67
Pasamos todo el día allí. Primero jugamos a las cartas y mientras lo hacía vi que había muchas fotografías en la cueva. Algunas del abuelo de Max, de personas que no conocía y en particular de un chico de cabellos rojizos, ojos marrones y mirada soñadora.
Ese chico estaba abrazado de Max e incluso estaba colgado de su abuelo, también cargaba a Deby en sus brazos como si se fueran a casar y había otras imágenes donde Kat y él estaba riendo a carcajadas. No había fotografías mías, pero ni me molesté en preguntarles por qué, sabía su respuesta, de seguro yo siempre había estado detrás del lente de la cámara, capturando los momentos felices. Me interesé más por el chico pelirrojo.
—¿Quién es él?
Todos guardaron silencio como si la fiesta se hubiera terminado. Kath tenía mirada llorosa, Deby se veía alarmada y Max parecía que presentaba un funeral. Se aclaró la garganta, dio un paso hacia mí y dijo:
—Él se llamaba... este... —Se la aclaró nuevamente, colocó las manos en su cadera, miró el cielo y parpadeó como si quisiera evitar lágrimas, luego cerró los párpados y los presionó con sus dedos—. Lo siento, ya va —suspiró cuando volvió a mirarme tenía la mirada tan húmeda como ellas—. Le decíamos Kamikaze, pero se llamaba Frederic Fernsby.
—¿Qué le pasó?
—Se mató —contestó Max con voz melancólica.
—¿Se mató?
—Se suicidó, supongo que siempre fue un poco kamikaze. Era muy amigo nuestro.
Kat se dirigió a la salida.
—No sabía que tenías eso Max. Debes sacarlo —sugirió Deby, bastante molesta, apretando el labio en una fina línea.
Max sacó todas las fotografías de Frederic Fernsby y las cargó en sus brazos con fastidio, tenía las orejas rojas, la nariz colorada y los ojos húmedos. Parecía que se estaba aguantando un llanto muy abundante, de esos que te barren hasta la memoria. Sus músculos se tensionaron.
—Sí, bueno, quería ver la cara de Kamikaze por última vez. Y creí que a Dan este lugar le refrescaría la memoria.
Yo estaba en silencio rememorando las fotografías que había memorizado mi cabeza. Max metió con aire derrotado las fotografías en una caja, las sonrisas de Frederic Fersby fueron selladas con una tapa de cartón. Alzó la caja con él y la ocultó en otra recamara.
Me quedé en silencio con más dudas que nunca porque no había ninguna fotos mías con Frederic Fersby. Al parecer no éramos amigos o el chico de las fotografías era el verdadero Dan Carnegie y estaba ante el primer desliz del plan de los humanos para engañarme. La primera falla que ni el gobierno había pensado en que pudiera ocurrir porque nadie más que Max y Dan conocían el paradero de la cueva. Es más, en la caverna no había ninguna foto de mi cara o la de Víctor.
Pero eso no explicaba las cicatrices que yo no tenía y todo lo demás.
Luego de eso Max quiso borrar el ambiente triste de la guarida y dijo que me quería trasmitir conocimiento.
Me dio un cuchillo y me quiso enseñar a lanzarlo a una diana, pero tenía recuerdos de Milla enseñándome eso y resultó que no le fallé a ningún tiro. No importaba de dónde lanzaba ni qué tan drogado estuviera siempre clavaba la daga en el blanco.
Luego fuimos a la entrada de la cueva, él colocó unas latas en fila y me ilustró cómo disparar bien. Me dio un arma que era idéntica a la que los humanos tenían en los libros de historia y la que nosotros teníamos en casa. La de él estaba un poco oxidada y denotaba que había sido sumamente usada. Al parecer ellos no habían fabricado nuevo armamento porque estaban encerrados abajo y los licántropos nunca lo habían hecho porque no creían en las guerras.
Los humanos eran fanáticos de las armas, desde que crearon la lanza, el arco y la flecha ¿Por qué continuaban usando viejas pistolas?
Kat y Deb se cubrieron las dos bajo una manta porque en los confines rocosos hacía un poco de frío, se sentaron sobre una roca y fueron el público que aplaudía y bramaban cada intento, pero yo también tenía recuerdos de Rudy y Milla enseñándonos a cazar animales para la cena. E hice volar a cada lata de un disparo, al principio ellas aplaudían y Max sonreía orgulloso, pero cuando derribé la última todos tenían una expresión pasmada y aterrada.
Deb tenía la boca abierta del asombro, Kat los ojos como platos y Max estaba cruzado de brazos un poco más pálido de lo normal.
—Where did you learn that? —Dejó caer los brazos, parpadeó con la mirada cargada de escepticismo—. I mean... dónde aprendiste eso.
Me encogí de hombros.
—¿No era bueno?
—No, nunca fuiste bueno, sólo en dibujos.
—Pues ahora las cosas se revertieron porque apesto en dibujos.
Max miró a Deb en busca de una explicación como si ella supiera algo.
—No entiendo —le dijo.
Ella tenía la mirada férrea y se encogió de hombros, luego me miró a mí.
—Eres raro —admitió él—, eres muy raro desde que volviste, edición limitada.
—A veces me pregunto qué hicieron los licántropos contigo —susurró Deb.
—Bueno —accedió Kat—, no le digas a mi papá nada de eso, nada de nada a tío Andrew. Queríamos enseñarte a defenderte para... —Enmudeció e hizo un gesto desinteresado debajo de la manta—, para lo que sea, pero ya sabes así que... —Colocó el índice sobre sus labios.
Me encogí de hombros otra vez. Cuando regresamos a la cueva, Max se colgaba de mi espalda y continuaba alabándome con una chispa de alegría infantil.
—¡Disparabas como una puta máquina! You are amazing, man! You... woah....
Hizo ademán de que estallaba su cabeza y me palmeó el hombro tantas veces que trastabillé, Kat lo agarró del brazo y le pidió que se calmara.
Entonces él fue por la radio vieja, la colocó sobre una mesilla, la encendió, sintonizó una emisora hasta que encontró música antigua. Una mujer cantó melancólicamente a un amor perdido, estaba en inglés y no entendía mucho.
Ese chico no se quedaba quieto en ningún segundo.
Él se inclinó como un caballero del antiguo mundo, seguro era un gesto que le había enseñado su abuelo. Extendiendo la mano hacia ella mientras ocultaba la otra detrás de su espalda. Los ojos verdes de Kat centellearon de antojo, tenía el cabello húmedo suelto sobre sus hombros y la ropa holgada y oxidada cubriéndole el cuerpo. Se colocó con timidez un mechón detrás de la oreja, asintió aceptando la invitación y le agarró la mano. Sus dedos se deslizaron hasta la muñeca de él, se meció lentamente hasta chocar con su cuerpo y apoyó su oído en el corazón de Max, como si quisiera saber si continuaba vivo.
Max recostó su mentón en la coronilla de ella, cerró los ojos y marcó lentamente el ritmo. Bailaron bajo las luces que iluminaban las paredes de roca oscura, en aquella guarida del mundo exterior y el mundo inferior. Era como un rincón apartado de todo lo dañino.
Se veían como si fueran dos hilos que pudieran unir todo un tramado, como si hubieran nacido y vivido toda su vida solo para llegar a ese momento. Max estaba tranquilo, pero por sus cejas inclinadas parecía que sufría el contacto con Kath. Era como si se clavara un chuchillo en el corazón, o si se tragara un veneno dulce y adictivo. Ella también parecía triste, pero dispuesta a quedarse, sin arrepentimientos.
De repente tuve ganas de dibujarlos, saqué mi bloc de la coraza de cuero que llevaba, desenfundé un lápiz de una muñequera en donde guardaba carboncillo, humedecí la punta tratando de plasmar la imagen y comencé.
Deby estaba bebiendo una segunda cerveza, sentada en el otro extremo del sillón mohoso y de lana donde yo me encontraba. Repiqueteaba sus dedos al ritmo de la música. Zanjó con sus ojos la distancia que nos separaba, se trasladó hacia mí, apoyó su cabeza en mi hombro y contempló la hoja, luego sus ojos se detuvieron en ellos.
—No te sale nada mal.
—Bueno —respondí preguntándome si sería muy descortés alzar el hombro para que se cayera.
—Oye, Dan —me llamó.
—¿Qué?
—Dan.
Me agarró del mentón y me giró la cabeza.
—Baila conmigo.
Traté de ladear la mirada para regresar al dibujo.
—Yo...
—Por favor, Dan —parecía que me estaba pidiendo que no la matara, que me rogaba minutos de vida—. Sólo una última vez.
Solté mi bloc de hojas.
—Está bien.
Nos pusimos en el centro de la cueva, que era la pista de baile, ella rodeó con sus brazos mi cuello y yo su cintura. Comenzamos a mecernos suavemente. Olía a malva y eso me agradaba, pero quería que terminara todo rápido para volver a lo mío. Ella sonrió, colocó su cabeza en mi clavícula y comenzó a susurrar, su aliento me hacía cosquillas en el cuello.
—Antes de que te fueras, una semana antes, fuiste a mi casa a mitad de la noche.
No dije nada.
—¿Lo recuerdas?
—No sé.
No.
—Me dijiste que si no te acompañaba me arrepentiría por el resto de mi vida. Así que me levanté y te seguí. Me llevaste a los cultivos de maíz, hectáreas de plantas con hojas que si no eres cuidadoso te cortan. Me cubriste con una capa para proteger mi piel y cuando nos internamos en las profundidades me pediste que esperara. Como eran las tres de la madrugada los aspersores comenzaron a funcionar, era como... —Enmudeció—. Era como si lloviera.
—¿Yo hice eso? —pregunté sin creerlo, yo no era tan romántico que supiera.
—Entonces me miraste, estábamos empapados y comenzaste a cantar, lento e inseguro, pero lo hacías. Te observé un largo rato entre fascinada y escéptica, una parte de mi cabeza me decía que continuaba dormida en mi cama y la otra te agradecía por aquel descubrimiento.
—¿Qué descubriste? —pregunté.
—Descubrí que la ciudad no me hacía feliz, eras tú Dan. Eras mi mejor amigo y me hacías tan feliz. Luego me enteré que esa noche era tu modo de despedirte de mí porque a la semana siguiente te ofreciste para salir al exterior y dejar la carta. Eso me rompió el corazón. Cuando te fuiste regresé a los cultivos y esperé a que los regaran, pero lo que caía era solo agua. No era nada mágico ni especial. No era lluvia —Me miró—. Tú eres magia Dan Carnegie y me duele haberte perdido.
—Sigo aquí —susurré para calmarla porque se la veía demasiado alterada.
Ella meneó la cabeza, cerró los ojos y descansó su frente en mi barbilla.
—No, no, nunca terminarás de creer que eres Hydra Lerna, una pequeña parte de ti siempre creerá que es mentira ¿Verdad?
No respondí.
—¿Verdad? —me presionó.
—Verdad —contesté.
Ella se apartó de mí, con los ojos anegados en lágrimas. Comenzó a retroceder como si le hiciera daño, se cubrió la cara con las manos y se marchó a la salida. Max y Kath no notaron nada. La seguí, vi cómo se internaba en un camino de roca pronunciada y oscura como la brea.
—¿A dónde vas? —pregunté.
Ella se volteó y se barrió las lágrimas de sus mejillas con las manos.
—No debería interesarte.
—Recuerdo todo Deb, de la vida de Lerna —admití y me abrí de brazos—. ¡Lo recuerdo todo!
—Por favor, detente, yo... yo creí que funcionaria —confesó pateando una roca del suelo—. ¿Sí? Creí que podría llegar a sacarte eso de la cabeza. Pero me equivoqué.
—¿Harás que me encierren? —pregunté y me sorprendí de que no había miedo en mi voz.
Ella se rio de la ironía.
—Pero si desde que llegaste a la ciudad estoy tratando de evitar eso ¿Crees que soy la mala aquí? —Cerró los ojos y respiró aire trémulamente— Si supieras todo lo que estoy haciendo por ti, no me odiarías tanto, pero no lo ves y nunca lo verás.
Comenzó a marcharse y mi voz la detuvo.
—El día del hielo.
—¿Qué? —preguntó volteándose.
—El que te prometí que te contaría, el día del hielo.
—Dan eso no...
Ella iba a negarme que eso había sucedido, pero no le dejé intentarlo.
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