71
—Le diré a Max —dijo quitándose las sábanas y parándose de un salto.
—No pienses siquiera en llamar a Deby —demandé.
Ella sonrió, estaba en ropa interior, comenzó a ponerse unos pantalones de plata, con muchos bolsillos laterales, una remera y una sudadera. Toda esa ropa debería pesarle. Enarcó una ceja y acomodó su cabello cobrizo y enmarañado fuera del cuello de la remera.
—¿Tensiones entre ustedes?
—No.
—No importa Deby no puede venir, está con su padre ahora.
—¿Haciendo qué?
Kathie se mostró herida.
—No me dijo —Hizo un sonido con la boca como si saboreara algo desagradable—. Me dijo que Max y yo éramos demasiado tontos para entenderlo.
—Que se pudra.
Kathie se encogió de hombros, ya estaba vestida. Nos fuimos por la puerta de entrada. La ciudad estaba desolada a esas horas de la noche.
Max no esperó en la esquina de una avenida. Estaba descalzo, al igual que nosotros, sobre el suelo húmedo de la ciudad, allí casi nadie usaba zapatos, tenía unos pantaloncillos holgados, el pecho descubierto y una capa metálica atada al cuello. La temperatura era cálida y los árboles de la acera condesaban la oscuridad. No sabía si eran árboles reales o sintéticos, tampoco me interesaba.
Mientras caminábamos nos topamos con mi dibujo, el que había trazado de un lobo pidiendo que no le mintieran. Me preguntaron si yo lo había hecho y lo negué, creí que resultaría divertido lo evidente de la mentira, lo mal hecha que estaba, pero eso en lugar de hacerlos reír los preocupó demasiado, como si hubiera alguien más que yo capaz de dibujarlo.
Se pusieron muy serios y apretaron el paso.
Luego Kath le relató a Max lo que había pasado en la cena de esa noche, él me dio unas palmadas en la espalda felicitándome por mi falta de buen juicio y por ser un cretino con nuestro jefe.
—Boss Raines is an idiot. We dream of screaming at him —Notó mi desconcierto y agregó—. Soñábamos con gritarle, hacerle zancadillas o poner chiches en su silla.
—Oh son tan malvados —ironizó Kath—. Me ponen los pelos de punta. Es la represalia más madura de la historia.
—Nos divertíamos pensándolo —se excusó Max—. Mi abuelo a veces nos daba ideas divertidas.
Ella rio.
—Vaya, cenar con el señor Raines, nunca lo imaginé... Y Jane Raines —rio otra vez—. Parecía que olía mierda ¿o no? Como si le diera asco y miedo.
—Asco y miedo ¿Cómo si se viera la cara al espejo? —preguntó Max—. Si es que su enorme cuello no ocupa todo el reflejo.
Reímos.
—Con sus collares luminosos —añadió Kathie—, podría iluminar toda la ciudad.
—La pones en la orilla del mar y funciona como faro —propuse, ellos rieron.
—Eres tremendo, Dan —concluyó Max—. Aunque totalmente diferente eres igual de divertido que el viejo Dan.
Llegamos al sector industrial.
No era la parte más turística de la ciudad, allí proliferaban los colores oscuros, los edificios cuadrados e idénticos, las manchas de grasa y el olor a carbón. No había árboles ni plazas ni nada que pudiera despejar la mente, solo algunos candiles con tierra seca y troncos arrugados, secos y encogidos. Las manzanas eran a lo sumo una veintena, extendiéndose en un amplio círculo con una plaza central, donde supuse, pasaban sus tiempos de recreo los obreros de todas las industrias. Las fabricas estaban ubicadas al lado del río para verter allí algunos residuos. Rodeando los edificios había una valla bastante alta.
Eso era todo lo que había visto con binoculares desde la azotea de los edificas a los que sí tenía acceso. Pero en aquel momento, desde el suelo, todo se veía mucho más grande, potente y amenazador, como si pudiera aplastarme.
Max fue por nuestras bicicletas. Dijo que las dejábamos a una cuadra del sector industrial.
Pensé en cuánto tiempo Dan había dejado su bicicleta amarrada, tal vez lo había hecho con la intención de volver, tal vez lo había hecho sabiendo lo que le ocurriría.
Nos montamos a ellas, identifiqué la mía rápidamente. Era una roja que estaba dibujada de cabo a rabo, había caricaturas en el manillar, en el sillín, en los pedales y en los tubos inferiores y superiores. Los mejor de las bicicletas eran que estaban plegadas, se veían como una maleta de dos ruedas, una detrás de otra, que podías transportar como mochila.
Kath me enseñó a desplegarla y extenderla, luego repitió el movimiento conectado piezas, plegándolas y encogiéndolas hasta el tamaño portátil. Cuando la desdoblé nuevamente, me monté y conduje hasta una de las entradas de la valla que rodeaban las fábricas.
Me quedé atrás mientras Max y Kath les decían a los guardias de la casilla de vigilancia, que se olvidaron sus computadoras, aquellas que cada habitante tenía en la muñeca, en la plaza de recreación. Trataban de que le cedieran el paso. El guardia había estado durmiendo en su turno, eso me desalentó porque si hubiera movimiento dentro de las manzanas industriales él no estaría en plena siesta. Por suerte eran amigos del vigilante, él los dejó pasar y regresó a supuesto sin mirarme.
Agaché la cabeza por si acaso, a modo de saludo.
Cuando estuvimos dentro, lo suficientemente lejos de todos Max gritó, alzó los brazos y aumentó la velocidad, su capa ondeó con el viento y su piel pálida, que nunca había tocado el sol fue descubierta, infló el pecho y condujo tomando los callejones más empinados y las calles más vacías.
Kath paladeaba a mi lado, íbamos más lento porque yo manejaba como borracho, tenía la coordinación embotada. Su cabello rojo cobrizo se agitaba como un manto negro en la oscuridad y reía. Su risa era como un mantra, igual que el ronroneo de los gatos.
—Este lugar se ve diferente cuando está vació —evidenció Kathie.
—¡Gózalo Kath-Kath! —sugirió Max, estirando los brazos como si fuera un pájaro planeando—. Grita Dan ¡Todo se disfruta más cuando se grita un poco!
Seguí su consejo y grité, sintiendo el viento en mi cara, Kath hizo lo mismo, parecía que no existía nadie más en la ciudad que nosotros.
Sin embargo, no me dejé distraer del todo, estaba atento, viendo las calles.
Los edificios eran altos, algunos contaban con hileras de chimeneas como dientes que quisieran tragar el cielo, otros tenían ventanas cuadradas con los cristales sucios, explanadas de carga, talleres de depósitos o tuberías. Más que nada había muchos caños en el suelo que serpenteaban por las paredes, las veredas, las calles, se retorcían y formaban un entramado confuso por el cual era muy difícil andar. Algunas calles tenían tubos de drenaje tan altos que tuvimos que retroceder y transcurrir por otra despejada. Había muchos charcos de agua o goteras de las azoteas.
Cuando llegamos a la fábrica más alta Max se desmontó de la bicicleta con la voz ronca, se masajeó el cuello donde tenía anudada la capa, rio y entró al edificio por una salida de emergencia que era insignificante. Me dijo que el acceso principal estaría bloqueado a esa hora y que aquella no era nuestro lugar de trabajo, pero que era el único edificio que descollaba sobre todo el sector. Mientras ellos me esperaban en la puerta subí las espaleras de emergencia, que eran de rejilla metálica, hasta la azotea. Allí pude ver todo el panorama del sector industrial.
Escudriñé cada manzana por un cuarto de hora, pero no había movimiento, ni soldados desmontando una fábrica de armas, ni nada que resultara sospecho. Estuve un poco decepcionado, actuaban como si no tuvieran nada que ocultar. Después de una hora Max y Kath subieron para preguntarme si tenía suficiente, se los veía aburridos y querían irse.
No iba a rendirme, pero ya no tenía tanta convicción de que era Hydra Lerna como cuando desperté. Tenía la mente confundida por los medicamentos, saturada de información. Esperé dos horas más, pero la quietud era única.
Regresé a la calle un poco decepcionado.
—¿A dónde quieres ir ahora? —preguntó Max recargándose sobre la base de un farol, la luz blanca lo iluminó como si fuera una visión fantasmagórica.
—No... yo... —Suspiré y me senté sobre el bordillo húmedo—. Me da igual. Ya no sé lo que quiero.
Kath me miró entristecida como si su corazón muriera de a poquito. Se puso de cuclillas a mí lado, colocando los codos en sus muslos y dejando caer sus manos en las rodillas. Lo pensó un poco y propuso con voz gentil.
—Se me ocurre un lugar —Alzó la mirada a Max—. ¿Qué hora es?
—Son las cinco y media de la mañana —contestó él mirando el reloj que tenía colgado en su cinturón—. En una hora amanecerá.
Miré el edificio que había dos cuadras abajo, era el único que no tenía chimeneas, ni ventanas, ni nada, parecía una caja cuadrada. También era muy alto, se veía su estructura oscura recortando las luces de bóveda de la caverna.
—¿Qué fabrican ahí? —pregunté señalándolo con la cabeza.
—Parches —contestó Kath con naturalidad.
—¡Eh! —protestó Max como si ella hubiera metido la pata.
—¿Qué? —pregunté yo.
Hubo un silencio denso y sumamente incómodo y sospechoso en donde Max me dio la espalda para agarrar su bicicleta y donde Kath se mordió el labio, se puso de pie y se montó a la suya.
—¿Qué son los parches? —Me levanté y sentí una sensación de vértigo por las drogas, luego de recuperar el equilibrio pregunté otra vez—. ¿Qué son los parches?
Kath meneó la cabeza con arrepentimiento.
—No debí haberte contado, nunca te gustaron y en parte te fuiste por ellos.
Max se mostró más relajado cuando mi prima dijo eso, pero se veía arrepentido y triste, su vitalidad menguó, se veía lánguido, como un enfermo.
—Lo sabrás después de un tiempo ¿No? —preguntó Max alzando un hombro con desinterés, apoyando su bicicleta en la base del farol y abriendo las manos como si no tuviera nada que ocultar—. Eres un fisgón, a fin de cuentas, lo averiguarás, pero no nos metas en líos contándote ¿Por qué saberlo ahora? Si quieres un resumen son cosas que le ponen a los animales.
Me mareé otra vez y esta vez Max me sostuvo en brazos.
—El aire en esta zona apesta —apuntó hablando maduramente—. Sé a dónde Kath-Kath quiere ir —Me sonrió chispeante—. Sé que te encantará y solo tenemos media hora antes de perdernos el espectáculo así que vamos.
—¿A dónde vamos?
—Al pasado.
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