8

—¿QUÉ VISTE A LA BRUJA DE TU MADRE? ¿Y AHORA ME LO DICES PEDAZO DE MIERDA? —gritó Mirlo propinándome un golpe en el hombro.

—Ay —dije acariciándome la piel donde seguramente florecía un moretón—. Acuérdate que no sano rápido, los moretones se me van en semanas no minutos —le recordé señalado su rostro recuperado y curado, sin labio partido ni piel morada e hinchada.

Dejé con esfuerzo el último costal de harina sobre la parte trasera de la camioneta, ella los levantaba con una sola mano como si fueran de pluma, tenía mucha más fuerza que yo. Cerró la puerta de una patada, tal vez por eso Pimienta nunca la prestaba. Alcé las bolsas restantes y las llevé hacia la cabina.

Había llovido, todo estaba húmedo, las luces coloridas de neón que atestaban la ciudad se reflejaban en el suelo como si de un espejo se tratara. La camioneta estaba rociada por pequeñas gotitas que se adherían a los vidrios como estrellas, era un invento que habíamos recuperado de las ruinas del mundo de los humanos.

—Pudiste haberme llamado ¿Recuerdas que cuando éramos niños y teníamos un código para el peligro? Aun lo recuerdo, podrías haberlo utilizado.

—No iba a gritar «CÚ, CÚ, CÚ, CÓ» en el hipermercado —protesté sentándome detrás del volante e introduciendo las llaves—. No iba a hacer ruidos de pájaros, Mirlo.

—¡Por favor, los soldados lo hacen! —insistió arrojándome las llaves.

Encendí el auto, meneando la cabeza y le resumí lo que me había dicho ella, lo del artículo que se publicaría acerca de mi enfermedad.

—A la manada no le importará que todo el mundo sepa lo tuyo, te apoyarán, son tu familia —Detuvo mis movimientos—. Mírame, no pretendas que no te importa ni te duele. Mírame, Hydra.

Miré sus ojos. Apoyó su mano encima de la mía, ambas descansaron sobre el volante, me impidió mover el coche. La ausencia de nuestras voces hizo que el ronroneo del motor lo abarcara todo, los automóviles de la ruta que contorneaba el hipermercado levantaban regueros de agua en el aire.

—A mí sí me importa —acepté— podrían perder sus empleos, podrían burlar más a Runa en la escuela, ya sabes que ella no lo tiene difícil con lo rara que es, si descubren que vive con alguien que...

—No les importará —aseveró con testarudez y hablando con dulzura, la primera cosa era común en ella, la segundo no.

—No quiero que sufran por mí —confesé preocupado, mirando profundamente sus ojos.

—No puedes tener lo que quieres, pero puedes tenerme a mí. Yo voy a estar siempre, Hyd.

—Gracias, Mirlo.

Me incliné hacia ella, nuestras narices se rozaron y la besé rápidamente. Mirlo era mi novia hace siete años, pero no éramos del tipo de parejas nos celábamos, tampoco éramos melosos, solo nos demostrábamos cariño cuando estábamos a solas y casi nunca sucedía. Sonrió y sentí la calidez de su aliento en mi rostro, me acarició la barbilla, su piel era callosa, dura y cálida como una manta árida o una piedra bajo el sol.

—Hueles a desespero —me susurró en el oído.

—Tú hueles a fracaso.

—¿Te gusta? Me lo puse para ti, se que te encanta esta fragancia —dijo alejándose de mí de un empujón, recostándose sobre la ventanilla y jugueteando con su cabello a modo de broma.

—Oh, me encanta ¿Compraste la fragancia en la tienda «Vida inútil»?

—¿Acaso me viste allí? —comentó siguiéndome la broma—. Luego de ahí me fui a «Valle desesperanza» ya sabes, para las compras, después de tomar un atajo por el Infierno.

Giré el volante alejándome de la sociedad y adentrándome en las hectáreas de bosques, mi zona de confort.

—Iré a vacacionar allí, al Infierno, es hermoso en la temporada de verano.

—Ni que lo digas. El otro día me crucé con Satanás —contestó ella, bajando la ventanilla y ubicando su brazo sobre el marco.

—¿Cómo están sus niños?

Sacudió una mano con desinterés.

—Ya sabes cómo son: unos diablillos.

Reí, ella extendió un brazo, enterró sus dedos en mi enroscado cabello, sacudió la mano allí, despeinándome y luego me acarició mi mejilla cetrina. Comenzó a desabrocharme la chaqueta como quien no quiere la cosa.

—Para, chocaré —dije entre risas.

Le mordí el dedo y apartó la mano riéndose también.

Cuando llegamos Betún estaba en pleno auge.

Todos los hijos de Milla estaban en el desván. Runa y Rueda se hallaban peleando como de costumbre, sobre los sillones, se caían al suelo y continuaban trepándose a otros. Remo, con su alborotado cabello rubio estaba repartiendo naipes en el suelo y practicando sus maniobras como estafador. No era precisamente un orgullo familiar. Mar caminaba de un lado a otro con su teléfono celular, tomándose selfis y pisando los naipes de Remo.

Tibia cargaba en sus brazos al hermano menor de Mirlo: Radio de tan sólo dos años y parecía cantarle una canción. Su esposo Cuarzo trataba de hacer que las antenas de la televisión se encontraran en la posición perfecta para sintonizar algo, Circo y Pan gritaban cuando veían una imagen entre la estática y daban sugerencias.

Pimienta estaba simulando interés a las cosas que anotaba Maestro. Él era un profesor que daba clases de historia en la secundaria y había colocado en el desván una pizarra para preparar sus lecciones, siempre me prestaba sus libros, tenía una biblioteca enorme apilada debajo de su cama, todas las cosas que yo sabía eran a causa de él.

Cartílago, el hermano de Tibia, estaba en la cocina con su esposo Nuca. Al lado de ellos se hallaban Milla y Rudy, preparando la cena de hoy y envolviendo sándwiches para la Ceremonia de mañana. Las primas Tiara y Argolla, de piel amarrilla y ojos rasgados, se hallaban decorando la casa para la Ceremonia, ambas trabajaban en un taller de arte vendiendo cerámica, en el pueblo y siempre se encargaban de los adornos.

Arma, una mujer de cuarenta, bajaba las escaleras con el cabello húmedo, al verla, Pato, un niño de trece, gritó que siempre tardaba horas en ducharse y corrió hacia arriba seguido de su hermana Panda, de dieciséis, la cual le ordenaba que ni siquiera pensara en ocupar su lugar. Ambos hermanos se veían casi iguales siempre, mientras más crecían más se parecían. El abuelo Tuerca relataba la tediosa historia de cómo su antecesor se había conquistado esas tierras porque se quedó dormido cuando se desató la lucha por el territorio y se quedó con lo que nadie quería, hace más de cien años. Los desafortunados que la escuchaban otra vez eran Yunque y Ceto.

Al verme pasar la puerta ambos se pusieron de pie y corrieron hacia mí pisando los naipes de Remo.

—¡Cuidado! ¿Qué no ven que estoy aquí? —se quejó sacudiendo sus brazos a la desesperada y reagrupando todas las cartas dispersas para retirarse a otro sitio.

—¡Hydra, Hydra, hydrahydradrahy! —llamó Ceto como si tuviera miedo de que desapareciera en el aire, me agarró de los hombros y me arrastró al porche donde había juguetes de Rueda y Radio dispersos por el suelo.

Mirlo tropezó con uno, su rostro denotó fastidio y entró a la casa suspirando porque si había alguien a quien no insultaba ni gritaba jamás era a sus hermanitos.

—¿Fuiste con mamá? —pregunté.

—¡No desvíes el tema! —me regañó Ceto.

—Ajám —concordó Yunque.

—No hay tema, no hablamos de nada en todo el día...

—Shhh —me silenció Ceto colocándome un dedo en los labios.

—Ajám.

—Aquí yo hago las preguntas.

—Ajám.

—Yo no había preguntado nada... —traté de explicar, cansado.

—¿Dónde te habías metido? —interrogó, interrumpiéndome y mirándome fijamente.

—Ajám —repitió Yunque cruzándose de brazos.

—Pareces un perico repitiendo todo el tiempo ajám —opiné observándolo detrás del hombro de mi hermano.

—¡El único pájaro aquí eres tú! —contrarrestó Yunque— ¿Y sabes qué pájaro eres? ¡Una gallina! ¡Eso eres!

—Una gallina es un ave, no un pájaro. Hay diferenci...

—¡Porque sabías que este día llega el correo semanal! —continuó— ¡Y te escondiste como la gallina que eres! —me recriminó manteniendo sus brazos anudados, alzando su barbilla y sosteniéndome la mirada, me desafiaba, estaba molesto.

—¿Fueron a ver a la gobernadora? —inquirí, sacudiéndome los hombros para que las manos de Ceto se cayeran, pero él me agarró con más fuerza.

—Nada educados, por cierto —expuso Yunque resoplando—. Nos quisieron echar, tuvimos que pelear —se sorbió la nariz—, luego vino la gobernadora, nos hizo pasar, nos ofreció unos dulces de la puta madre y luego me dijo que parara de comer porque estaba gordo ¿Puedes creerle?

—Ehhh...

Ceto me comunicó con la mirada que le siguiera el juego, miró el techó y carraspeó con naturalidad.

—Ehhh... —titubeé otra vez—, no sabe nada.

—Lo mismo pensé yo —aseveró Yunque, abriendo enormemente los ojos y asintiendo—. Ya sabes lo feo que sería, todos dicen que los licántropos con sobrepeso son más humanos que otra cosa porque la obesidad era una enfermedad que inventaron ellos, no la naturaleza. Y no quiero parecerme a un humano, qué vergüenza. Me prometí jamás tener sobrepeso.

—Este... no creas lo que dice la gente —concluí.

Yunque era un chico de veinte años, medía metro sesenta, tenía una barriga que podía usar como abanico y más tetas que Tibia y eso que ella estaba embarazada. Gordo era una palabra chica para describirlo. Su cara mofletuda finalizaba con una papada envuelta en una barba rubia, su cabello era dorado como el sol y sus ojos azules.

Era alérgico a muchas cosas, incluyendo su propio pelo cuando se transformaba. Le faltaban tres dedos en la mano derecha, precisamente sólo tenía el pulgar y el dedo índice lo que convocaba muchas burlas ya que parecía que todo el tiempo estuviera haciendo armas con su mano o formara la L de «Luser» lo que significaba perdedor en la misma lengua muerta que figuraba en el nombre del pueblo. También había perdido el menique de su mano izquierda y la mitad de su oreja derecha.

Lo vi siendo alumbrado por la luz que se escapaba de la casa y tenía el porche de un color anaranjado, mi mejor amigo era del tipo de personas que mi madre aborrecería. Sacudí la cabeza y les relaté todo lo que me había dicho mi madre y cómo me la había cruzado en el hipermercado.

—¿Así que conoces al doctor Termo Ternun? —inquirió mi hermano con recelo ya que no había secretos entre nosotros, nunca había habido.

—No, te lo juro, jamás lo vi en mi vida, no sé cómo se enteró de mi condición —aseguré.

—La carta, dale la carta —Yunque azuzó a mi hermano dándole palmaditas en sus abdominales.

Mi hermano era la persona más fuerte y resistente de toda la casa, incluso de toda la ciudad, gastaba la mayor parte de su tiempo libre ejercitándose, corriendo o levantando pesas. Era veloz, sus sentidos estaban agudizados, sus reflejos actuaban con la presteza de una computadora, no podías sorprenderlo con nada, sanaba tan rápidamente que a veces dudabas de que se hiriera alguna vez. Sus ojos eran cafés, su rostro anguloso, con la quijada bien marcada y unas pestañas espesas contorneándole la mirada carismática. Su torso tenía la forma de una flecha invertida, de espaldas anchas, su piel cetrina estaba tensada por sus trabajados músculos y sus brazos parecían dos cañones de poder. Tenía suerte con las chicas, con chicos, ancianas, vejetes y con lo que se propusiera porque había que estar deschavetado para no quererlo.

Su sonrisa fácil y su positivismo de comercial eran su marca registrada.

Pero en aquel momento no estaba sonriendo. Él sacó un papel arrugado del bolsillo de su overol.

—Lo siento, le derramamos jugo encima.

—Y otras cosas, pero se sigue leyendo —aseguró Yunque, juntando sus índices con el pulgar y subiendo y bajando sus manos.

Abrí consternado el bollo de papel y leí.

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