80

 En la puerta se hallaba la doctora Victoria Martin.

 Estaba como la recordaba, con una bata, de cabello rojizo al hombro y arrugas contorneando sus rasgos a causa de la mediana edad. Sus ojos estaban abiertos como platos, lo que me notificó que no esperaba encontrarme allí, abrió las manos y las separó levemente de su cuerpo como si no quisiera tocar el desastre. Sus ojos confundidos giraron aturdidamente por la habitación, pasando por las cajas de medicinas en el suelo y las estanterías volcadas hasta detenerse en mí, en las jaulas y en Víctor.

 Me puse de pie, tenso como la cuerda de un violín a punto de lanzar una nota. Ella meditó un momento, como quien planea.

Yo aferré mi bisento y la apunté, avancé por la habitación y ella retrocedió, aplastando o barriendo con sus pies frascos y cajas hasta chocar con la pared. Las luces rojas del sótano nos teñían de granate, nos veíamos como si estuviéramos en el interior de una barriga o un corazón. Coloqué la punta del arma en su estómago, si presionaba el botón la hoja saldría despedida y la partiría como una nuez. Ella sintió el filo del arma y se estremeció, su rostro se contrajo en una meuca de pánico.

—¿Dónde están las llaves?

—¿Estás vivo?

Más que una pregunta parecía una afirmación.

—¡Las jaulas! ¡Ábralas, ahora! —exigí, ella volteó la mirada hacia Víctor y sus ojos brillaron de miedo, no comprendía nada, se suponía que él llevaba desaparecido dos semanas y yo había muerto hace un día.

Se volvió hacia mí y trató de apartar el arma.

—Hydra, por favor, cálmate. No soy la villana aquí.

—¡No, no voy a calmarme! ¡Estuvieron experimentando con licántropos!

—Ya no —Negó apresuradamente con la cabeza—. Ya no son licántropos. Ya no más.

—¿A qué te refieres?

Escuché que Piano lloraba desde su celda, su lamento era tan angustioso que me quebraba. Ella sabía de lo que hablaba la doctora, de repente recordé lo que me había dicho «No puedo volver a casa» «Ya casi no puedo oír nada Hydra, no sé si tienes miedo»

Mi voz sonó cargada de asco, unas lágrimas aisladas se desbordaron de mis ojos.

—¿Qué han hecho?

—Los curamos. No solo nos diste una manera de ser inmunes, pudimos hallar una cura en ti —Sonrió con timidez, pero había un orgullo latente en aquella mueca—. Saldremos de la ciudad y los curaremos a todos.

—¡Nadie allá arriba quiere ser curado, para empezar, ellos no están enfermos! ¡Cambiaron, mutaron hace siglos, pero para mejor!

—Pero podrían elegir ser humanos, unirse a nosotros, podríamos volver todo como era antes.

—¿Quién demonios querría ser humano? Apesta ser humano, si yo pudiera infectarme lo haría.

Parecía una madre decepcionada.

—No estarás hablando en serio.

—Tú no viste lo que ellos hacen. Tienen dones, son más fuertes, son tan veloces que casi ni puedes captarlos con los ojos, pueden ver cosas que tú y yo no veríamos jamás. Los enfermarás en lugar de curarlos. Les quitarás todo eso.

Victoria se acercó a mí y apartó el arma de que nos separa, ella era consciente de que no podría matarla, sus ojos estaban fijos en los míos.

—Tú no viste lo que yo vi de ellos —espetó.

Alzando las manos, caminó discretamente hacia una pantalla al final de la cárcel, cerca de los muebles con medicinas que Víctor había desorganizado. La encendió con un movimiento de dedos y comenzó a teclear en un mando holográfico, continué apuntando por la espalda. Víctor corrió hacia mí en el proceso y se abrazó a mi pierna.

Ella se apartó de la computadora de escritorio, la pantalla comenzaba a emitir grabaciones de antiguas ciudades humanas siendo atacadas, personas siendo devoradas por licántropos. Se veían que gritaban y trataban de huir, pero eran como ratones cazados por perros. No tenían oportunidad. Era horrible. Le cubrí los ojos a Víctor. Los desmembraban y ni siquiera tenían la decencia de empezar por la cabeza o matarlos. No, los humanos sufrían mientras venían como se comían su propio cuerpo. Algunos parecían jugar mientras los masticaban.

Había tanta sangre en aquella ciudad humana que parecía irreal.

Agarré el hombro de Víctor y lo aparté, me adelanté un par de pasos y le derribé la pantalla de un golpe con el bisento. La tiré al suelo y la computadora se hizo añicos.

Ella retrocedió, pero no se dejó apabullar, continuó hablando bajo la luz roja, con determinación como si creyera que podría convencerme.

—Tenemos grabaciones, antiguas, de esas bestias —Alzó las cejas para comprobar que la escuchaba—. Mataban sanguinariamente, no importa con qué diplomacia se hayan disfrazado, no importa si viven en ciudades o qué leyes tienen, o si ahora mandan a sus hijos a escuelas, continúan siendo bestias.

—Todo cambia con el tiempo, ahora ya no son así —determiné con las imágenes perdurando aún en mi cabeza.

—Tenemos que convertirlos en humanos, llevamos planeándolo desde mucho tiempo.

Quise romperle la cara.

—Tú me usaste. Por mi culpa saldrán y matarán a todos.

Ella me observó con lastima.

—¿Pero qué dices, Hydra? —Meneó la cabeza con extrañeza—. No, no, tú no mataste licántropos. Tú los salvaste a todos. Nos diste humanidad.

—No.

—Sí ¿Qué no lo sabes? El plan antes de que llegaras era salir y matar a todos los licántropos con los parches o con balas de plata. Matar uno por uno. Luego planeábamos derribar las estaciones espaciales con los misiles de las antiguas bases militares humanas. Sabíamos que íbamos a morir nosotros y que solo aguantaríamos una semana sin sacarnos las máscaras de oxígeno, pero ese era el plan. Teníamos una semana para hacer una extinción masiva, que no quedaran ni humanos ni licántropos. Purgaríamos el planeta, nos vengaríamos y caeríamos en el intento. Mataríamos a todos. Iba a ser una masacre.

Inspiré aire, ella siguió hablando.

—Pero ahora, nos diste una manera de no morir, nos hiciste inmunes y nos otorgaste la posibilidad de curarlos. Les haremos elegir entre volverse humanos o morir —Juntó sus manos y observó compungida los cadáveres de las celdas, los que habían fallecido por dolorosas convulsiones—. Para algunos la cura puede ser letal, lamentablemente ya nacieron y crecieron con el virus, se gestaron con él y es difícil modificar su ADN sin que... sufra riesgo de muerte.

—No puedes hablar en serio.

—Hydra, escúchame, tú salvaste a las dos razas de la extinción. Me parte el corazón que creas que fuiste el tonto que mató a todos. No tienes la culpa de lo que está pasando, si no hubieras venido por las buenas te hubiéramos secuestrado. Ya lo habíamos planeado. Eso es completamente cierto, así que no vuelvas a creer que condenaste a la especie que te crio —Alzó un dedo como si pidiera tiempo—. Pero todo es por una buena causa, por un plan que no implique el exterminio de las dos razas, solo de una: los licántropos. Nosotros estuvimos desde antes. Debemos regresar a los inicios donde gobernaba el humano. Podremos volver a como todo era antes. Eres un héroe. No todo tiene que ser una masacre, los curaremos.

—Los enfermarán.

—Los volveremos humanos.

—Los volverán verdaderos monstruos —dictaminé y extendí la mano con la que no empuñaba la lanza de Dan Carnegie—. Deme las llaves doctora Martin.

—Hydra...

—Está loca. Todos ustedes lo están. Matarán a sus hijos, hermanos y abuelos para salir al exterior y asesinar y enfermar más familias ¿Qué no pueden ver lo crueles que son? ¡Iban a matar a niños!

Agarré a Víctor y lo coloqué tras de mí, no me lo sacarían, no a él. No quería que Víctor acabara con esas ideas locas de superioridad de raza en la cabeza.

—Hay que hacerlo —insistió ella— para que la humanidad no se extinga, ellos no pueden pelar y la revolución debe ser rápida para que no se transforme en una guerra. No queremos una guerra como tú te empecinas en creer. La Revolución que haremos será rápida, derribaremos las bases, los someteremos y ofreceremos la cura en poco tiempo, en días. Una semana o dos cuando mucho. Solo necesitamos eso para transformar al mundo entero y niños y ancianos que no pueden pelear retrasarían el proceso. La revolución con ellos se transformaría en una guerra. Hay que cuidar a los niños y ancianos, alimentarlos y no tenemos recursos para todos, por eso es mejor que se sacrifiquen por el resto. Solo hay recursos para los que pueden luchar. No existirá ningún humano que no sea un soldado, hombre mujer, adolescentes, infantes mayores de seis... todos ofrecerán su vida para la humanidad.

—No pueden...

—Desde el comienzo, antes de que tu vinieras, cuando planeábamos sacrificar nuestra raza para que muera la otra, se había decidido que lo mejor era que murieran ellos primero. Se votó. En esta ciudad votamos cada decisión, pero no por una cámara de representantes, cada ciudadano vota entre las opciones que cree correctas. Ganó la mayoría. Todos entienden lo que está en juego.

—Morirán, doctora Martin —Solté una risa histérica—. ¿Qué nadie entiende que matarán millones por un plan de mierda?

—No es la primera vez que los humanos sacrifican vidas por una causa. En la Guerra Fría sucedió, por ejemplo, Estados Unidos veía que los socialistas estaban tomando a los países de Latinoamérica, ellos no podían mantener su imperio capitalista si no tenían países que le suministraran mercancías. Entonces implantó su influencia a través de dictaduras militares en muchos países latinoamericanos, para controlarlos y explotarlos. Solo por eso. Los militares fueron duros. Millones de personas murieron en campos de concentración o clandestinidad. Todo para mantener el capitalismo que terminó triunfando. Ese sacrificio no le movió un pelo a nadie y todo el mundo lo sabía y lo ignoraba como si en realidad no hubiera pasado —Sonrió— porque lo vieron necesario. La Iglesia siempre hizo lo mismo, mató para cristianizar porque lo creían necesario. Niños murieron en cruzadas religiosas. También niños fueron enlistados a ejércitos africanos en el siglo veintiuno. Y esto sucedió con humanos cuerdos que vivían en un mundo libre. Nosotros —Se rascó histérica los labios como si quisiera reprimir una risilla nerviosa—, nosotros aquí abajo perdimos más que la paciencia. Ya no podemos titubear, no más.

Quedé mudo, estaba hablando con un monstruo triste e histérico, ahí ya no había humanos, o tal vez estaban más humanos que nunca.

—Si una muerte da vida, Hydra, no es en vano ¿Y me dices que no sacrifiquemos a un par de niños para salvar a toda una raza?

—Es que no salvarán a toda la raza, a ninguna. Asesinarán de los suyos para salir a la civilización de licántropos y enfermarlos, matarlos con los parches o convertirlos en humanos. Matarán para salir y matar.

—Debemos convertirlos en humanos. Esto lo hacemos también por familias —contestó indignada—. Las familias que murieron. Sé que en la Revolución Humana que haremos fallecerán muchos, pero en un precio justo a pagar. Todo este sacrificio debe ser dado por los niños que murieron desmembrados a causa de esos monstruos, las familias que fueron destruidas... solo somos una ciudad de humanos que quedó de todo un planeta ¡Estamos hablando de miles de millones de muertes! Todo un planeta fue exterminado por esas bestias.

Lo decía en serio, no había indicios de hacerla cambiar de opinión. Ella era la representación de toda la ciudad.

—¿Y nosotros qué? ¿Lo vamos a olvidar? Vivimos años aquí encerrados, como ratas, generación tras generación para suplicar que sean nuestros amigos cuando salgamos ¿Qué dirían las personas de esa grabación? —Señaló la computadora que había roto—. Los que murieron dolorosamente desmembrados, engullidos, tragados, defecados, nuestros ancestros. Ellos querrían que le mundo fuera como antes, que todos fueran humanos. Ellos querrían que hiciéramos la revolución. Ellos querrían venganza. Merecen un poco de justicia. Sólo piénsalo Hydra, todo un planeta de humanos asesinado ¿Qué importa el tercio de una pequeña ciudad para volver todo a la normalidad? Son niños y ancianos que se sacrificarán por toda una raza. Ellos entienden lo que hacen, lo aceptan. Irán con Dios, él los cuidará en su gloria.

Agarré la mano de Víctor, él me dio un apretón y se pegó a mi cuerpo.

—No podemos congeniar con esa raza —insistió la doctora.

—Ni siquiera lo intentan.

Ella rio.

—Los licántropos no tienen mascotas, no se llevan bien con otras especies, con ninguna, son solitarios. Y los humanos... —Se encogió de hombros—. Los humanos nunca fuimos de incluir a los demás en nuestros planes, es cierto que devastamos la naturaleza y creamos ciudades que nos dividen de lo demás ¿No lo entiendes? Dos razas inteligentes que no saben convivir... ni en un millón de años habrá paz si salimos. Eso ya lo sabíamos, por esa razón pensábamos suicidarnos y matarlos a todos. Llevamos generaciones planeando este golpe, desde que nos descubrió el primer licántropo.

—¿Quién llegó antes? ¿El escritor Botella Bortes?

—Él. Él cometió el mismo error que tú: quiso ayudarnos a salir. Escribió el famoso cuento infantil, lo publicó en su mundo y luego regresó para contarnos su idea de paz, nunca volvió a salir de la ciudad. La abuela de mi abuela fue la que decidió... volverlo un invitado permanente. Botella Bortes no entendía que era imposible salir por la paz. Creo que cualquier licántropo hubiera caído en el mismo error, se creen fuertes, pero son muy confianzudos e ingenuos. Débiles. Tontos. No creas que tú condenaste a la raza de licántropos porque cualquiera de ellos lo hubiera hecho. Por favor no vuelvas a condenarte por la revolución que se aproxima. Porque tú fuiste el salvador de todos, les diste una posibilidad de vivir, les diste tiempo. Ellos deberían estar agradecimos contigo, así como nosotros lo estamos.

Estaba cansado de escucharla. Coloqué el filo del arma en su abdomen.

—Deme las llaves.

—¿Los liberarás? —inquirió incrédula como si no pudiera creer que su discurso no me había hecho cambiar de opinión—. ¿No te preguntas por qué sigues con vida? ¿Por qué montamos toda esa farsa para que te creyeras uno de los nuestros? ¿Por qué te llamamos Dan Carnegie?

—Se lo pediré una última vez —Extendí mano frente a su cara—. Deme las llaves o la mato.

La firmeza de mi voz la hizo comprender que hablaba en serio. Asintió y sacó temblorosamente del bolsillo de su bata un manojo de llaves. Me las mostró, pero también se descubrió el brazo y me exhibió su computadora, la tenía apretada en la muñeca. Alzó sus ojos cafés y me observó como una maestra desilusionada.

—Pude haberlos llamado, a seguridad, al gobierno a cualquiera, pero no lo hice —Se quitó la computadora y me la dio—. Yo voté para que no te mataran Hydra, yo me consideré tu amiga desde el principio.

Le arranqué las llaves de las manos, agarré su computadora, le aventé las llaves a Víctor. Él entendió rápidamente la orden y comenzó a abrir las celdas, había parado de llorar, pero tenía los ojos enrojecidos e inflados, sus mejillas completamente húmedas y su nariz rojiza. Yo me ocupé en romper la computadora de la doctora, la tiré al suelo y le di un brutal pisotón mientras no dejaba de apuntarla.

Luego entré en la base de datos de la ciudad y reforcé las defensas para que nadie pudiera acceder a los controles de electricidad de la ciudad.

—Hydra —me llamó la doctora, pero la ignoré.

Piano caminó arrastrando los pies hacia mí, se veía un poco somnolienta y escéptica como si creyera que estaba soñando. La bata de hospital que vestía estaba tan sucia y su apariencia era tan decrepita que se veía como un cadáver más. Noté que se pellizcaba para comprobar que estaba despierta, se estaba haciendo sangrar. Se acercó a mí arrastrando los pies, su belleza era más intensa cuando estaba parada, su belleza era su fortaleza porque a pesar de que oscilaba de un lado a otro se mantenía erguida. Parecía que bailaba bajo las luces rojas.

Ella, tambaleándose, observó a la doctora, pero no había ni furia, ni rencor, o miedo en sus ojos. Sólo curiosidad. Dirigió sus manos a la clavícula de la mujer, que yo tenía aprisionada entre el filo del arma y la pared, y le arrancó un collar. Piano sostuvo la cuerda metálica en su mano con el dije de una cruz, acarició el metal, lo presionó, pensó y comenzó a llorar desconsoladamente.

La comprendí. El collar y la cruz eran de plata pura y ninguno de los dos le quemaba la piel. Piano se había convertido en una verdadera humana. La cura había funcionado en ella y no solo se sentía débil, se sentía ciega y sorda, lenta y con todos los sentidos dormidos. Jamás había oído a alguien llorar con tanta pena.

Víctor había terminado de abrir todas las puertas, pero solo tres personas habían salido, un hombre de mediana edad, una preadolescente rapada y de aspecto enfermizo y una mujer de piel cobriza y huesos prominentes. Los demás, más de veinte personas, estaban muertos. La cura de la licantropía era letal.

Piano continuaba llorando. Dejé de apuntar a la doctora y fui hacia la celda de Estéreo Puente. Estaba abierta, pero él continuaba de espaldas, abrazándose a sí mismo. No parecía tener ganas de salir.

—Eh, Estéreo, vamos, tu hermano te está esperando.

No se movía, le garré el hombro y lo sacudí. Entonces lo sentí, estaba rígido como roca, su piel se hallaba un poco tibia pero no ardiendo de fiebre. Él acaba de...

—Está muerto —dijo la adolescente, tenía una voz dulce, cejas castañas y la cabeza rapada, se veía con la mirada igual de perdida que Piano, todos estaban bajo el efecto de drogas—. Se murió, está muerto, falleció, se murió —arrastraba las palabras y continuó murmurando lo mismo, con su voz perezosa, como si hubiera caído en un bucle temporal.

Observé su cadáver, pensando en lo último que había dicho. No sabía qué me desgarraba más el alma, si pensar que había muerto contando los delirantes años de encierro que él creía haber vivido o pensar que el último abrazo que había recibido había sido el suyo. Había muerto solo, rodeado de personas.

Mis ojos se llenaron de lágrimas. Sentí que me temblaba el labio y las manos, pero el pecho lo tenía firme y bullendo de rabia. Me puse de pie y avancé con paso decidido hacia la doctora. Ella me sostuvo la mirada como si se preguntara qué iba a hacer.

Me volteé hacia Piano que lloraba en silencio, parecía ser la única que se encontraba en todos sus cávales porque los demás miraban aturdidos el suelo o continuaban repitiendo una y otra vez las mismas palabras.

—Llévatelos —le ordené—. Víctor —dije sin quitarle los ojos a la doctora— ve con ellos. No me esperes.

Saqué la computadora y la luz morada se fusionó con la roja, accioné algunas teclas y el crujido que se oyó, grabe y atronador, me confirmó que las puertas de la ciudad acababan de ser abiertas. Piano al escucharlas abrió los ojos, agarró a los demás presentes de las manos, como formando una cadena humana y comenzó a llevárselos.

—Ya todas las personas que saldrán para la Revolución fueron inyectadas —confirmó la doctora—, no harás nada quemando el depósito —Asintió—, lo sé, huelo la gasolina.

Mientras ella hablaba quedamos solos en la habitación. La apunté con el bisento y la miré a los ojos, continuaba llorando por Estero Puente, nunca había sido alguien de lágrimas, pero ahora no podía parar. No solo era de tristeza, eran de rabia, indignación, confusión, estaba tan encolerizado que ya no podía pensar. La Ciudad de Plata me había roto y cambiado de maneras que no creía posibles.

—Sabe lo que haré ahora Doctora Martin —era una afirmación no una pregunta.

Ella negó ligeramente con la cabeza, también llorando desconsoladamente porque una parte de su mente, la racional y realista, sabía cómo terminaría su día. Su último día. Dejó caer su cráneo contra la pared, cerró los ojos y apoyó las palmas sobre los párpados.

—No, no, no lo hagas. Hydra —me miró—. Yo te protegí, no sólo voté para que te dejaran vivir también escondí información sobre tu enfermedad. Se la quité a mis colegas, la eliminé. Si hubiera sabido eso te hubieran matado sin pensarlo. Te protegí desde un princi...

—Mataste a Estéreo, a Cuerda y más de los que puedo contar. Eres una asesina. Me das asco —Mi voz se quebró—. No puedo creer lo que has hecho. Te veo y trato de imaginar lo que hiciste. Tú creaste la cura ¿Hubieras ordenado que me secuestraran verdad?

—Yo le oculté algo a todos. Debes saberlo. Lo hice para protegerte. Si lo hubieran sabido...

Ella permaneció rígida.

—Me hubieras encerrado con ellos —Señalé las jaulas con la cabeza—. Jamás quisiste protegerme. No somos amigos.

—Estoy tan cerca de salir, no me mates ahora —suplicó su labio se arrugaba del miedo y su rostro se contraía—, no puedo morir en la ciudad. No estando tan cerca de salir. Quiero salir, por favor Hydra —lloriqueó—, solo quiero estar afuera.

Dudé, después de todo, yo no era un asesino, jamás había matado a nadie, pero sabía que no podía dejarla irse. El cuerpo de Estéreo seguía ahí, lo habían arrancado de su familia por toda su vida, al igual que los otros integrantes de la celda. Si ella quería salir para hacer justicia entonces yo podría decidir que muriera allí por justi...

De su boca brotó un hilillo de sangre, primero, como la gota que se desborda del grifo cuando abres lentamente la canilla, y luego se desbordó todo un reguero de saliva y sangre. Miré su abdomen y en el tenía enterrada la hoja del arma.

Lo había hecho, había apretado el botón y el filo del bastón había salido despedido como una bala. No sabía en qué momento lo había hecho. La miré azorado a los ojos.

El crujido de la pared me hizo saber que la había atravesado. También uno de sus huesos se quebró y crujió. Sus manos fueron instintivamente a la herida, como si quisiera cerrarla o tocarla con curiosidad. Le desenterré la hoja y ella cayó al suelo, encogida de dolor, su bata bebía con avidez la sangre que se le desbordaba. La posición en la que aterrizó me confirmaba que le había roto la columna vertebral y también el hecho de que perdió el control de su esfínter.

Quedé petrificado había querido que muriera, pero no quería ser yo el autor.

Me miró mientras temblaba, gimió, trató de mover las piernas. No podía hacer otra cosa que enroscarse de la agonía. Profirió un sonido inarticulado y abrió enormemente los ojos. Entonces supe que me quería decir algo.

Me acerqué a ella, mi oído encaró sus labios ensangrentados que me borbotearon gotas en la cara.

—E.. er...eres porta... portador. Eres portador.

—¿Qué?

—La... la cu...ra... eres portador.

—¿Yo porto la enfermedad?

—Falla.

—No entiendo —susurré alejándome de ella, estaba parado sobre su sangre.

—La cura. Er-r-res portador. Todo falla. El plan. El nuevo... —Se atragantó con la sangre y comenzó a toser, pero entre jadeos y sonidos inarticulados trató de continuar hablando—. El plan... Falla. La cura... falla. Er-res port-tador.

—¿El plan falla por mí?

—Hydra... por qué me has... hecho esto. Hydra...

Sus ojos murieron antes que sus labios. Su mirada quedó fija en mí como si en ella aun perdurara la urgencia de advertirme. Su boca había quedado medía abierta pronunciando la palabra «Hydra». Y sus ojos... No podía mirarlos porque en ellos había plasmado un sentimiento de perdón, como si comprendiera por qué lo había hecho y me perdonara todo. Como si de verdad hubiéramos sido amigos. Había muerto mostrando una mueca de benevolencia.

Me aparté y observé horrorizado su cadáver y los cuerpos de las celdas.

Entones recordé lo que me había dicho del antiguo plan de los humanos: generar un genocidio en masa y matar las dos razas. Purgar todo el planeta. Y en aquella habitación de pútrido olor y cubierta de sangre, la idea retorcida cobró sentido.

Porque cuando estaban muertos no podías diferenciar quiénes habían sido los monstruos y quiénes no.

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