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Tuve el mismo sueño, pero esta vez no estaba dormido, ni desmayado.
Víctor se hallaba escalando la montaña de la ciudad como si hubiera bajado a ver cómo había quedado después del alboroto y ahora se marchara. Él se encontraba más alto que la anterior vez y a su lado estaban Kath y Max. Llegaba a atisbar sus siluetas, ellos estaban charlando, haciendo el amor a su manera, como aquella vez que Kath me había contado que se quedaron horas parloteando en la cueva. Yo los veía reírse, su voz de niño me llegaba lejana, descendía el sonido, pero no las palabras, no sabía lo que decía.
—¡VÍCTOR! —le giraba a todo pulmón.
Él se volteaba con el cabello crespo seco, la ropa de plata oxidada dibujada con los huesos de un esqueleto y una sonrisa en su rostro. No tenía que verle la cara para saber que sonreía.
—¡Víctor! —sabía que nunca podría bajar así que en esta ocasión no se lo pedía, solo quería decirle algo—. ¡Te quiero!
Él no me escuchaba, se quedaba quieto y me preguntaba.
—¿Qué?
—Te amo, Víctor.
Y se lo gritaba con más fuerzas, pero sabía que él nunca podría escuchar que lo amaba porque nunca se lo había dicho. Pero continuaba gritando, diciéndole la verdad que nunca había oído, rogando que él lo supiera en su interior.
Hubiera deseado estar en el sueño y no en un bosque, en el estacionamiento de lo que antes había sido el centro comercial de una ciudad humana hacía cientos de años. Con la pala en mi mano, cavando la tumba más pequeña que había visto.
El cielo estaba encapotado, oscuro, había relámpagos surcando el firmamento y algunos pájaros trataban de combatir el mal clima trinando sus más melodiosas canciones. Los árboles se mecían ante la vehemencia del viento y chasqueaban sus ramas como si se trataran de un manojo de llaves. El aire olía a tierra y fauna.
Ceto y Yunque me habían dicho que los humanos habían abandonado el búnker de plata hace medio día. Inmediatamente cuando habían marchado para iniciar la Revolución, ellos habían descendido a buscarnos. Pero nunca había habido un plural, solo me encontraron a mí.
Teníamos tiempo para alcanzar a las tropas y lo haríamos.
No los dejaríamos ganar. Iríamos hacia las motocicletas que abandonamos hace un mes en mitad del camino. Nos subiríamos a ellas y regresaríamos a casa. Trataríamos de advertirles a todos.
Pero, por el momento, enterraríamos como se debía al mejor niño humano que había conocido.
Mirlo estaba sentada en las raíces de un árbol, con Víctor en sus brazos. Lloraba en silencio, pero no se detenía como si no supiera hacerlo, como si nunca pudiera dejar de sollozar. Le acariciaba la mejilla al niño o a veces le peinaba sus cabellos.
Cada vez que se me nublaba la vista de lágrimas abría los ojos, a sabiendas de que yo podría hacerlo, pero que él tendría los ojos cerrados para siempre.
Kath se equivocaba, no había nada poético en un niño con los ojos cerrados, envuelto en una mortaja blanca cuyos cabellos se secaban como si saliera de un baño, pero sus ojos no se abrían. No había nada poético en la mujer que lloraba por él, la única chica que pudo amarlo porque Víctor jamás crecería para tener otros amigos, ni una novia, esposa o hijos. Jamás habría un Víctor adolescente quejándose del acné o que aprendiera nuevos insultos o un Víctor que se entusiasmara por conducir un coche.
Era tragedia, no era poesía, era tragedia en su estado puro. Un cuerpo joven que no vivió lo suficiente, siendo enterrado en una ruina vieja que vivió más de lo que debió. No se me ocurría nada más perverso.
Y mi mente me hizo una jugarreta porque por una pequeña fracción de segundo me hizo pensar que no estaba allí, que estaba volviendo a casa con ese niño en mis brazos, luego estaba jugando con él en la mesa mientras Mirlo preparaba la cena. O al revés, porque Mirlo no permitía los estereotipos. Y se sentía tan real, cursi, y a la vez posible. Y me di cuenta de que en mi fantasía no existían razas, ni armas, ni cualquier clase de divisiones, solo estaba esa extraña sensación en mi pecho que quería conservar.
Entonces lo veía crecer, le enseñaba a conducir, a reparar coches, lo llevaba a la ciudad, lo acogían en Betún. Crecía y tenía una voz más gruesa y se hacía alguien impetuoso, valiente, divertido y despreocupado. Llegaba tarde de fiestas y se quejaba de los consejos que le dábamos.
Y esas escenas se quedaron en mi cabeza porque no irían jamás a ningún otro lugar, fueron el peor recuerdo que tuve porque nunca sucedió. Y el sentimiento que abrigaba mi pecho, que me daba aquella fantasía, se pudrió allí dentro y me causó un sabor amargo en la boca y en el alma que sabía me acompañaría hasta el final de mis días.
Solté la pala.
Mirlo depositó su cuerpo en la fosa. No me miró, pero me dijo:
—Te mentí en la fiesta que hicieron los humanos.
—¿Qué?
—No planeaba que fuera mi hermano. Sí quería llevármelo y ser su mamá —Se encogió de hombros—. No me importaba que fuera muy joven. No importaba nada.
La abracé, ella depositó su mentón en mi hombro y yo le besé la frente.
—No hay palabras para decirte, Vic —sonrió Yunque—. Tú siempre lo sabías todo.
—No te mentí —comentó Ceto estrujándose las manos, las lágrimas saladas se desbordaban de sus ojos y se deslizaban por sus chamuscadas mejillas—. Te dije que algún día me verías llorar y que era muy feo cuando lo hacía —Soltó una risilla y se señaló la cara—. ¿Ves? Dije que te reirías si me veías, pero... —enmudeció porque no pudo continuar.
Agarré la pala, la cargué de tierra y titubeé, sin fuerzas para arrojarla sobre él. Entonces un trueno rugió en el firmamento, fragmentó las nubes del cielo y su destello alumbró el estacionamiento cubierto de tierra y árboles del centro comercial.
De repente un aguacero se desplomó sobre nosotros, la lluvia era tan abundante que la sentías romper sobre tu cabeza. Lluvia. Era el sueño más anhelante de Víctor, bailar bajo lluvia real.
Y aunque no había nadie danzando allí, ni riendo como Kath o cantando como Max o dibujando tormentas como Dan Carnegie, supe que no necesitaban cumplir sus sueños para hacer sonreír sus almas.
Porque entre la tempestad y la rigurosidad de una ciudad opresora habían podido ser ellos mismos. No se habían dejado llevar por sus reglas, ninguno de ellos. Eran como un relámpago fragmentando nubes de tormenta, eran lluvia que escapaba de la oscuridad de las nubes.
Eran todo lo que nos rodeaba.
Y aunque nosotros cuatro éramos los únicos que escapaban de las ruinas, nos montábamos a las motocicletas y regresábamos a toda máquina a casa, sentí que había muchas más personas acompañándome.
Ecos del pasado. Amigos. Familia y desconocidos.
Sentí que ellos avanzaban a mi lado, todos los muertos y todos los vivos, volaban, se enroscaban con el viento, con la lluvia, estaban cuando cerraba los ojos y cuando los abría, se filtraban en el palpitar de mi corazón y en las manivelas de mi mente. Eran todo y ya no eran nada. Gritaban, susurraban, cantaban, me decía que siguiera, me pedían que me alejara del pasado, sin mirar atrás y aun así me pisaban los talones. Me infundían alegría y me atormentaban.
Era tan difícil ser humano a veces.
Final del libro 1
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