59
Me quedé en la orilla tratando de pensar en algo.
Era una ardua tarea razonar, incluso mis movimientos eran lentos y torpes, como adormecidos.
No podía salir de la ciudad, eso estaba seguro, significaría la muerte de mis amigos, esperaba, escondidos.
Pero si me quedaba protestando que era Hydra ellos me tomarían por loco y me encerrarían y eso terminaría por matar a mis amigos también ¿Debía seguirles el juego hasta que se me ocurriera algo mejor? No podía ser verdad que me preguntara algo como eso.
Era Hydra Lerna, lo sabía y tenía un hermano gemelo, un amigo con mala suerte, que sufría por todo, y una novia que era atractiva, mandona, con debilidad por los niños y vestía de negro. Estaban vivos, lo sabía porque siempre estaba al tanto de lo que le sucedía a Cet, teníamos como una conexión especial. O al menos eso me gustaba pensar.
Había compartido toda la vida con él.
Cet siempre había estado ahí, era como el cielo, uno no podía evitar vivir sin mirar el cielo al menos una vez al día, siempre estaba ahí, ya sea con tachuelas en la noche, truenos y relámpagos o con un sol en la mañana. Uno sabría cuando desaparece todo el cielo, simplemente es algo que no solo no puede pasar desapercibido, sino que no puede desvanecerse. Es imposible.
Me negaba a pensar que lo había perdido. Sabría si lo habían asesinado, lo sentiría en mis huesos como aquella vez que lo vi ahogarse. Estaba en la ciudad, escondiéndose, solo debía encontrarlo sin que los humanos se dieran cuenta y sacarlo. Estaba vivo y existía.
Pero no podía quedarme allí diciendo que era Hydra. Estaba convencido de ello, lo era, sin lugar a la duda; las cicatrices que habían desaparecido no eran un punto a mi favor ¿Me había vuelto loco? Pero... si era cierto que me llamaba Dan Carnegie entonces valía la pena perder la cabeza por personas como aquellas, Ceto, Mirlo y Yunque...
No se me ocurría por qué los humanos harían algo como eso, no sabía nada de humanos. Era una trampa, de eso estaba seguro, pero para qué, por qué. Las arañas tejen telas, los tiburones se esconden en corales, los monos usan ramas para atrapar insectos, cada animal tenía su forma propia de cazar, esta era la de los humanos, ellos eran racionales e inteligentes. Cazaban con la mente, todo era una trampa y debía ser más listo que ellos para no caer. Era lo único que lograba calmarme, pensar que era una trampa.
Cuando la chica llegó a mí no me di cuenta hasta que ella colocó una mano en mi hombro y me giró. Ni siquiera oí las rocas de las costas que ella pisaba.
Tardé en comprender que la muchacha, la hija de Andrew Carnegie, estaba frente a mí. No podría tratarse de mi prima, era la primera vez que veía a esas personas, su cara no creaba nada en mi cabeza, como mirar un tubo sin fondo. Recordaba el rostro de Milla y Rudy, pero no el de mis «padres» muertos.
—Me drogaste —enuncié cuando la vi, cerré mis puños encima de las rodillas para contener el impulso de golpearla hasta deformarle la cara.
Los humanos tenían creencias raras como que pegarle a mujeres, niños y ancianos era más deshonroso que pegarle a un hombre, estaba mal e incluso era penado con más años que el otro tipo de agresión. Los licántropos no, para ellos pegarle a cualquiera era como pegarle a cualquiera.
Yo quería lastimar a un humano. Pero ella era delgada y se veía indefensa, no me gustaban las peleas desparejas, nunca me habían parecido justas. A Mirlo tampoco le gustaban, por eso nunca peleaba conmigo.
—Sí. Fue para calmar el dolor —contestó ella inclinándose a mi lado y sentándose en la misma roca que yo—. Por supuesto que te drogué, te dije que te daría algo para amainar el dolor. Te revolvías en la cama, gemías y sudabas.
Mirlo hubiera hecho un comentario de mal gusto con la última oración de la chica. Pensar en ello me hizo echarla de menos y a la vez me enloquecí porque no tenía ni idea de cómo encontrarla en aquella ciudad. Debía ser cauteloso, si cometía un error ella podía morir y aunque estaba acostumbrado a recibir golpizas jamás me recuperaría de un golpe como ese.
—¿El dolor de qué? —increpé molesto, tratando de contener mi ira—. No estoy herido.
—Estabas —aclaró.
—¿Dónde?
—En el abdomen —contestó encogiéndose de hombros con desinterés.
Ya no lloraba, pero tenía los ojos enrojecidos y la mirada apesadumbrada, su cabello cobrizo se veía negro en la penumbra cavernosa de la costa. Noté que tenía pecas sobre los hombros y algunas esparciéndose por sus mejillas. Era muy blanca.
—No tengo nada.
—Era una herida interior, un golpe. Alguien te dio una paliza de muerte en el exterior.
—Ya no lloras —evidencié.
—Estoy conteniéndome —explicó y bufó—, eres mi primo, Dan, me duele —Sus ojos se humedecieron otra vez y me observó—, me lástima que estés así, de verdad me duele verte tan perdido y lo que tengo es una herida que no se puede ver, emocional... Es una herida interna, como la que tienes tú.
—Ya. O sea que me drogaste por una herida que no puedo ver —dije palmeando sarcásticamente mi abdomen sin moretones, suturas, cortaduras o cicatrices. Casi ni reconocía mi porpia piel, era como despertar en el cuerpo de otro chico moreno.
—Ya no la puedes ver porque está casi curada, al menos las heridas externas, quedan las internas, músculos lesionados...
—Sí, claro.
Ella se giró completamente hacia mí y se colocó en mi campo de visión. Las piedras crujieron bajo el peso de sus pies.
—Dan ¿qué pasó allá afuera? ¿Cómo pudiste regresar?
—Yo no soy Dan... —suspiré, si quería permanecer allí y averiguar lo que pasaba debía seguir el juego—. No recuerdo qué paso allá afuera. No recuerdo nada. Me desperté con la mente en blanco de este lugar. Tengo recuerdos de afuera, de mi manada, de cosas que...
Enmudecí. Ella oprimió los labios y asintió.
—Ahora que lo dices —formulé tratando de aparentar naturalidad y deslizando el culo lejos de ella—, voy a ver a mi amiga Deby. No la veo desde que salí de la ciudad, tal vez ella me ayude a recordar ¡Y es que la echo tanto de menos! —mi mentira sonó convincente.
Ella abrió los ojos como platos y asintió.
—Está bien —accedió poniéndose de pie y quitándose la tierra de los pantalones—, te acompaño.
—No, iré solo.
—Pero estás muy débil...
—Iré solo —determiné secamente.
Ella dudó, asintió y buscó en el interior de una bolsa que colgaba en su cinturón, cuando encontró sacó con cuidado un frasquito de cristal y me lo dio, tenía píldoras en el interior. Eran blancas.
—El efecto te pasará en diez horas, tal vez quince. Toma una de estas cuando eso pase, de otro modo sentirás dolor otra vez.
—De acuerdo.
Me lo guardé en el bolsillo de la remera, partiendo a carcajadas en el interior de mi cabeza, al parecer la gente de allí creía que al ser criado con licántropos yo era algo así como un tonto, un cavernícola que podía ser fácilmente engañado, un simio de circo. No había manera de convencerlos de que los licántropos podían ser tan inteligentes y persuasivos como ellos, incluso a veces más.
No solo querían que me tragara el rollo de que era Dan Carnegie querían también que yo mismo me ofuscara la cabeza con drogas.
Esa raza estaba chalada, no hacía caso a nada que tuviera lógica, estaban locos de remate, no sólo asesinaban a sus hijos porque no podían batallar y porque los niños de cuatro o tres años son malos soldados, sino que creaban armas que sabían que los matarían.
En los libros de historia que había leído decía que los humanos creaban bombas capaces de destruir la vida en el planeta, que los mares se ensuciaban de tanta mierda que le tiraban y los climas cambiaban drásticamente. Todo el planeta les estaba diciendo que hacían las cosas mal y ellos no escucharon hasta que fue demasiado tarde y un virus extraño los atacó. Había guerras y en lugar de cambiar los planes seguían con una tonta idea de democracia y fronteras.
Cuando tenían algo en la cabeza no cambiaban de idea jamás.
Ellos nunca escuchaban, no había manera de disuadirlos de salir en paz, de no temer, de caminar en el exterior desarmados. Lo único que podía hacer era impedir que salieran. Pero para eso primero debía hallar a mis amigos. Y tenía que saber qué estaban fabricando.
Ella me acompañó de todos modos hasta la ciudad y cuando traté de deshacerme de mi prima falsa quiso escoltarme hasta la casa de Deby. Fue entonces cuando la despedí con un beso en la mejilla para no darle un guantazo en el mismo lugar, ella meneó la cabeza con una sonrisa, me palmeó el hombro y se fue por otra calle.
En vez de ir hacia la casa de Deby me dirigí hacia otro lado.
Tuve que pedir indicaciones a algunas personas y muchos me preguntaban si ya me encontraba mejor, me llamaban Dan y me trataban como si nos conociéramos. Como si hubiera vivido toda una vida allí. Otros me aconsejaron que regresara a mí casa, decían «Niño, ni siquiera te puedes sostener en pie, vuelve a la cama», pero no me daba por vencido en sus jueguecillos.
Fui hasta el orfanato para encontrar a Víctor.
La última vez que había visto a Mirlo ella estaba con él, quería adoptarlo para que fuera uno de sus hermanitos. Recordaba cómo ambos se miraban con adoración, en una noche se habían hecho mejores amigos como si sellaran sus destinos con una sonrisa. Había gente que tardaba años en entender dónde quería estar o con quién quería estar, pero ellos no, solo necesitaron una noche, una fiesta, una mirada y una sonrisa.
Víctor podía saber dónde se encontraba Mirlo, al menos podía guardar una pista de su escondite. Ella le tuvo que haber dicho que regresaría por él, tal vez le había dado un indicio del lugar donde se refugiaría. Ni siquiera sabía si los humanos habían ido a cazarlos o si ellos los habían escuchado u olfateado y se habían escondido, la caverna era muy grande.
El orfanato era un edificio austero, estrecho y de cuatro pisos, las ventanas estaban obstruidas por una capa de pintura negra y las paredes de plata estaban cubiertas de dibujos con tiza o aerosol.
La recepción estaba vacía, una pequeña sala de espera estaba ubicada al lado de un escritorio y un dispensador de folletos. Había plantas de plástico también y flores de papel en las paredes. Iba a meterme en la primera puerta que encontré, pero una mujer vestida con un hábito negro y con una toca blanca y pronunciada en su cabeza, como si fuera un gorro mal hecho, apareció. Llevaba un cordón ceñido a la cintura donde colgaban muchas llaves. Había visto mujeres así en los libros de Maestro, era una monja y de las feas.
—¿Dónde está Víctor? —pregunté.
—¿Dan Carnegie? —inquirió como si no pudiera creerlo, su voz sonaba feliz—, no creí que fuera verdad tu regreso, oh Dan— Su rostro avejentado y arrugado se iluminó con una sonrisa, alzó las manos como si le diera gracias al señor y trató de abrazarme—. I...
Me hice a un lado, esquivándola como un torero elude los cuernos o al menos eso me habían contado; ya no existían las corridas de toros. Estaba muy enojado y cabreado, seguramente mi rostro lo demostraba a la perfección. Sentía las mejillas encendidas de la rabia. Odiaba que me llamaran así.
Yo no era Dan.
Recordé lo que había dicho Víctor, «He looks sad» «He looks angry and sad» y Mirlo había contestado «Le dije que te veías enojado y triste» Y los dos habían reído como si formaran parte de un retrato familiar, entonces yo había sentido que podía unirme a aquella nueva y dispar familia. Me había sentido parte, pero ahora ellos no estaban y yo no pertenecía a nada como un órgano arrancado del cuerpo, congelándose entre hielo en una nevera.
—¿Dónde está Víctor? —interrogué—. Vine solo por él.
—¿Por qué hablas en el idioma sagrado?
—¡Donde está Víctor, culera!
La mujer retrocedió, se persignó y aferró alarmada la cruz que pendía de su cuello. A esa gente le saltaban los nervios fácilmente, se asustaban por todo. Odiaba a los humanos y sus actitudes dramáticas.
—No sé de quién me hablas.
—¡De Víctor, un huérfano que vive aquí, es moreno, un poco regordete, no tiene amigos y yo lo iba a llevar a que viera la lluvia! ¡Iba a adoptarlo!
—Yo no...
Me harté de que me viera con esa cara asustada, di la vuelta y me metí en el primer pasillo que encontré. Busqué las habitaciones de los niños mientras la anciana monja me seguía gritándome que me detuviera, que eso estaba prohibido, que debía respetar la privacidad y otra sarta de excusas que no me importaban.
Sus pasos acuciados no podían alcanzar mis grandes zancadas. Determinación era lo que tenía, estaba decidido a no irme sin Víctor. Mirlo jamás me perdonaría si iba a buscarla primero a ella y no al niño.
Me adelanté, irrumpí en una extensa habitación donde había niños durmiendo, todos de doce o quince. El lugar era triste, no porque fuera un orfanato sino porque no se veía como un edificio que contuviera niños, eran opaco, silencioso y gris. Incluso las flores del papel y las plantas estaban desteñidas, llevaban más de veinte años ahí, se notaba que no tenían recursos para renovar utilería. Aburrido, abandonado, como si los metieran en una caja y le pusieran tapa con cerrojo, para no verlos nunca más.
Sentí pena por ellos y quise llevármelos a todos.
Pero más que nada, con más resolución que nunca, quise llevármelo a Víctor.
No tenía mucho que ofrecerle, la casa donde vivía era igual de precaria que esa instalación, pero podía resultar divertida. Podía prepararles desayunos ruidosos, llevarlo al cole y otro montón de cosas grises y aburridas que me empeñaría en hacerlas alegres para que las disfrutara. Víctor merecía eso y no morir en una... una ¿Él había dicho que moriría en una semana? ¿Era una coincidencia que yo hubiera estado dormido la misma cantidad de tiempo?
Sólo tenía que encontrarlo. Un niño soltó unas cartas que tenía en su mano, se parecían a las cartas con las que Remo timaba a la gente, eran idénticas de hecho, naipes rayados. Verlos me revolvió el estómago.
Me miró con interés.
—¿Sí? —preguntó el niño de piel café y desvaída.
—Hola —dije y esbocé una sonrisa.
La anciana me alcanzó, inhaló una bocanada de aire y me observó con las mejillas infladas de rabia. Comenzó a regañarme, pero la cogí de las muñecas, la guíe al corredor de suelos de madera y cerré la puerta. Me encerré con ellos y sus camas chatas y viejas. Los niños se pusieron tensos, algunos brincaron de las colchonetas atemorizados.
—Lo siento —me disculpé mientras ella aporreaba la puerta y gritaba desde el pasillo—. Lo siento. Los dejo solos, nada más quería preguntar algo ¿Conocen a Víctor?
Me negaron extrañados con la cabeza, al mismo tiempo, parecía coordinado.
—Es regordete, bajito y moreno, de cinco —Medí con mi mano la distancia en donde debería estar Víctor desde el suelo.
—Nadie se llama así aquí.
Me di la vuelta, abrí la puerta, esquivé a la cuidadora que me gritaba encolerizada. Ella había dejado que se llevaran a Víctor, se suponía que tenía que cuidar a los niños, amarlos, pero dejaría que mataran a la mitad de su orfanato porque no podían pelear en la guerra que se venía. Noté que sacaba un teléfono celular, se lo arrebaté y lo rompí contra la pared. Entré a la siguiente habitación, había niñas acostadas en una cama, riendo, tenían cinco u ocho. Sostenían muñecas con lanzas de palitos que luchaban contra un lobo tejido rudimentariamente con lana. Las muñecas estaban acuchillando al animal.
—¿Conocen a Víctor?
—¿Víctor? —preguntaron sin entender y detuvieron la batalla imaginaria—. ¿El verdulero?
—No Víctor, un huérfano de cinco, es de aquí.
Todas negaron con la cabeza, desconcertadas. Fui a la siguiente habitación, niños de cinco o seis, perfecto. Su edad. Tenían probabilidades de ser malos mentirosos. A algunos niños los recordaba, eran los que estaban en la playa con Mirlo, correteando con un balón y dibujando cosas en la arena negra y los guijarros.
—¿Conocen a Víctor? Jugaron con él en la fiesta de bienvenida.
—¿Qué fiesta? —preguntó un niño.
—La de... ¿Lo conocen o no?
—No, sorry, men.
Iba a tocarme la cicatriz como siempre que hacía cuando estaba inquieto, pero ya no la tenía ahí, en su lugar tenía una piel tersa y un cuello sin ninguna herida blanca. La cabeza comenzó a dolerme.
Salí de la habitación, la mujer estaba encerrando a los niños como si pudiera hacerles daño. ¡Yo! ¡Yo amaba a los niños!
Pasé al lado de una pared repleta de fotos, era como un rincón con trofeos y medallas, un altar a los logros del instituto. Miré todas las fotografías, tratando de hallar la más reciente, la encontré. Algunos de los niños que había molestado estaban en el retrato, era la última que habían tomado, la agarré y comencé a buscar a Víctor, pero no estaba allí. Como si nunca hubieran existido.
No, eso era imposible ¿O sí?
Casi no había tenido contacto con él, no pudieron haber adivinado que iría al orfanato a buscar pistas.
Quería dejar de ver esas horribles flores de papel.
¿Cómo podía querer a alguien que casi no conocía? ¿Podía pasar lo mismo con mi manada? ¿Podían no existir y quererlos igual? Después de todo, me estaba ocurriendo lo mismo con un niño con el cual no había mantenido ni siquiera una buena conversación ¿Yo era tan sentimental? ¿Eran tan débil? ¿Tan cremita? ¿Tan betún?
Salí del orfanato mientras la anciana pedía ayuda a gritos. No quería discutir con nadie y me estaba comportando como un salvaje para ellos; pero en mi mundo, la actitud que tenía eran buenos modales, malos modales serían golpearla en la cara por tomarme el pelo, sin que me importara que fuera una anciana ¿Era por eso que nos veían como monstruos?
¿Por qué no me mataban a mí? ¿Por qué montar toda esa trampa? Tal vez me necesitaban para muestras de laboratorio. Aun así, hubiera deseado correr la misma suerte de mis amigos, estar encerrado con ellos en un escondite o celda y no estar encerrado en un juego mental.
Me escabullí en uno de los callejones lindantes, caminé por unos minutos hasta que vi algo que llamó mi atención. Una cámara de seguridad, enfocándome, extendiendo el lente, ampliando su ojo negro para enfocarme con precisión la cara.
Una cámara. Vigilancia.
De seguro en ese lugar tendrían grabaciones, mías, sobre todo, entrando a la ciudad como Hydra Lerna. Podía hackear sin dificultades el sistema, en mis tiempos libres había aprendido lenguaje informático y se lo había enseñado a Yunque y Ceto. Sabíamos cómo burlar seguridades. Nos metíamos en los sistemas de vigilancia y la información de las naves espaciales todo el tiempo, en parte teníamos esas habilidades gracias a la buena educación que recibimos en Olimpo, allí querían criarnos como si fuéramos los mejores en todo.
De repente necesitaba demostrarme a mí mismo que era una invención de ellos.
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