85
Me subí de un salto y contemplé fugazmente lo que había. El corredor era demasiado largo, tal vez de diez minutos de caminata. No llegaba a ver el final, pero a menos de nueve metros, había seis soldados alejándose, internándose en el pasillo para cerrar la puerta. Tal vez se podía manualmente.
Dos estaban de espaldas, tres se hallaban escudriñando en todas direcciones y uno se encontraba apuntando directamente al abismo como si supiera que veníamos por allí.
Era un hombre gordo con una armadura de plata bruñida. Fijó la puntería de su pistola hacia Kath, sin pensarlo dos veces, alcé la mirilla de mi arma y disparé.
Nunca había usado la escopeta más que para disparar balas al cielo y causar ruido y caos en la Ceremonia de Nacimiento, pero en aquel momento una de las balas rugió al ser despedida por el cañón, el olor a pólvora perturbo el aire y de repente el hombre estaba siendo empujado por el impulso del disparo. Soltó el arma, sus brazos se abrieron de la sorpresa, instantáneamente perdió la estabilidad de su cuerpo y cayó al suelo con una mancha rojiza extendiéndose cada vez más en el corazón.
Le había dado y lo sentí tan mal.
Max se encargó de uno de los dos soldados que estaban de espaldas, Kath fue por el otro. Salté el cuerpo del soldado derribado al momento que arrojaba el filo de la espada a uno de los tres centinelas que patrullaban y escrudiñaban en todas direcciones, recordé cómo Milla me había enseñado a aventar cuchillos en la infancia. Siempre decía «Dirige y arroja como si fuera una parte de tu cuerpo que lanzarás. Hazlo bien y luego vamos por un helado» Yunque tenía una puntería formidable, tal vez por eso había engordado tanto.
El filo de la espada se enterró lateralmente en la yugular, le hizo un corte limpio. El humano dirigió sus manos convulsas a su cuello mutilado, sus ojos reflejaron el profundo terror de advertir que solo tenía unos minutos de vida. Sentí pena por él, pero mi compasión no duró mucho porque uno de los soldados quiso atacar a Max, alcé mi brazo, desenfundé mi bisento y con un movimiento circular la tajeé la espalda. El hombre gritó, Max se dio vuelta y le disparó un dardo en el brazo. Kath derribó al siguiente de la misma manera que nuestro amigo.
Cuando terminábamos teníamos dos cadáveres y cuatro personas inconscientes. Max estaba jadeando, se quitó un mechón sedoso de cabello de la frente mientras su pecho subía y bajaba agitado. Todos estábamos fatigados de subir la montaña y combatir, mi pierna herida me dolía horrores, cada vez me costaba más moverla, tal vez se me estaba yendo el efecto de la anestesia y la adrenalina.
Él observó los cuerpos, la sangre y la carne abierta, hizo una mueca. Kath no demostró ninguna emoción, estaba como bloqueada por la perturbación que le provocaba partir de ese lugar, desarraigarse de toda su vida.
—Los mataste —advirtió después.
—Sí —acepté—. Se dirigía sospechosamente al centro de la pared, creí que podría cerrar las puertas manualmente —Señalé el pasillo.
Recordaba que hace medio mes, cuando Deb me escoltó hasta allí, luego de bajar a las alcantarillas caminamos por un corredor arqueado como ese, plateado y topamos con una compuerta bloqueada de la cual salió un rociador. Había muchas puertas en esos pasillos, escotillas que se cerraban para encerrar lobos en los caminos rodeados de plata, habían sido puestos por un inminente ataque, pero si no teníamos cuidado no nos dejarían ir.
Dudaba que me perdonaran la vida una tercera vez, después de todo, habían decidido mantenerme con vida porque no sabían lo que la doctora Victoria Martin descubrió: que yo soy inmune pero también puedo contagiar la enfermedad.
—Bueno —admitió Max encogiéndose de hombros y restándole importancia al momento—. Cada uno con los suyo. Yo que tú también estaría enojado después de todo lo que pasó. No vamos a culparte si te cargas a algunos... de los nuestros... —le costaba terminar la frase porque él ya no era del bando de los humanos.
—¿Quieres sus nombres? —preguntó Kath con la voz cargada de sufrimiento—. Él se llamaba Ethan Evans —explicó señalando al primero que había matado el que recibió un disparo y luego se detuvo en el que había degollado—. Y él era Ricardo Rojas, fue mi profesor de química.
—Sí, el mío también. Siempre me reprobaba —recordó Max y aferró el arma con ambas manos—. Nunca fui bueno en el colegio, ni respetando cualquier forma de autoridad, creo que por eso le caí bien a Dan y él se me acercó a hablar luego de que me castigaran a los siete por negarme a hacer flexiones.
Me sentí fatal, sobre todo porque pensar en el profesor de química me hacía pensar en Maestro.
—Lo siento... yo no sé qué... es que iban a matarlos a ustedes...
—Vámonos —sugirió Kath meneando la cabeza y mirando a los cuerpos—. Ellos ya no son humanos, ya no. O tal vez al revés, son demasiado humanos para nosotros.
De repente Kath cayó al suelo. No supe por qué, pero luego escuché pasos, giré mi cabeza hacia el final del corredor y la ladera de rocas escalonadas. De allí estaban trepando cuatro mujeres soldado.
—¡Nos atacan! —gritó Max.
Ambos nos arrojamos de bruces al piso, refugiándonos detrás de los cuerpos inconscientes.
—¡Revisa a Kath! —grité.
Max asintió y comenzó a arrastrarse hacia ella. Abrí fuego a los soldados, pero cada vez que derribaba uno trepaba otro. No podía hacerlos retroceder. Me quedaba sin municiones, había dejado recargas en mis bolsillos, pero no tenía alguien que me cubriera. Sabían que estábamos allí, alguien había dado la alarma, aquellos centinelas venían de los otros corredores, del laberinto, no hubieran podido llegar tan rápido de las parcelas de siembra.
Los soldados tenían unas armas extrañas que se veían como platillos robustos y despedían unas luces calientes y explosivas. Al tratar de refugiarse de la artillería con la que yo abría fuego su puntería no era tan acertada o sí lo era y le dieron al blanco. Hubo una luz cegadora y una lluvia de arenilla se derramó del techo, me obligué a cerrar lejos mientras sentía fragmentos de metal y piedra cayendo sobre mi cuerpo. El aire se volvió tórrido y comencé a sudar rápidamente. Oí un crujido rocoso. El techo se desmoronaría.
Agarré a Max sin ver lo que sucedía a mi alrededor, noté que él tenía a Kath sostenida del brazo, pasé mi mano por debajo de su axila, la alcé y corrí con él, internándome en el corredor mientras bloques de roca del tamaño de bicicletas o autos colapsaban tras nuestras espaldas. Caímos al suelo jadeando y tosiendo.
Habían tratado de aplastarnos bajo un derrumbe, pero no lo habían logrado. En cualquier momento vendrían más, solo teníamos unos minutos. Oía el crepitar del fuego. Noté que Kath y Max no se movían. Me acerqué hacia ellos, fui primero por Kath que había sido derribada antes.
Una bala le había perforado el pecho, justo debajo de su clavícula, se hallaba sollozando y gimiendo de dolor, había perdido una cantidad importante de sangre. Imité el sonido de una costa para calmarla, observando horrorizado que un reguero de sangre se le derramaba hasta los pantalones, la camisa de franela ya estaba completamente empapada.
—No, no, no, no, no —La giré y noté que no tenía una herida en la espalda, la bala continuaba dentro de su cuervo, hiriéndola como un parasito que convulsionaba su organismo.
La recosté cuidadosamente en el suelo. No sabía qué hacer, me temblaban las manos.
Estaba llorando en silencio, perdiendo la conciencia poco a poco, adormeciéndose por la repentina anemia, coloqué los dedos sobre su cuello, su pulso arterial bajaba drásticamente. Las llamas continuaban chasqueando, el polvo se adhería al sudor de nuestra piel. Estaba quieta, aterrada. Le barrí los mechones de cabello de la cara y le acaricié la mejilla. Mi corazón se encogía.
—Tranquila, todo estará bien. Tranquila, Kathie.
Max se quejó y se incorporó sobre sus brazos. Tenía un tajo en la cabeza, tan profundo, que se le abría como un surco, con los lados hinchados y morados. También estaba perdiendo mucha sangre, pero todo el aturdimiento que tenía se le esfumó cuando vio a Kath. Su rostro infantil, despreocupado y chispeante se contrajo en una mueca de dolor. Sus cejas se le hundieron en los ojos y su labio se erizó.
—No, Kath —Se le quebró la voz, agarró a su amiga del hombro y la sacudió—. Kath-Kath —La llamó tratando de sonar animado y sonrió entre sollozos.
Ella giró la mirada hacia él, las lágrimas continuaban desbordándose de sus vidriosos ojos verdes, se veían tan brillantes y desesperanzados.
—Maxie —Le dio la mano y él se la agarró—. Me duele.
—Lo sé, lo sé, ya saldremos de aquí —aseguró—. ¿Puedes ponerte de pie?
Ella asintió, pero solo le habíamos pedido permiso para cargarla porque era obvio que ella no podía ni siquiera alzar su cabeza. Max soltó el disparador de dardos, agarró mi escopeta, la llenó de municiones y me la dio con una mirada férrea y gélida, el chico bromista y compasivo había sido sepultado bajo el derrumbe.
Tenía la mejor puntería de los tres, me lo estaba pidiendo con la mirada. Agarré el arma mientras él cargaba con delicadeza a Kath.
Observé tras mi espalda, todavía quedaban huecos, los soldados podían vadear o trepar la roca y seguirnos. No habían obstaculizado la entrada. Íbamos a comenzar a movernos, pero entonces sucedió algo que no había previsto; él la besó profundamente en los labios, no como si fuera la última vez sino como si fuera la primera. Y creo que era la primera vez.
—Te amo Kath-Kath, perdón por tardar tanto tiempo en decírtelo. Eres la humana más hermosa de la ciudad, del planeta y de la galaxia. En cualquier época —rio de las cosas absurdas que estaba diciendo.
Hubo silencio, de nuestra parte y del resto, era la calma antes de la tormenta. Kath lo observó con sus ojos verdes bien abiertos, asimiló lo que dijo, se mojó los labios y añadió:
—Lo siento, pero solo te veo como un amigo —respondió ella, con la voz ronca.
—¿Qué? —preguntó él, absorto.
Kathie sonrió débilmente, lo que equivalía a una carcajada en su estado y para mostrarle que estaba bromeando besó su mentón porque fue el único lugar que llegó moviéndose. Él le hubiera devuelto el beso si no tuviéramos que habernos movido tan rápido. Comenzamos a correr en el pasillo blanquecino que tenía las paredes tiznadas de hollín o humo. Luego de unos minutos todo estaba tan impoluto como sino se hubiera derrumbado el inicio del corredor.
Había otros pasillos que conectaban con aquel y en cada momento que cruzaba una esquina sentía que todos mis sentidos se ponían alerta. Iba delante de Kath y Max, ellos se detenían, esperaban que les diera el paso libre y continuábamos.
—¿Qué fue eso con lo que nos atacaron? —le pregunté a Max, tragando bocanadas de aire a cada palabra pronunciada.
—Funciones.
—¿Qué?
—Le llamábamos así, ya casi no quedan. Son las herramientas con la que excavaron la caverna en los orígenes. Liberan energía y rompe lo que sea. Sólo había dos y estaban en los museos.
—Pues al parecer ya no.
—No, ya no.
—Alguien debió adivinar que el incendio lo provocamos para liberarte —explicó Kath con voz queda—, alguien que nos conocía.
Cuando creí que nunca ocurriría llegamos a la puerta, estaba milagrosamente abierta.
Íbamos a cruzarla, del otro lado teníamos otro corredor, un poco más largo, pero estábamos cerca de la salida, porque eso nos llevaría a la escotilla que desembocaban en las alcantarillas de las ruinas de la ciudad. Nos fugábamos de la ciudad por última vez en la vida.
Pero entonces salieron dos soldados de un escondite estrecho en la esquina. Iba a disparar, pero noté que eran pequeños, un chico de unos quince y una muchacha de dieciséis. Los dos llevaban armaduras de plata oxidada, unos extraños cascos purificadores de aire y capas. Todo les quedaba grande.
Dudé.
No iba a matar a niños.
—¿Qué hacen? —preguntó la chica, observó a Max y a Kath sus ojos se dilataron de pánico, ni siquiera reparó en mí, supe que eran amigos—. Vuelvan, por favor.
La chica suplicaba, tenía el cabello parduzco, la piel lívida, para nada bronceada y ojos casi amarillos. Levantó el cañón de un arma extraña, pero temblaba tanto que parecía que su propio cuerpo se revelaba contra ella. Había tanto silencio en la habitación que cuando la chica murmuraba con un hilo de voz oía el sonido de sus labios al despegarse y su ropa metálica susurrando.
—El presidente sabían que ustedes intentarían algo —bisbiseó, se subió la máscara purificadora de aire a la frente, para vernos a los ojos, eso era un avance—. Me dijo que no dejara pasar a nadie.
—No lo hagas, Martha —suplicó Max y Kath gimió de dolor, tenía los ojos cerrados, ella estaba casi inconsciente—. Es tu prima —musitó incrédulo como si no pudiera creerlo—. Está muriendo ¡Es tu sangre la que pierde!
Martha hizo una mueca con los labios como si pensar le doliera en aquellos momentos, como si fuera mejor seguir un instinto animal de vez en cuando. Sus ojos se llenaron de lágrimas ante la duda. El niño de quince a su lado la observó escéptico, él solo tenía un cuchillo, pasó el peso de su cuerpo de un pie a otro.
—Mátalos, Martha —La azuzó con la voz cargada de odio—. Son traidores. Mátalos, ahora.
Lo apunté a él. El niño me devolvió una mirada asesina. Martha, giró el cañón hacia mí.
—No, Mart —La voz de Max sonó amigable—. No lo mates, afuera están los amigos de Hyd. Él es el único que puede ayudarlos, él es el único que podrá calmar todo, el que está en los dos bandos...
—Él no pertenece a los nuestros —espetó mordaz el chico—, no me importa que la revolución tenga su nombre ni su cara.
—¡Ahí están! —aulló la voz de un soldado que venía corriendo con toda una caballeriza.
Mar se refugió en el marco de la puerta, al igual que el niño y nosotros. Ella nos observó con la boca abierta, el pecho agitado, asintió débilmente como si aceptara el destino que el mundo le había propuesto, observé el rostro de la chica, sus rasgos, el color de su cabello, aquellos ojos soñadores.
Era muy parecida a Dan, es decir a Frederic Fernsby, el chico de las fotografías que había en el refugio de Max, en todo momento ese chico sonriente había sido Dan, solo que me lo ocultaron.
—Váyanse, les daremos tiempo —dictaminó inflando el pecho.
Creí que el niño se revelaría, pero al parecer su lealtad no estaba con la Ciudad de Plata y sí con su compañera porque masculló una maldición en inglés, puso los ojos en blanco al momento que guardaba su cuchillo y desenfundaba una pistola de su tobillo. Hincó una rodilla en el suelo y abrió fuego contra el enemigo, aunque hace unos segundos nos había querido matar. Los soldados aullaron gritos de sorpresa. La chica nos dedicó una última mirada, se bajó de un golpe la máscara purificadora de aire y se apostó al lado de su compañero.
Los gritos colmaron el aire. Continuamos avanzando con Max y Kath. El corazón me retumbaba en los oídos, sentía mis latidos como el repiqueteo de un tambor que marcaba cada compás de la batalla. Girando por un corredor aparecieron más soldados, no sabía si había podido derribar a Martha y su compañero o si habían desembocado de otro pasadizo.
Nos refugiamos en la vuelta de una esquina. Comencé a cargar el arma mientras el rugido de las balas rasgaba el aire como si fuera una cuchilla chillante.
Max desplomó su espalda contra la pared mientras acariciaba y acomodaba detrás de la oreja los cabellos húmedos de Kath, estaba toda cubierta de sangre con su rostro pálido tiznado de cenizas y sudor. Ella le susurró unas palabras y no pude oír lo que decía, pero sí escuché la respuesta de Max.
—No morirás en la ciudad Kath-Kath, te lo juro. Estamos muy cerca del exterior, está afuera, todo lo que soñaste ver —Le dio un beso ligero en el dorso de la mano y se la sostuvo—. Está esperando por ti, espera un poco más por él.
Kath no se movía, incluso sus ojos se quedaron fijos en él, un suspiro se escurrió de sus labios y su pechó se detuvo. Las lágrimas se desbordaron de los ojos de Max, abrazó con resistencia el cuerpo laxo de Kath, el brazo de ella pendía sin vida al igual que la cabeza, él depositó su mano en la nuca como si tratara de calmarla, pero ella ya no estaba ahí.
—No, no, no, no, Kath, Kathie —sollozaba él, rojo de la ira, temblando del miedo de enfrentar un mundo sin ella, la sacudió—. Kathie, por favor. No.
Me paré de rodillas, refugiándome tras la arista de la esquina y comencé a descargar la artillería con los blancos. Pero ellos tenían funciones, o lo que fuera aquella cosa, trataban de sepultarnos bajo las rocas. Había más corredores de salida, sólo sacrificarían uno. No éramos más que eso, el sacrificio de una salida con tal de borrar a unos subversivos y un chico que había cometido el error de querer ayudar a toda la raza.
El suelo temblaba, el techo se fragmentaba y derribaba a pedazos. Cuando venía un destello cegador sabía que habían disparado la función y que sería seguido de una explosión. El aire estaba tan caliente como en el interior de un horno, notaba que no había oxígeno, las luces del techo se prendían y apagaban intermitentemente hasta que se extinguieron y las llamas fueron lo único que iluminaba el lugar. Había pequeños fragmentos de roca quemándose, que eran apagados por la polvareda, que se caía del techo. Encendí mi computadora.
Noté entre el humo y la bruma una silueta humana sosteniendo algo que parecía un cañón, entorné un ojo para ver mejor, suspiré, relajé mis hombros, dejé que mis manos se movieran automáticamente y jalé el gatillo. Al instante la persona cayó. Las explosiones cesaron.
Me volteé apresurado hacia Max.
Él había dejado el cuerpo de Kath en el suelo.
La había colocado como si fuera a dormir en un prado de flores, con las manos enlazas sobre el pecho, el cabello seco con sangre y sudor se lo había vertido sobre los hombros. El collar que Dan le había dado, que simbolizaba un trozo de carbón, colgaba de su cuello. Aún tenía los ojos abiertos, verdes, brillantes de lágrimas que se secaban y asombrados como si no pudiera creer que ese era su final.
Al verla se me rompió el corazón, literalmente, porque en lo único que podía pensar era en aquella noche que ella se había acostado en la cama conmigo; en cómo me había visto entre la marea de sábanas que nos separaban y me había dicho que la muerte de un joven, en especial del joven Jack Dawson, de la película que moría congelado, le parecía algo poética. Porque alguien joven jamás cambiaría.
Esta tierra nunca vería una Kath canosa, arrugada, adulta, poco aventurera o con pensamientos maduros, distintos o preocupaciones diferentes porque Kath se había congelado en esa edad para siempre, nunca más crecería. Se había ido a una tierra en donde el tiempo no existía.
Pero yo quería que saliera de la ciudad conmigo. Me había olvidado de cómo respirar, el llanto parecía arrebatármelo todo, apreté mi frente contra el cañón caliente del arma.
Max estaba parado de rodillas, observándola mientras se rompía en lágrimas. Lo agarré de la camisa y lo sacudí. La artillería del otro lado se reanudaba, el fogonazo cegador alumbró todo, lo aventé al suelo conmigo y un pedazo de corredor, tres metros atrás cayó. Al desprenderse esa parte del suelo se izó una bandera de tierra y polvo que nos lamió el cuerpo. Escuchaba pasos de soldados, el túnel volvía a temblar, el estallido de las rocas lo abarcaba todo, todavía no nos habían encontrado, pero pronto ocurriría y no quedarían ni siquiera nuestros huesos si nos alcanzaban con esa arma.
—¡Max, Max! ¡Debemos irnos! —grité por encima del estruendo.
Max me observó con los ojos aturdidos, perdidos, en otra época, tal vez en aquel momento él se hallaba hablando con Kath, riendo en una cueva que era solo de ellos o en un universo paralelo con Dan y Kath bailando bajo la lluvia de los rociadores cantando una canción antigua. No sabía dónde estaba Max, pero sabía que no estaba conmigo.
Estampé mi frente con la suya.
—¡Max, por favor! —traté de tirar de él.
Negó con la cabeza, plantó sus pies en el suelo, me arrancó el arma de las manos y desgañitó con todas sus fuerzas.
—¡CORRE, HYDRA!
Me empujó al momento que él corría hacia los soldados abriendo una cortina de fuego.
—¡NO, MAX!
No podía irme sin él. Iba a alcanzarlo, pero una ola caliente de fuerza, una corriente de polvo candente y rocas pequeñas, me empujó hacia atrás. Era una explosión. Todos mis órganos se contrajeron, mis entrañas se revolvieron como en una lavadora. Fui impulsado hacia atrás, me suspendí ingrávido en el aire. Olí fuego. Caí al suelo, hubo un pitido agudo, observé un techo de plata, había sangre allí.
Sangre y Plata.
Con esas últimas imágenes el cansancio me venció.
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