada su operación mudanza. Acabó de recoger las cajas y las bolsas de basura y lo tiró todo al contenedor que quedaba en la calle, algo más abajo. Otros también parecían ocupados con la misma tarea. Una chica joven, de casi su misma edad, limpiaba las ventanas dos casas más abajo. Sonriente enfiló su calle y cuando llegó a casa decidió empezar también con la limpieza. Limpió ventanas, persianas, barrió el porche, fregó el suelo y se deshizo del polvo y suciedad tanto de la casa, como de los patios. Suerte que estaban enlosados, lo que facilitaba su trabajo. Ella no sabía de limpiar malas hierbas, ni cuidar jardines. Antes de comer, decidió bajar a comprar. Por lo que le había dicho su padre, había una gran tienda donde parecían vender de todo. Estaba únicamente a cinco minutos de su calle. Una señora mayor atendía detrás del mostrador. Había bastante gente, lo que suponía era una novedad. Compró bastante comida, y se dirigió a la sección de mascotas. Compró comida para sus compañeros peludos, un transportín para Oliver, y una pequeña cama. No quería que se sintiera un extraño. Quería que tuviera también cosas suyas . Pagó con la tarjeta, y la señora le sonrío contenta.
―Me alegra ver a tanta gente joven hoy ―dijo, y ella le sonrió―. Mi marido va a alucinar cuando vea la caja que estamos haciendo.
―Me alegro. Seguramente yo venga mucho por aquí. Porque soy un poco desastre con las compras. No soy nada previsora ―respondió Sol guiñándole un ojo. Ella sonrió y cobró a otro cliente. Cuando llegó a casa, su agotamiento empezaba a ser más notorio, aunque se encontraba feliz. Comió de nuevo apoyada en la cocina, pero esa vez por el hambre que tenía. Quedaban aún un par de horas para la reunión, así que decidió dormir un rato. A eso de las cuatro se duchó, se arregló y se dirigió al Ayuntamiento. Lejanamente, vio a algunas personas que también se dirigían hacia allí. Sonrió. Fue de las primeras en llegar, y una amable secretaria la dirigió hacia una sala enorme. En ella ya había varias personas: un chico joven que estaba sentado solo, una familia con sus hijos, una chica con dos bebés y una mujer algo más mayor. Incómoda se sentó en una de las sillas. La mayoría parecían guardar silencio, y ella era demasiado tímida como para romperlo. Las demás personas que llegaban también parecían guardar silencio y sentarse. Daniel no tardó en aparecer.
― ¿Estamos todos? ―preguntó sonriente, contó con los dedos y asintió―. Eso parece. Me alegra teneros a todos aquí. La mayoría os habéis mudado en estas últimas veinticuatro horas, espero que no estéis muy cansados. Lamento reteneros un ratito antes de que podáis disfrutar del pueblo ―nadie respondió y él carraspeó. Ella se había sentado en casi las últimas filas para poder observar bien. La mayoría eran gente joven, de su misma edad. Todos parecían estar ilusionados, aunque algo nerviosos. Supuso que como ella. Se preguntó que tendrían en común. Su mirada se dirigió hacia un chico que estaba sentado un poco más a la izquierda. Le había sorprendido porque era muy alto, y llevaba el pelo teñido con mechones lilas, le quedaba bien. Ella nunca me atrevería, pero a él le quedaba de fábula―. Veréis... Sabemos que todo esto es muy novedoso para vosotros. Pero... también lo es para nosotros ―dijo Daniel, visiblemente nervioso―. Todo esto se basa en una cuestión de confianza. Nosotros, como Ayuntamiento, os hemos contratado para que prestéis vuestros servicios en este nuestro pueblo. Las características de dicho contrato son similares: se os otorga una vivienda y un sueldo proporcional a no tener que pagar alquiler ni impuestos. Esto es una realidad. Pero, también se os ofrece vivir en una comunidad pequeña, tranquila y apegada. Una comunidad que lleva luchando por sobrevivir durante muchos años. Una comunidad que tiene muchas esperanzas en vosotros. Porque si no, lamentablemente, Crisal desaparecerá ―Daniel hizo una pausa para que sus palabras calasen, era un buen orador―. Esto también es una cuestión de amor: se os ofrece un trabajo, pero en él no va incluido el cariño a la comunidad. Somos una comunidad de apenas cien habitantes: la mayoría nos conocemos. Y ahora, yo quiero conoceros a vosotros.
― ¿A qué se refiere... ―dijo un chico levantando la mano―, con eso de conocernos?
―Queremos, no únicamente yo, sino la mayor parte de los trabajadores del Ayuntamiento, colaborar para vuestra integración en la comunidad. Queremos conoceros, y enseñaros poco a poco, sobre nuestro pueblo y su historia. A vuestro ritmo. Queremos controlar un poco ese proceso de adaptación y esa creación de lazos. Nada más. Si en algún momento somos algo intrusivos, por favor, hacédnoslo saber. Esto, repito, también es nuevo para nosotros ―respiró profundamente y añadió―. La verdad es que hemos conformado tres grupos distintos según los servicios a los que vayan a dirigirse. Es decir, que os hemos agrupado por categorías profesionales. Esperemos que no os importe. En fin, sin alargarme demasiado. En esta primera reunión solo queremos que os presentéis, ya que la mayoría seréis compañeros en menos de dos semanas. Conocernos hará que las relaciones sean más fluidas. Si no os importa, empezaré yo, y después nombraré a cada uno de vosotros y el cargo que ocuparéis. Si podéis levantaros, así el resto también os podrá identificar.
Todos asintieron y ella hizo lo mismo. A ella le habían asignado la tutoría de los grupos mayores correspondientes a la última etapa primaria. Algo que le hacía sentirse segura, prefería a los niños más rebeldes que los más pequeñines. También tenían más capacidad de razonar, o eso creía. Daniel sonrió y carraspeó.
―Mi nombre es Daniel López. Soy alcalde de Crisal, y aquí he crecido toda mi vida. Aquí nací, estudié en la escuela, me enamoré y me desenamoré muchas veces. Hice amigos para toda la vida y crecí como la mala hierba. Con veinte años decidí estudiar una carrera, y me decanté por administración, después hice un postgrado en ciencias políticas. Mis compañeros me reclamaban para candidaturas superiores, pero yo quise volver a mi hogar. A mi madre le quedaba poco tiempo de vida, y mis hermanos ya habían formado sus familias ―Daniel se rio y añadió―. Toda mi vida había amado mi pueblo, así que volví. No tardé poco tiempo en enamorarme de Amanda, mi mujer, y de casarme con ella para formar mi familia. Aquí he forjado mi vida, y mi comunidad. Y soy feliz. Creo que Crisal tiene oportunidad de crecer y que mi familia y amigos vivan como viví yo, con la tranquilidad de dormir en un lugar de paz y felicidad ―todos le aplaudieron y él sonrió. Ordenó unos papeles y comentó que iba a comenzar por la biblioteca. Daniel comentó que la biblioteca tendría a tres empleados a tiempo completo: una administradora, una secretaria y un ayudante. Aunque los tres se encargarían de atender, recoger y ordenar la biblioteca. Además de realizar actividades como centro cultural. Daniel señaló que Eunice Renoird sería la administradora. Eunice era una mujer alta, de cabello rizado y espeso, de un negro oscuro, su piel oscura era de unos tonos más claros que su cabello. Su rostro era afilado, pero su mirada era tierna y maternal.
―Mi nombre es Eunice Renoird. Soy francesa de origen senegalés ―musitó sonriendo―. Toda mi vida me he dedicado a ser profesora de universidad, pero hace dos años que me despidieron ―se mostraba incómoda y abrió los brazos―. Siendo sincera, no tengo nada que ocultar, mi marido era decano de la universidad y con nuestro divorcio, nadie lo veía correcto. Así que llevo dos años en paro. Tengo dos hijos mayores que ya hacen su vida. Y mi vida empezaba a ser algo monótona y aburrida. Cuando vi esta extraña oportunidad no dudé en aceptarla. He sido una mujer de riesgos y atrevida; no quería desaprovechar esto ―todos le aplaudieron encantados. Había sido bastante sincera, algo que le gustó. Había roto el hielo. Todo lo que había dicho le parecía correcto y directo. Daniel señaló que la siguiente en la lista era Marie Bouvier. Una chica joven se levantó. Su aspecto era muy elegante, tenía un bonito cabello largo hasta media espalda de un color rubio pajizo. Parecía demasiado liso, probablemente se lo planchaba. Era también una mujer alta, esbelta y hermosa. Aunque su nariz le aseveraba el rostro de manera aguileña, entorpeciendo un poco su perfecto aspecto. Pero, también le daba personalidad y gracia.
―Sí, mi nombre también es francés. Se nota que nos gustan los libros ―se echó a reír y su risa era muy bonita―. Todo el mundo me llama Coco, incluso mis padres. De pequeña demostré una continua pasión por la moda. Mis padres han vivido viajando por el mundo continuamente sin tener un hogar. Cansada a los veinte años decidí establecerme en París y estudiar diseño. Monté mi propia boutique, y fui feliz, escasamente, cinco minutos. Las deudas me comieron, y perdí todo: empleo, casa y sueños ―dijo, aunque su historia era triste, su optimismo era radiante―. Estaba frustrada en el almacén vacío de mi boutique, cuando vi lo único que no me iban a embargar: el periódico. Nunca he trabajado como bibliotecaria, pero prometo que me esforzaré. He llevado toda mi vida una vida errante, y la realidad, es que deseo tener un hogar ―curiosamente, todos parecieron reírse con su discurso. A mí me había parecido una historia triste, pero Coco le gustaba. Era una chica bonita y optimista, la verdad es que le gustaría ser su amiga. Nunca había tenido amigas así. Daniel señaló que el último que trabajaría en la biblioteca era un chico llamado Luke. Luke parecía un estudiante de carrera. Era un chico alto, desgarbado, con barba de tres días. Llevaba unas gafas de montura, y tanto por su estilo, como por su manera de hablar, denotaba que era uno de estas corrientes llamadas "hipster".
―Pues, bueno, yo me llamo Luke Anderson. Mis padres son de Londres, y nos instalamos hace unos años en la ciudad de aquí cerca ―dijo incómodo―. He estudiado tres carreras, pero no acabo de decidirme por ninguna. Ahora mismo acabó de licenciarme de filosofía y estoy planteándome estudiar: antropología ―señaló―. Lo único que sé seguro en mi vida es que me gusta estudiar, aprender y los libros. Por eso creo que se me dará bien trabajar en ello. Esta es la primera vez que me arriesgo a algo tan serio. Pondré mi esfuerzo en hacerlo bien, os lo prometo ―Daniel señaló que los siguientes eran las personas encargadas del personal médico de asistencia a menores; es decir, pediatría. Únicamente eran dos chicas: una médico pediatra y su enfermera. Dolores era la doctora, y también era la mujer que tenía dos bebés. Una bebé rolliza de pocos meses y otro pequeñajo que no sacaba tres palmos del suelo. Dolores era una mujer que por su mirada demostraba entereza. Tenía un aspecto maternal que rebosaba en todos sus gestos. Su cabello oscuro recogido tenía pinta de ser largo. Sonreía con franqueza.
―Bien, me llamo Dolores, pero todos me llaman Loli. Estudié medicina pediátrica y acabé la carrera con muy buenas notas ―musitó con confianza―. Mi exmarido Pedro, era cirujano. Ambos trabajábamos en nuestra profesión y éramos muy felices. Nos casamos jóvenes y nuestra vida era maravillosa. Hasta que... bueno... llegaron los peques. Discusiones continúas por las horas de trabajo, por quien debía ceder en qué. Y de golpe otro bebé. Me abandonó ―señaló y todos la miraron compungidos―. No pongáis esas caras. Me divorcié y estoy criando a mis bebés, que son lo único bueno del mundo. Ahora quiero recuperar mi mundo, mi vida y darles a mis hijos un lugar precioso en el que crecer cómo ha dicho Daniel ―todos le aplaudieron emocionados. Daniel presentó a Marina. Marina era una chica gordita, traspiraba por todos lados inseguridad, algo que le enterneció de ella. Y le hizo empatizar desde el primer momento. Confiaba en ella. Carraspeó y su voz era muy dulce. Normal que trabajará con niños.
―Pues... me llamo Marina. Hace menos de un año que acabé la carrera de enfermería y no había querido buscar trabajo hasta hace poco ―indicó―. Yo soy una chica muy apegada a mi familia, y la verdad es que no sé cómo voy a llevar estar lejos de ellos. Pero están muy cerquita de aquí y pueden visitarme cada día. Me gusta mucho mi profesión y quiero dedicarme toda la vida a ella. Bueno, este último año no quise buscar trabajo porque mi abuela enfermó de Alzheimer y quería... No sé... Bueno... Estar con ella. Y... Bueno eso es... Todo... Supongo ―todos le aplaudieron y Sol la miró con confianza. Intercambiaron una mirada y le sonrió. Marina le devolvió la sonrisa vacilante. Daniel comentó que los siguientes serían los que se encargarían de la escuela del pueblo. Presentó primero al director, un señor australiano que hablaba un español muy correcto. Malcolm le parecía un hombre afable y risueño, le cayó bien al instante. El director daba las clases de matemáticas y ciencias. Luego, presentó al cuerpo docente, que estaba conformado por tres miembros. El primero en hablar se llamaba Patricio, un nombre que a Sol le pareció muy poco común. Él se ocuparía de la tutoría de las clases de los más pequeños y las correspondientes a las áreas de educación física.
―Me llamo Patricio Claude, y a la mayoría os sonará mi apellido, puesto que mi padre está detenido por evasión fiscal. Es algo que os digo ya para adelantar acontecimientos. Pero, también os señalo que la relación con mi padre es nula. Desde los dieciséis años a penas nos hemos hablado y no supe nada de esta historia hasta hará unos pocos meses. Hasta ahora nadie había querido darme la oportunidad de trabajar en ningún colegio público por esta reputación ―comentó y mirando a Daniel añadió― Soy muy feliz Daniel, de que Crisal sí lo haya hecho, no os decepcionaré ―todos asintieron conmocionadas. El siguiente en presentarse fue un chico llamado Kyle. Se ocuparía de la tutoría de los grados intermedios y las clases de plástica y música. Era el chico alto, desgarbado del pelo lila. También tenía todos los brazos tatuados y un piercing en la ceja. Se metió las manos en los bolsillos en señal de incomodidad.
―Me llamo Kyle Rogers. Soy músico y profesor de música, y llevo varios años intentando dedicarme a estas dos cosas. Algo que no me ha resultado muy fácil ―musitó incómodo―. La verdad es que esta oportunidad me hace muy feliz y espero esforzarme al máximo y dar lo mejor de mí. Dejó atrás una época muy dura de mi vida, puesto que mi pareja me dejó y perdí mi empleo. Enfrentó esta etapa con ilusión ―él finalizó y Sol supo que la siguiente era ella. Daniel dijo su nombre y se levantó. Todos la miraron y ella se sonrojó. Era una chica muy corriente, podría pasar casi desapercibida. Medía menos de uno sesenta, aunque siempre redondeaba a esa cifra. Su pelo era oscuro, ondulado y rebelde. Un pelo que enmarcaba un rostro redondito, con pecas y ojos oscuros. Un brazo tatuado, un vestido de segunda mano y zapatillas. La verdad es que se parecía mucho a su padre. Fijó su mirada en Daniel y sonrió con confianza.
―Me llamo Soledad, pero todo el mundo me llama Sol. Algo que, realmente aprecio mucho más. Soledad no es un nombre que me guste. Soy, como ha dicho Daniel, profesora, pero nunca me he dedicado a ello. La verdad es que nunca he tenido el coraje para hacerlo ―suspirando, señaló―. He sido siempre una cobardica, a la que le ha costado horrores, atreverse a hacer lo que está haciendo ahora. Sobre todo debido a la influencia negativa de mi...―el nudo en la garganta asomaba y ella intentó tragarlo―... mi madre. Pero, ahora, eso ya es pasado para mí y deseo empezar a volar. Para mí Crisal es la mejor manera de comenzar a vivir ―incómoda tomó asiento de nuevo y respiró profundamente. Ya estaba hecho. Daniel le sonrió y señaló que los últimos serían aquellos que se dedicarían al museo. Señaló que eran tres: un administrador y dos guías. Un chico joven se puso en pie. Era un hombre atractivo, iba elegantemente vestido y tenía un bonito acento. Él iba a ser el administrador.
―Me llamo Shawn Reigh, y soy londinense, con todo lo que eso implica. Soy un hombre ordenado,que no toma grandes riesgos en su vida. Pero mis hermanas me han vuelto un imprudente y un loco ―musitó sonriente―. Tengo mi vida resuelta, pero ellas me consideran un cobarde por no cometer nunca ninguna locura. Pues, en un arrebato pasional, he decido dejar mi vida sosa y aburrida, y emprender una nueva aventura. A ver donde nos lleva esto... ―algunos se rieron y la mayoría le aplaudieron convencidos. Sonriente Daniel señaló a una chica que estaba rodeada de sus hijos, por lo que había visto era la mujer del director. Ella, a diferencia de él, iba vestida como una hippie de los años setenta. Era pequeña y rechoncha, tenía el pelo pelirrojo y una expresión risueña. A pesar de ello, su rostro denotaba fuerza, algo que me tranquilizó.
―Mi nombre es Canberra... Si, lo sé... como la ciudad. Es una tradición en mi familia. Creen que eso nos traerá suerte y prosperidad. Yo también lo creo ―sonrió y señaló―. Mi marido será el director, pero yo hace años que no trabajo. Soy paleontóloga, y me hubiera gustado dedicar más tiempo a mi profesión. Con nuestro cambio de vida he decidido retomar esta actividad; estoy muy ilusionada ―su hija le hizo una burla y ella le sacó la lengua. Volvió a sentarse. De todos ya solamente quedaba uno, otro chico que llamó su atención cuando entró. Le observó levantarse. Era un hombre muy alto, seguramente ella a su lado parecía una niña. Iba bien vestido, elegante. Tenía un tatuaje en la muñeca. Pero, lo más llamativo era su peinado. Le recordaba a uno que llevaba un actor de la serie «Vikingos». Resultaba en él muy atractivo. Su nombre era Alvin.
―Efectivamente, mi nombre es Alvin. Soy noruego, y esta es mi segunda vez en España ―musitó sonriente. Sol se fijó que tenía una sonrisa bonita―. La realidad es que tenía un trabajo increíble, una casa preciosa y una vida resulta. Pero... Por lo que respecta a mi familia... Me sentía terriblemente solo tras la muerte de mi padre. Mis hermanas han hecho su vida, y yo me he quedado fuera. No sé por qué motivo... Creí que... Quizás esta fuera una gran idea. Rehacer mi vida lejos del lugar donde todo me recordaba a mi padre. Espero haber acertado ―Daniel los alabó a todos. Les reclamó la atención y señaló que le había compungido su sinceridad. Sol sonrió con ganas y se sintió esperanzada. Quizá, tuviera más en común con sus compañeros de lo que creía. En cierta forma todos eran... bueno... personas estancadas que buscaban una nueva oportunidad. Daniel finalizó la reunión recordándoles que en dos semanas comenzarían en sus respectivos trabajos, y que la semana siguiente harían otra reunión parecida para determinar sus objetivos. Ella se dirigió hacia la salida, pero vio que se forman algunos grupos. Coco estaba hablando con Luke y Kyle, Loli y Canberra intercambiaban opiniones, Eunice hablaba con Alvin. Marina se dirigió hacia ella y Sol sonrió agradecida.
―Esto es increíble ―le dijo y ella asintió―. ¿Cómo es tu casa?
―Bonita, muy bonita, la verdad ―dijo sincera―. No esperaba que estuviera tan bien.
―Yo tampoco. Mi madre se quedó alucinada ―ambas se dirigieron hacia la salida, Marina observaba el atardecer―. Este es un lugar muy bonito, ¿no crees?
―Lo es ―señaló Sol tranquila e ilusionada―. Nunca he vivido en un sitio así, tan tranquilo.
―Yo sí. Mi pueblo es muy parecido a este, aunque más grande. Mi madre dice que esta experiencia cambiará mi vida.
―Lo hará ―ella se quedó observando el sol―. La de todos, supongo.
―Oye, Sol, por lo que has dicho... Bueno... parece que tu madre y tú...
―No te ofendas, Marina ―dijo tensa. Otras personas se arremolinaron a su lado, lejanamente percibió como Alvin escuchaba su conversación―. Nunca hablo de ese tema, es algo muy... muy... duro para mí...
―Lo entiendo ―dijo Marina sonriente―. Pero, si algún día necesitas hablarlo, espero que confíes en mí...
―Serías la primera ―dijo ella nerviosa―. No sé por qué, pero confío en ti.
Marina sonrió con ilusión, y ella se permitió devolvérsela. El tema de su madre seguía siendo tabú para ella pero quizás, algún día, pudiera confiar en alguien más que en su padre. Suspirando se despidieron y cada una se dirigió hacia su nueva casa. Coco parecía ir en su misma dirección, así que se acercó. Ambas compartieron opinión sobre moda, y ella le enseñó algunas fotos de su boutique. Quedaron en tomar un café alguna tarde para seguir charlando. Esa noche, cuando llegó a casa, Sol se sentía tranquila y en paz, después de mucho tiempo. Se sentía feliz, ilusionada y valiente. Y, por primera vez, se negó a escuchar la vocecita insistente que le hacía estar triste.
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