86
Desperté con la garganta seca y un sabor a sal en mis labios.
Abrí lentamente mis ojos, el cuerpo me dolía todo, cada movimiento era una agonía. Me incorporé y escuché el crujido de papel. Parpadeé, noté que tenía en mi mano una nota hecha un bollo. Desdoblé los pliegues y cuando la vista se me enfocó divisé la caligrafía señorial del presidente Arno Mayer:
Estimado Hydra Lerna:
Lamentamos mucho haber llegado a esta situación. Pero no tenemos otra opción que dejarlo aquí mientras la Revolución Humana tiene lugar allá afuera. Volveremos por usted cuando acabe todo, si es que despierta, de otro modo que su espíritu tome esta nota como un pacto de paz.
Con gratitudes infinitas.
La raza humana.
—Qué mierda... —Una punzada de dolor perforó mi sien, solté el papel y me agarré la cabeza con las manos.
Me puse de pie dificultosamente, escuchando cómo las suelas de mis botas trituraban las rocas y la arenilla. Todo estaba frío, sin vida, había un olor a humo, pero era viejo, como si hubiera pasado más de un día. Caminé dando tumbos hasta la salida, no sabía hacia donde iba, solo había rocas obstaculizando caminos, corredores. Únicamente avancé por las vías libres, no importara hacia donde me llevaran, mi pierna herida estaba entumecida. Mi piel se hallaba cubierta de moretones, rasguños, cortadas y sangre de Kath.
No sabía cuánto tiempo había pasado. No sabía a quién llamar, ni qué hacer. Estaba solo.
La nota. La nota me enfureció y me dio más fuerzas para seguir avanzando.
Me habían dejado con vida, se habían marchado a asesinar licántropos. Nunca me habían visto como una amenaza, ni siquiera les molestaba la posibilidad de que me despertara antes de tiempo, los rebasara en el camino y alentara a las autoridades licantrópicas de ellos. No, estaban seguros de su victoria. Como si nada ni nadie pudiera detener la masacre.
Todo el mundo, todos los licántropos de afuera estaban por ser enfermados con el gen de la humanidad. No podía permitir que eso sucediera. Si tenía suerte Piano les avisaría a todos la verdad, ella había huido hacia más de tres días, pero ni siquiera sabía si había llegado a rebasar las fronteras de la ciudad. Y si lo había hecho no tenía manera de adivinar qué dirección tomar en las ruinas de la civilización para llegar al poblado más cercano. O tal vez seguía atrapada en el laberinto. Tal vez estaba muerta.
—¡Hydra! —escuché que me llamaba una voz.
Era lejana, como un sueño, su eco se propagaba por todo el laberinto de corredores derrumbados en el que caminaba. Era la voz de una chica y llegaba hacia mi grabe y deformada. Me detuve en seco.
—Hy... dra.
—¿Katherine? —susurré.
—¡Lo oí! —la voz llegó más cercana.
—¡Hydra!
—¡HYD!
—¡HYDRA!
—¡¡¡HYDRA!!!
Por los corredores comenzaron a reverberar las voces de las tres personas que había extrañado más que nada en el transcurso de casi un mes. Una roca en mitad del corredor se hizo añicos, los trozos rodaron por el suelo emitiendo un sonido pedregoso, los cascotes se detuvieron en mis pies y del otro lado, emergieron apresurados Ceto, Yunque y Mirlo. Sus figuras borrosas me abrazaron antes de que pudiera notarlo y me tumbaron al suelo.
Los tres comenzaron a hablar al mismo tiempo, en unísono, preguntándome cómo me sentía, qué había pasado.
Los vi.
Estaban mal. Muy mal. Su piel se hallaba cubierta de pequeñas ampollas, las tenían en las manos, arrugadas, quemadas, enrojecidas y con costras supurando; serpenteaban por su cuello, ronchas de todos los tamaños abundaban en su piel. Sus rostros se hallaban un poco en mejor estado, enrojecidos, pero sin ninguna prueba de cicatriz. Pero sus manos y sus pies, por la manera en que caminaban, supe que estaban casi destruidos. No pude ver el resto de sus cuerpos porque lo llevaban cubiertos bajo una malla aislante y en la espalda, aferrado al cuello, como una capucha, colgaba una máscara de oxígeno.
Los tres tenían unas ojeras tan pronunciadas que eran dignas de cadáveres, su cabello estaba seco. Cet aún tenía una mirada entusiasta y optimista, pero estaba ofuscada bajo toda la preocupación de sus ojos, sus pómulos estaban más altos, o eso creí, pero la realidad era que sus mejillas estaban hundidas. Yunque había perdido tanto peso que estaba casi irreconocible, su barba rubia y erizada le había crecido mucho más, ya no tenía una barriga prominente, ni tetas abultadas como conos de tránsito y su cara redonda parecía derretida. Entonces miré a Mirlo.
Se había cortado el cabello azabache, parecía que un niño de cinco años había jugado a ser su estilista porque lo tenía desparejo, por debajo de las orejas. Su piel estaba cenicienta y enferma pero un poco enrojecida e irritada. Ella enmudeció cuando la vi, sus ojos se llenaron de lágrimas. Me agarró del mentón y me preguntó solo una vez porque sabía que no necesitaba ni una más.
—¿Dónde está Víctor?
Si las últimas semanas había recibido malas noticias esa era la peor de todas. Me puse de pie de un salto. Yunque y Ceto titubearon, vi una sombra de culpa cayendo sobre su rostro. Ellos habían sido quienes convencieron al niño de abandonar la cueva hacía cosa de cinco días atrás, o más. Ellos lo convencieron de ir a la fiesta.
—La última vez que lo vi fue hace días. Me atraparon, lo dejé en el corredor. Creí que lo logró...
Mirlo salió corriendo a toda velocidad. Pero sabía que había sido demasiado tarde.
—No —musitó Yunque y se cubrió la cara con las manos quemadas, solo tenía una fina capa de piel, las heridas casi le llegaban al musculo.
Quise seguirla a la salida, pero era demasiado veloz. Yunque y Ceto se colocaron las máscaras y hablaron entre ellos, echándose la culpa de lo sucedido, los dos querían cargar con la responsabilidad para que el otro no tenía remordimientos. Lamentándose y soltando posibles escenarios cargados de esperanza en donde Víctor estaría en la ciudad esperándonos. Me dejé embriagar por aquellas posibilidades.
Esperando que estuviera en la ciudad, porque no importaba si Yunque y Ceto lo habían enviado con los humanos, yo sentía que era culpa mía por no haberlo protegido.
Y sabía que Mirlo creía que Víctor estaba solo por su error. Cada uno se castigaba por un pecado que no había cometido.
Comencé a bajar la ladera escalonada. Sentí que Yunque y Ceto me agarraban de los brazos y me arrastraban hasta la explanada en cuestión de segundos. Estábamos de regreso en los lindes de la ciudad.
Me subí a un camión aparcado en mitad de la tierra yerma y rocosa. Había decenas de filas de vehículos, los habían abandonado al dejar la caverna. Lo arranqué mientras ellos se subían en el sillón prolongado que abarcaba la única cabina.
Avancé, cuando llegué a la ciudad me metí en una avenida, pero no había nadie allí. La ciudad estaba desértica, abandonada, desolada, era una ruina debajo de ruinas más antiguas. Entonces la repuesta llegó a mi mente.
No sabía si era porque siempre lo había supuesto o si era porque ya pensaba como ellos.
—¿A dónde vas? —preguntó Ceto cuando vio que atravesaba otra vez la muralla de la ciudad y me alejaba de los edificios, con dirección al mar rodeado de rocas.
—¿Hydra? —preguntó Yunque.
Fueron los minutos más largos de mi vida y a cada segundo sabía cómo terminaría el siguiente minuto y el siguiente en venir. Conocía los resultados, pero no me detenía. La oscuridad en el mar era absoluta, las luces de la ciudad amenazaban con apagarse a intervalos, la energía colapsaba, había animales muertos en mitad de la calle o entre las rocas. Les habían disparado para que no sufrieran una dolorosa muerte de hambre o sed.
De seguro allí estaría el perro de Deby, el auto del abuelo de Max y los cuerpos de mis amigos, todo dejábamos atrás.
De repente las luces del techo se apagaron y la energía emitió un sonido eléctrico al desvanecerse definitivamente. Las luces del cielo simulaban un atardecer, un anochecer y luego indeciso, simuló un sol al medio día para después quedarse en negro. La oscuridad era absoluta. Conduje por unos minutos en penumbras hasta que calculé haber llegado.
Los guijarros crujieron bajo la fuerza que emitía la placa gravitatoria del vehículo. El ruido del agua me hizo saber que estaba a unos pasos de la costa. Apagué el motor y la cabina del camión descendió a nivel del suelo.
Encendí las luces.
Hay imágenes que no se te borran nunca de la mente.
Como momentos embarazosos y acontecimientos tristes que prefieres omitir en tu cabeza. Pero hay veces que los sucesos que quieres omitir son dolorosos y el dolor cuando llega no se va, es como tocar el fuego, te deja marca en la piel. Existen momentos tan cruentos y trágicos que sabes que te acompañarán hasta cuando cierres los ojos.
Quedé anonadado detrás del volante y Yunque y Ceto también. En modo automático bajé del vehículo, cerré la puerta y observé atónito lo que alumbraban las luces.
Todos los cadáveres flotaban en la orilla, estaban vestidos con túnicas blancas y se los observaba calmados, algunos se hallaban flotando de bruces, y solo se apreciaba la espalda, otros estaban completamente sumergidos de modo que únicamente emergían las manos, la coronilla de su empapada cabeza o alguna otra parte del cuerpo en la superficie. Los ancianos, los niños de cinco años o menos y los bebés se amontonaban sin distinción de género o edad.
Pero sobre todo vi a la chica que revolvía entre los cadáveres, sumergida hasta la cintura, tropezando y llorando. Giraba los cuerpos más pequeños y morenos para buscar a un niño en especial mientras era alumbrada por los faros del camión. No se detenía y el ruido del agua que ella provocaba con su agitada búsqueda era lo único que acompañaba los sollozos convulsos.
Cuando avanzaba en el agua empujaba cuerpos de adultos o niños, incluso se estremecía o tropezaba cuando pisaba uno que estaba completamente hundido. Ellos eran impulsados por las ondas como hojas o basura, sin saberlo Mirlo revolvía aquel caldo infernal.
Caminé hacia ella justo cuando volteaba a un niño pequeño, su cabello estaba mojado y se le pegaba al cráneo, pero incluso así se notaba que era crespo. Su piel hubiera sido morena si alguna vez hubiera tocado el sol y si hubiera estado vivo, pero llevaba tiempo que ya no. Debajo de la hinchazón y la pestilencia se reconocía a un ser querido.
Mirlo lo sostuvo en sus brazos, demasiado conmocionada para llorar, giró su rostro hacia mí en busca de consuelo, de una explicación. Era él.
Asentí, aclarando sus dudas, matando su esperanza.
Pocas veces había escuchado un llanto tan angustiado, no solo lloraba, gritaba, aullaba de dolor como si el sufrimiento de la perdida fuera demasiado inmenso para desbordarlo en lágrimas.
Lo abrazaba con tanta fuerza que parecía querer llevarlo hasta su corazón y darle un poco de su palpitante vida. Estaba seguro de que si alguna cosa milagrosa como esa pudiera ser posible ella lo hubiera hecho.
Pero aquellas no eran tierras de milagros.
Caminé a tumbos hacia ellos. Y vi a Mirlo sosteniendo su cuerpo encogido contra su pecho, mientras lo mecía como si quisiera tranquilizarlo. Y no cesaba de gritar y llorar como si su cerebro ya no pensara, solo sintiera.
Experimenté una presión muy fuerte en mi cabeza como si algo quisiera salir, mis manos suspendían lejos de mi cuerpo como si quisieran hacer algo, pero no sabía qué debía hacer con ellas.
Entonces vi el cadáver... digo vi a Víctor, muy mojado y pensé que tendría frío porque había estado dos días flotando en el agua y estaba perdiendo forma. Me molesté con Mirlo porque estaba alterada y si él despertaba se asustaría al vernos de ese modo. Teníamos que ser fuertes por él, no pude evitar sentir culpa por haberlo abandonado esos dos días.
Había muerto solo, rodeado de gente.
—Una toalla —musité—. Tenemos que secarlo.
—¿Qué? —preguntó Ceto.
Yo lo señalé con la palma de mi mano y dije:
—Tenemos que secarlo o se enfermará, lleva dos días ahí en el agua.
Cómo me miró Ceto. Comprendí. la presión de mi cabeza se liberó. Las rodillas se me aflojaron y me desplomé al suelo. No. Miré la punta de mis pies, seguía erguido, era mi alma la que se había desplomado.
Porque había perdido para siempre. No importara cómo terminaran las cosas, ni cuantos días o años de vida me quedaran. Yo perdería en cada uno de ellos, lo perdería a Víctor una y otra vez hasta morir y no volver a despertar jamás.
Los últimos habitantes vivos que la Ciudad de Plata acobijaría se despidieron de ella con un agónico grito de dolor.
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