62
Cuando desperté sentí la luz sintética de un falso sol en el cielo. La ventana tenía unas cortinas blancas que estaban quietas porque no había brisas frescas en la Ciudad de Plata.
Me quedé bastante rato en la cama, mirando el cielo y preguntándome qué harían en Betún en aquella hora de la mañana. Casi podía oír a Rudy preparando el desayuno en el piso de abajo y gritándole órdenes a todos. Los niños corretearían en las escaleras, jugarían carreras, la pierna de Papel estaría casi sana. La anciana Pan traería el periódico con Circo y Remo seguramente estaría practicando sus trucos de cartas para estafar a alguien.
Me lamenté de que no aparecieran, porque si tuviera indicios de que me buscaban al menos sabría que existen.
Ni siquiera sabía por qué me quedaba allí, en la ciudad, si no era Hydra Lerna y había venido solo entonces no había nadie a quien buscar. No había Ceto, ni Mirlo ni Yunque escondidos entre sus edificios. Aunque no me dejaran irme podía tratar de escapar.
Pero aun así no trataba nada, una parte de mí se negaba a aceptarlo, a irse sin ellos.
Me puse de pie, me vestí rápidamente, no había mochilas en ese lugar así que un poco reticente comencé a atarme las cosas al cuerpo o cargarla en cinturones y bolsas ceñidas a mi pecho, como hacían las personas que vivían allí. Me puse una coraza de cuero, y de allí colgué un cuaderno en blanco, algunos lápices de carboncillo y un cuchillo que encontré en un mueble de la habitación. Cubrí mis piernas con un pantalón holgado, para mi pesar no hallé zapatos.
Debajo de la cama encontré un bisento: un bastón con dos hojas adosadas, largas, anchas, ligeramente curvas, punzantes y cortantes. Era como un cuchillo que en lugar de empañadura tenía filos aserruchados en ambos extremos. Uno de los extremos salía despedido cuando accionabas un botón situado en el medio del bastón.
El filo de la hoja fue expulsado por un mecanismo de resortes y voló hasta quedar clavado en la pared, el concreto se hizo añicos, una nube de polvo caliente se esfumó rápidamente; un cable metálico, que zumbaba electricidad se suspendía entre la hoja y el resto del arma, estaba oscilando por la fuerza con la que había sido expulsado. Cuando presioné nuevamente el botón, la cuerda metálica se plegó como si fuera un resorte y regresó a la normalidad.
En el bisento estaban talladas unas letras: D.C.
—Dan Carnegie.
Me lo colgué a la espalda.
Los humanos tenían armas letales y geniales. Los licántropos no ostentabas tales artefactos, solo tenían las armas ceremoniales para la Ceremonia de Nacimiento y eso quería decir que eran antigüedades, indumentaria, más un disfraz que cosas para combatir en una guerra. La nueva sociedad no producía armamento de ningún tipo, sólo algunas pistolas que portaba los vigilantes o porras. Nada más. Aunque les gustaba luchar, generalmente era una sociedad pacifica en términos internacionales o bélicos.
O eso creía, tal vez las cosas no eran así allá afuera y yo lo imaginaba porque lo único que tenía en exceso era imaginación.
Los siguientes tres días continué con la misma rutina.
Me levantaba antes de que mis supuestos parientes pudieran despertarse y me iba a caminar por la ciudad. Especialmente buscaba rincones abandonados, donde gente podría esconderse, trataba de pulir mi arte y dibujar. Pero Yunque siempre había sido mejor en los bocetos.
También dibujaba sus rostros, para no olvidarlos. El de la manada y el de ellos, dibujaba a Mirlo. Especialmente a ella, la idealizaba en mis dibujos, la bocetaba un poco más alta, con más senos y menos caderas, pero cuando lo hacía me ponía feliz porque no importara que tan perfecta la pusiera en la página, la Mirlo original siempre terminaba siendo más bella que la modelo de mis dibujos. A Ceto lo dibujaba con menos quijada.
Luego trazaba un mapa de la ciudad e iba tachando los lugares donde no estaban, especialmente los edificios abandonados, los subsuelos saturados de gente y los callejones.
Los dibujos eran un asco, muy hoscos y abstractos, pero noté que me tranquilizaba zambullirme todo el día en las hojas y la tinta.
En realidad, lo mío siempre había sido las computadoras y la mecánica, pero dibujar era lo mismo que freír comida en Gornis: me ponía la cabeza a raya.
El primer día fue más fácil pero el segundo mi tío estaba esperándome despierto en el desván, así que me escabullí por el pasillo, entré otra vez en mi habitación y me fui por la ventana. Al tercer día estaba plantado en el jardín así que tuve que subir al último piso, fugarme por una de las ventanas más altas, escabullirme por el tejado de un vecino, saltar a su jardín, esquivar a su perro dormido, sortear una verja y aterrizar en la esquina de la cuadra.
El cuarto día mi tío estaba tomando el café, como quien no quiere la cosa, en el cordón de la cuadra de enfrente, con vista panorámica a cada rincón de la manzana. No tenía alternativa así que lo encaré, caminé hacia él con mirada torva y pasos airados. Andrew Carnegie sostenía un periódico y me observaba por encima de su taza con aire divertido.
—¿Estabas esperándome?
—Hola, Dan —Dobló su periódico y lo depositó en sus rodillas—. ¿A dónde vas tan temprano? El sol todavía no ha salido.
Ambos miramos al astro aludido.
—Ese no es el sol —respondí bajando la cabeza hasta él.
—Y yo no te estaba esperando.
—¿Tomas café en la calle? —pregunté hosco.
Él alzó su taza como si brindara.
—Por la buena compañía, la gente se pone a charlar y el sol falso te da en la cara cuando asoma sus primeros rayos de luz. Es vigorizante.
Lo esquivé y comencé a caminar por la calle desolada.
—Hoy cenamos a las ocho —alzó la voz para que lo oyera.
Las noches eran lo peor de todo, siempre invitaban a alguien a cenar. Al segundo día traté de recordarle que se suponía era mi casa y yo podía decidir quién entraba y no, por lo cual, no quería a nadie asaltando la cocina. Pero no pareció importarle y me dijo que me vendría bien refrescar la memoria y cenar con mis amigos más íntimos.
Mis amigos más íntimos eran tan pesados como una encuesta telefónica, no recordaba a ninguno de ellos y no podía encariñarme de ninguno porque eran imposibles de querer. Lo único que me provocaban eran ganas de sitiar otra vez la puerta de mi habitación.
Oraban siempre antes de comer y después de hacerlo. Se persignaban muy seguido, sabía de ese gesto porque me lo había contado Maestro, garabateaban una cruz entre su cara y su pecho, de lo más escalofriante. Sabía que la cruz pertenecía a una antigua religión, una que se perdió con el tiempo. Pero ellos no jugaban con esos rituales místicos como hacían los licántropos, ellos lo creían de verdad.
Luego de la cena me revisaba un doctor, generalmente era el vagabundo, y se cercioraba que tomara unos medicamentos que me embotaban la cabeza, me hacían temblar y desorientarme. Siempre me obligaban a tomarlos o me amenazaban con el hospital mental. Cuando los ingería mis mapas no tenían sentido, mis recuerdos parecían hechos en otro idioma, me costaba leer las señales, agarrar el lápiz y otro montón de cosas que se hacen con una mente despejada; además de que me ponían un poco sentimental, dócil y gentil.
Me deprimían, me dejaban vulnerable y me quitaban carácter férreo.
Hasta incluso demoraba en responder preguntas sencillas, me volvían un verdadero tonto.
La tercera noche vomité después de que me obligara a tragarlos, así que para la mañana del cuarto día tenía meramente las ideas al margen y estaba un poco más obstinado y tenaz.
Con mis dibujos salía a buscar esperanzado, pistas de que era Hydra Lerna, pero no encontraba nada de mi interés. Ni siquiera manchas de sangre o cabello que indicara que había ocurrido una transformación lobuna en algún callejón o edificio abandonado. Nada por el estilo.
Escudriñando la ciudad noté que eran más religiosos de lo que pensaban, estaban cargados de cruces con un Jesucristo calvado a ella y sufriendo para la eternidad. Era extraño que lo hicieran como una muestra de amor a ese hombre porque si yo me muriera no quisiera que mis seres queridos hicieran una pintura o una escultura del momento de mis agonizantes últimos segundos. Incluso si mi muerte se trataba de un sacrificio a la humanidad, no me agradaría que la recordaran de esa forma.
No había visto ninguna pareja homogénea como Cartílago y Nuca. Del mundo en el que venía era muy normal cruzarse con matrimonios o novios de ese tipo, pero allí no existían como si fuera imposible amarse sin condiciones. Actuaban de forma tan antinatural que no le encontraba sentido.
Continuaba hackeando sus defensas y sus sistemas de seguridad, pero no encontraba nada en las grabaciones. Estaba mejorando mucho mi inglés, de tanto leerlo en la computadora. Al segundo día, persistente en la idea de ser Hydra Lerna, no queriendo abandonar la mínima esperanza, busqué grabaciones de Víctor. Él había estado toda su vida en la ciudad de Plata, pero no encontré nada de él en lo que registraron las cámaras del orfanato y el colegio y otras calles circundantes.
Los cierto era que tuvieron una semana para borrarlas o borrar a Víctor de la grabación, había estado ausente por ese tiempo. Pero esa excusa tenía tan poco fundamento que no podía aferrarme de ella y flotar en el mar de dudas que se ensanchaba a cada día vivido en esa ciudad.
A veces gritaba, cuando recordaba a la perfección un rostro de la manada, lo dibujaba y luego trataba de bocetar a Kathie, el tío Andrew o algún invitado del día anterior.
Estaba gritando en ese momento, acostado en la terraza en un edificio que estaba abandonado porque tenía cita de demolición al día siguiente, la estructura estaba vieja y dentro de dos días lo detonarían.
«Hoy cenamos a las ocho»
Miré el reloj de mi computadora, cuya proyección flotaba sobre mi antebrazo y despedía un fulgor perlado y azulado. No me la había quitado desde que Deby me la dio.
Faltaba media hora para la cena. Me aclaré la garganta seca, me puse de pie y fui hacia allí maldiciendo a mis amigos cercanos que se presentarían esa noche.
Cuando llegué a la casa el vicepresidente Andrew Carnegie estaba en la cocina, preparando la cena, los últimos días se había tomado unas vacaciones para poder molestarme más seguido y vivir en la casa de su difunto hermano.
No deseaba condolerme de su dolor, pero Andrew había perdido un hermano y yo bien sabía cuánto se sufría esa perdida. Al final terminaría apiadándome y conmoviéndome de ese humano, sentía que mis defensas caerían.
Podía oír que escuchaba música desde allí, también olía vegetales cosiéndose a fuego lento. Él también tenía el oído aguzado, me oyó cerrar la puerta y se acercó con un repasador en las manos, entró al desván secándose los dedos. Vestía una camisa y pantalón con fibras de tela y metal. Cuando me vio, sonrió y dispersó el trapo sobre su hombro derecho.
—Ah, Dan ¿Cómo te ha ido?
—Bien.
—¿Qué has hecho?
—Nada.
Quería salir rápidamente del desván, y de la casa en sí, las sonrisas de la familia muerta o de Víctor me sentaban mal. Sobre todo, porque ya no sabía quiénes eran los de los cuadros.
—¿Me echas una mano? —Señaló el umbral de la puerta de la cocina, que conectaba al comedor y la sala de estar.
—No.
—Vamos, no será mucho, a ti siempre te gustó la cocina, tanto como los dibujos. Además, los invitados de esta noche son especiales —Agarró el repasador y lo comprimió en sus manos nuevamente—, sé que te alegrará verlos.
Fui liberándome de la coraza de cuero, estirando las correas mientras lo acompañaba a regañadientes hacia la cocina. Tiré mis cosas en el piso y vi que trataba de preparar pastas con salsa. Me quedé solo con los pantalones y las correas de mis brazos, pero en ese lugar no solían escandalizarse por la falta de ropa. Sin embargo, yo no era de ese lugar, fue a mi habitación por una remera y regresé a la cocina al momento que la pasaba por encima de mi cabeza.
Sobre la mesada había verduras, artículos de cocina en uso, cuchillos y una radio que entonaba la música que él usaba. Cómo no lo había pensado antes. Traté de justificarme. Era la primera radio que veía desde que me despertaba.
Me lancé desesperadamente sobre la radio, como si tuviera miedo de que se desvaneciera y de hecho, lo tenía, porque ya no sabía qué era real y qué no. Pero mis músculos torpes y mi mente ofuscada que no podía controlarlos tiraron varias cosas de la mesada hasta poder cogerla. Los cuchillos repiquetearon al caer sobre el suelo de plata.
Me deslicé contra la pared y me senté de culo sobre lo azulejos metálicos, moviendo la perilla de la radio, cambiando las emisoras. Tenía forma de caja y una antena que se estiraba.
El presidente me había dicho que ellos podían captar las señales de una estación de radio de licántropos, que así había descubierto a Hydra Lerna. Solo podían conectarse a una emisora entre tantas de licántropos, pero con una era suficiente. El señor Carnegie me observó preocupado con sus ojos avellanas, las arrugas de sus párpados se acentuaron a cada segundo.
—Dan ¿qué haces?
Encontré la estación y comencé a escucharla.
Si era Hydra Lerna y había desaparecido Milla había informado a las autoridades; solo se hablaría de eso en la radio, del único humano que nació entre licántropos y que desapareció luego de recibir correspondencia de la Ciudad de Plata, un cuento para niños que se hacía realidad. Era un avance histórico.
Estaban trasmitiendo una música rítmica y alegre, me agradaba, Arno Mayer había dicho que la música de esa estación daba asco, pero era lo mejor que tenían los licántropos, nunca habían sido buenos creando arte, poemas o melodías. Ellos no tenían ese no sé qué creativo del que gozaban los humanos.
Luego de unos segundos la música se detuvo y habló un presentador: «Mis audioespectadores, ya sea que estén en sus casas, en el tráfico, en el trabajo o escuchándome desde una nave espacial orbitando lejos del planeta, quiero decirles que hoy es un hermoso día de invierno en la ciudad Regardote» Conocía esa ciudad, estaba en un estado, cerca de nuestro pueblo, una vez habíamos tenido que ir allí por una muestra de cerámica de Tiara, habíamos estado medio año ahorrando para pagar el pasaje de tren de toda la manada.
«El sol despunta sobre el clima frío, unos siete grados centígrados y probabilidades de nieve por la noche. Hoy la gobernadora de la ciudad de Mine, la señora Andrómeda Lerna, ha negado ser madre del humano Hydra Lerna. Como saben, hace casi dos semanas, se dio a conocer que nació el primer humano entre nosotros. Al parecer tener el linaje manchado no le hizo a la gobernadora perder las elecciones, tiene a todas las encuestas de opinión a su favor. Es tanto el respeto y el miedo que obtiene de la población que aún sin finalizar las elecciones todos aseguran que ya las tiene ganadas. Así que le llaman gobernadora de todos modos»
«Y cómo no hacerlo, ella impone respeto. Una mujer como ninguna otra. Aunque me suena un poco petulante de su parte, Dardo»
«Así es, Farol. Hay especulaciones de que se presentará para ser presidenta del País 19 en unos años. Tal vez dos, que es cuando inicia la convocatoria»
«A mí me gustaría tener un humano de presidente, dicen que piensan diferente a nosotros, me gustaría saber cómo son»
«Por estos momentos Hydra Lerna mantiene un perfil bajo, aunque ayer, según fuentes periodísticas, se puso en contacto con el doctor que lo desenmascaró: Termo Ternun...
Andrew me apagó la radio y me la sacó de mis temblorosas manos. Él había estado mirándome mientras yo escuchaba hasta que había decidido que era suficiente.
Todo en mí temblaba, pero en el dorso de mis palmas las venas se me dilataban al tratar de contener los espasmos. Las escudriñé ¿Eran mis manos? Unas gotas se vertieron allí.
Estaba llorando, lloraba mucho. Las lágrimas habían bajado cuando había escuchado el nombre del pueblo y recordado la aburrida muestra de cerámica de Tiara y Argolla. Y continuaron bajando en tropel mientras oía la voz de los comentaristas. Mi mente estaba en llamas como si colapsara.
Podían haber colocado la radio apropósito, a sabiendas de que la escucharía y podían haber inventado una estación de radio para que yo la buscara y la escuchara. Para convérseme de que no era Hydra Lerna. Pero ese pensamiento, que había tenido los últimos días, el que luchaba contra el mundo, ya se estaba cansando de combatir. Resollaba y entonaba sus últimas palabras, esa idea esperanzadora se estaba muriendo y mientras lo hacía me mataba a mí también.
Eran las píldoras, los medicamentos me estaban volviendo más crédulo y llorica.
Mis sollozos sonaban patéticos y quise romperle la cara a Andrew... a mi tío por escucharme y quedarse plantado en mitad de la cocina, mirándome fijo.
—Por favor, Dan, solo te haces daño a ti.
Lo observé, me sequé las lágrimas con las mangas de mi remera, pero era de metal y en lugar de absorber el agua salada solo la esparció.
—Es que no quiero ser Dan —Negué con la cabeza—. De verdad que no ¿Por qué me hacen esto? ¡Ya les di muestras! ¡Los ayudé! ¡Solo déjenme ir!
Él hincó una rondilla y se inclinó hacia mí. Estaba sentado en el suelo, debajo de una cruz con un hombre calvado a ella y gritando de dolor para la eternidad, con una corona de cardos en su sangrante cabeza.
—Nadie te está haciendo nada, Dan. Fuiste tú, siempre. Saliste al exterior a buscar a Hydra Lerna y... te extraviaste, tú cuerpo regresó a la ciudad, pero a veces me temo que tú no. Siento que tu cabeza sigue dando vueltas por afuera. Por favor, si algún día quieres hablar de eso, de lo que viste en el mundo de los licántropos y te asustó tanto...
Me puse de pie, recomponiéndome.
—No hay nada de qué hablar —Negué con la cabeza otra vez—. Mi mente está en blanco. No hay nada ahí, Andrew, sólo recuerdos vívidos de algo que se supone que nunca pasó.
—Hablé con un psiquiatra, él dijo que te diera espacio, que es un mecanismo de defensa para una mente perturbada. Pero esos recuerdos que te pasan por la cabeza pueden ser vívidos, pueden parecer reales, aunque nunca hayan sucedido. Es tu mente creando todo para defenderte de algo que descubriste de los licántropos y no quieres recordar.
—Es que sucedieron ¿Sí? Yo... no quiero pensar que no.
—¿Qué viste allá afuera, Dan? ¿Qué te hicieron los licántropos? ¿Están creando armas?
Me negué a responder esas preguntas absurdas.
—Esos recuerdos son reales, sucedieron. Yo...
Entonces sucedió algo que no había planeado. Él me abrazó, con fuerza y cariño, al principio que quedé congelado esperando a que él recargara sus fuerzas morales en mí, que me estrechara en sus brazos el tiempo que necesitaba y luego se apartara, pero se demoró. Y sin pensarlo le devolví el abrazo. Sentí una extraña sensación de alivio, tan palpable como la espalda de él debajo de mis manos, sin duda se trataba de la droga que me dejaba mentalmente frágil.
—Todo mejorará —susurró cerca del oído.
No, sólo Mirlo me susurraba ahí o en cualquier otra parte. Me alejé.
Lo más triste de haber imaginado una novia era haber imaginado alguien tan perfecta. Ella era graciosa, era maleducada, cariñosa, extrovertida, honesta, de corazón frágil y temperamento tormentoso. Tenía tanta confianza en ella misma y en mí que no enredaba la relación en pantanos latosos como inseguridades de si la quería o celos. Le gustaba un poco el café, pero por temporadas. Cuando se enojaba se cruzaba de brazos o ponía los ojos en blanco. Le gustaba el negro, la tierra y las caminatas largas. Era mi mejor amiga, si tenía doble turno, ella se sentaba en la mesa del mecánico a verme trabajar y si ella tenía doble turno yo iba hasta su puesto de trabajo y la miraba o simplemente le sonreía desde mi rincón en cada momento que giraba a verme.
Y no sólo eso, era sexi. De aquí al infinito. Era sexi cuando se levantaba, sin maquillaje, con los ojos hinchados en la mañana y cuando se arreglaba para nuestro aniversario.
Si al menos fuera un poco más ordinaria no la echaría tanto de menos. Pero sabía que Mirlo era alguien ordinaria entre las demás muchachas, solo que para mí era única.
—No quiero cenar hoy —dije, aturdido de sus recuerdos.
—No lo hagas. Está bien. No hay problema. Puedes quedarte en tu habitación cuando vengan tus amigos —tranquilizó Andrew Carnegie.
—¿Quiénes? —inquirí con la voz mecánica de siempre.
—Max, Deby y mi colega Arno Mayer.
Pensar en Arno Mayer era ver en mi mente sus numerosos anillos y sus gafas.
—Ya —susurré ronco.
—Solo quiero verte mejorar, Dan, por favor. Los psiquiatras del hospital quieren hablar contigo, pero los mantengo a raya porque sé que estallarás si alguien quiere hablarte de lo que te pasa. Pero no sé cuánto tiempo pueda alejarlos ¿Me entiendes, verdad? Tienes que...
—¿Podemos hablar de esto mañana? —supliqué.
Él abrió la boca para protestar.
—No me iré a ningún lado —prometí sin fuerzas—. Mañana me quedaré aquí.
Selló sus labios en una mueca triste y asintió. Frente a él arrastré mis piernas hacia la despensa, saqué el frasco de medicinas que me obligaban a tomar y me tragué dos. Eso pareció complacerlo, eso ofendió a la vocecilla en mi cabeza que protestaba, cada vez con menos fuerzas, la voz que se negaba a caer en el engaño estaba cayendo en el olvido.
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