58

 Soñé que estaba en la barca con Mirlo. Ella me miraba como si fuera un misterio, estaba más hermosa que nunca, tanto que no la reconocí. Ella se sacaba el traje de una forma provocativa, hasta que su voluptuoso cuerpo desnudo deslumbraba como un paisaje. Sabía lo que pretendía, yo le decía que moriría si lo hacía, pero se echaba a reír dulcemente.

 Se arrojaba al mar quieto de la caverna, y nadaba en sus aguas oscuras, flotaba, como si estuviera en el borde del infinito. Su cabello azabache se fundía con la oscuridad del agua, su piel pálida resaltaba como pétalos sobre un féretro. Le gritaba que subiera, pero ella me sonreía y me decía que nunca podría alcanzarme.

 Se sumergía en las profundidades donde la esperaban Ceto y Yunque, podía ver sus cabezas sumiéndose en la oscuridad, apartándose de mí. El barco donde estaba se alejaba de ellos y una luz lo inundaba todo.

 Cuando desperté estaba en una cama cálida.

 La cabeza me dolía horrores, sentía como si hubieran incrustado un clavo candente, al rojo vivo, entre las cejas. Traté de incorporarme, pero todo me dio vueltas, abrí mis ojos, ardieron, había una habitación con posters y dibujos en todos lados. Cerré los ojos.

 —Trata de no moverte —me aconsejó una voz suave.

 —¿Mirlo? —pregunté, pero no pude ver nada.

 Sabía que Mirlo no tenía la mejor voz del mundo, pero era condenadamente perfecta para mí, como si hubiera nacido sólo para oírla hablar. Sin embargo, la chica que me habló no era ella, lo sabía hasta sin mirar. Cerré mis puños y apretujé las sábanas en mis manos, oprimiendo los dientes para contener el dolor. Rechinaron. Traté de levantarme otra vez.

 Un par de manos me tiraron hacia abajo, entre las sábanas que contenían mi calor, estaba sudando y mis músculos permanecían agarrotados como si hubiera estado días sin usarlos. Cada fibra de mi cuerpo ardía como fuego.

 —Toma, bebe esto —me aconsejó, colocaron una mano en mi nuca y con la otra me vertieron en la boca un líquido avinagrado—. Te ayudará con el dolor.

 Cerré los labios y traté de ladear la cabeza, pero unas manos me cogieron de la barbilla, con los dedos separaron mis labios y continuaron derramando la sustancia líquida en mi boca. Tosí, me atraganté, volví a toser y me recosté de lado, tratando de alejarme de ella, pero me encontraba débil y esa persona giraba mi cuerpo como quisiera.

 —Tranquilo, Dan —me dijo la voz y me acarició circularmente la espalda.

 —No... están construyendo armas —murmuré—, no pueden usarlas contra los licántropos, no saben a lo que se enfrentan, morirán. Si los retan a una pelea ellos los matarán, si salen a la superficie en son de paz será diferente... no...

 —¿Pero qué disparates dices? —me preguntó la chica.

 Tenía que decirle a mis amigos, debía decirles que los humanos tenían armas para luchar contra los licántropos, una vez que descubrieran la forma de ser inmunes. Ellos no aparecerían pacíficamente en el mundo exterior. Los licántropos eran diplomáticos, pero entre sus normas existía la costumbre de que si alguien te retaba a pelear, tú respondías. Y eso harían. Se desataría una guerra si veían las armas; y no había ninguna máquina o escopeta que les ayudara a vencer a los lobos. Moriría la raza humana, de una vez por todas. En su tonto intento de defenderse los humanos se matarían.

 Era como tratar de quedar fuera de peligro escondiéndose en una tumba, sólo se llegaba más rápido a la muerte.

 Debía disuadirlos de usar las armas que fabricaban, de cargarlas y sacarlas de la ciudad al mundo de los licántropos. Ellos eran pocos, solo una ciudad, nosotros, aunque éramos pocos viviendo en el planeta, estábamos concentrados en el espacio. Éramos miles contra unos cientos.

 Mis amigos.

 La cabeza. Me dolía tanto.

 Abrí los ojos y batallé contra el ardor de mi cuerpo, tenía fiebre. Lo que me rodeaba era un remolino de colores, que se bamboleaba de un lado a otro, con lentitud comenzaron a tomar forma hasta condensarse en la silueta de una muchacha. Mi visión se aclaró.

 Ella tenía ojos verdes, piel lívida y cabello rojizo. Estaba vestida con una remera de plata y unos pantalones forrados del mismo material, al igual que el resto de los humanos llevaba muchas cosas cargadas en su cuerpo como armas, pieles, brazaletes, llaves, cuernos, collares y otro montón de posesiones.

 Estaba acostado en una habitación que parecía pertenecer a un adolescente.

Las paredes eran de pizarra y había dibujos allí, edificios, valles siendo arrasados por la lluvia, huracanes, relámpagos, árboles altísimos, lunas, soles, estrellas, eclipses y otro puñado de dibujos que había realizado alguien con mucho talento. Por encima de la pizarra habían colgado afiches o papeles con más garabatos. Sólo había una pequeña ventana, unos muebles viejos, estanterías con figuras de madera y un umbral en la habitación con una cortina a modo de puerta.

 La chica estaba arrodillada en frente de mi cama, tenía un paño mojado en la mano y una palangana de agua con hielo a su costado. Parecía asustada.

—¡Papá, despertó! —gritó ella por encima de su hombro y luego me observó a mí, sus ojos se llenaron de lágrimas—. Llevas —Su voz se quebró—, llevas más de una semana inconsciente, Dan, no sabía si despertarías.

—¿Qué? —Tenía los labios secos y la boca pastosa, como si hubiera bebido harina.

—Viniste muy herido —Tragó saliva y no pudo contenerse, las lágrimas proliferaron en sus ojos y se desbordaron con rapidez sobre sus mejillas y el puente de su nariz—. No iban a dejarte entrar, pero les supliqué y el tío Andrew hizo que te examinaran —rio—, estás sano. Lamento lo de tus padres. De verdad.

Comencé a alejarme de ella mientras la mente se me ponía en blanco y sentía que un pozo se me abría en la cabeza. Me dolía el cráneo, como si lo tuviera en llamas. Un anciano me había golpeado allí, había sentido la sangre de la herida, me toqué la frente, pero no había nada. No tenía ni una costra. Recorrí mi cabellera, pero no encontré ninguna herida, ni siquiera la que me había hecho Runa cuando clavó sus garras en mi cabeza para no caerse al lago.

Traté de ponerme de pie y las piernas se me doblaron. La chica me agarró en sus brazos.

—Dan, cuidado ¿Estás bien?

La alejé de un empujón.

—¿A quién le hablas? Me llamo Hydra —contesté, mi voz sonaba como un graznido.

Un hombre entró en la habitación.

Era alto, de hombros anchos, barbilla cuadrada, ojos hundidos y del color de las avellanas, cabello castaño y canoso. Tenía una camisa de un oscuro color metálico y unos pantalones holgados. Iba descalzo. Se quedó congelado en la entrada cuando me vio despierto, sostenía la cortina de cuencas en la mano y sin quitarme los ojos la soltó con lentitud.

—Katherine llama al presidente —habló el hombre, su voz era profunda como el océano y la oscuridad.

La chica asintió, me soltó en la cama y se marchó corriendo.

El hombre alzó las manos y comenzó a avanzar.

—Tranquilízate, Dan...

Me paré a duras penas.

—¿Quién?

—Dan... tú...

—¡Que me llamo Hydra! ¡Hydra Lerna!

No me di cuenta de que estaba gritando a todo pulmón, el pecho me subía y bajaba con rapidez. La garganta se me partía a la mitad. Todavía me sentía mareado, me habían dado algo, mi mente funcionaba demasiado lenta.

—¿Dónde están mis amigos? —pregunté—. Quiero verlos, tengo que hablar con ellos de las armas que están fabricando.

—¿A quién quieres?

—¡A mis amigos, mi hermano y mis amigos! ¡Vine con ellos a esta ciudad de mierda!

El hombre tenía la cara petrificada de la sorpresa, no me quitaba los ojos de encima y eso me enfurecía. En el mundo de los licántropos observar atentamente a alguien, si no era tu pareja, era una ofensa, casi un insulto, daba rienda suelta a una pelea. Quería romperle la cara, pero me dolía todo el cuerpo y estaba tan mareado que formular las palabras suponían un verdadero esfuerzo.

El hombre asintió lentamente como asimilando mi idea, como si no tuviera sentido nada de lo que decía. Deseaba golpear algo, a él en especial, usar sus tontas arrugas como si fuera una línea de puntos que debía cortar.

—Sólo tranquilízate y por favor, toma asiento —Me señaló una silla.

Alcé la maldita silla y la estrellé contra una de las pizarras hasta que se hizo añicos en mis manos.

No estaba de humor para que me llamaran con el nombre de un chico muerto, no después de que un anciano vagabundo me había golpeado en la cabeza luego de decirme que iniciarían una guerra sin darse cuenta. Tenía que detenerlos, se suponía que había ido hasta allí para plantar paz entre las razas no para ayudarlos a salir de la ciudad y que luego causaran caos y masacres. Pero yo no era parlamentario, nunca lo había sido.

—¡No, deja, iré yo mismo a buscarlos! —quise dirigirme a la salida, pero él se interpuso en mi camino.

—Dan, tú regresaste solo a esta ciudad. No tienes hermano, no sé de lo que me hablas —sonaba desesperado— pero déjame ayudarte.

—Yo nunca regresé a esta ciudad, lo único que quiero hacer desde que vine es irme.

—Tú regresaste, luego de que saliste con tus padres Rebeca y Adam Carnegie. Eres Dan Carnegie, yo soy tu tío Andrew. Tú te ofreciste voluntario para llevar una carta a Hydra Lerna, un humano que se crio...

—No trate de engañarme con esas mentiras, ya los descubrí. Basta de juegos.

La cabeza me suministró una punzada de dolor. Hice una mueca, me callé por un segundo y proseguí mientras me agarraba la sien con las manos.

—Los pillé ¿Sí? Se terminó la farsa de fingir ser buenos, quieren... —El presidente Arno Mayer entró en la habitación y me observó preocupado detrás del cristal de sus gafas, pero continué hablando—. Quieren luchar contra los licántropos, fabrican armas para ganarles, pero no entienden que no tienen oportunidad contra ellos, si salen con armas los atacarán. Así funcionan las cosas del otro lado. Es como... —Traté de pensar algo histórico que los humanos solían hacer— es como golpear a alguien en la cara, es visto como un ataque. Pues ser un extraño y caminar en territorio del otro, más con armas, es una ofensa imperdonable. Desatarán una guerra. Si van al territorio de los licántropos con... con lo que sea que fabriquen ellos se enojarán, incluso a mí me enoja. No tienen derecho para ir armados cuando alguien los recibe bien, no hay razón para tener esas cosas ni ser hostiles y desconfiados. En nuestro mundo ya casi no existen armas, no hay guerras. Las armas no son usadas allá para matar. En los mil años que llevamos los licántropos no hubo ni una sola guerra, ningún pleito entre países. Todos se ayudan, no hay nacionalidad sólo números. No existen refugiados así que si salen en paz serán bien recibidos... no pueden...

—Dan —comentó Arno deteniendo mi sermón enunciado de manera atropellada.

—No pueden traer problemas... hay reglas, normas, tienen que...

No podía terminar las palabras, sentía que mi cerebro estaba colapsando, como si enviara mensajes que mis músculos no entendían y mi lengua no podía traducir. Las cosas me daban vueltas. Me había drogado, de seguro era eso, un golpe no podía dejarme tan aturdido.

—Lo supe porque me lo dijo un anciano —finalicé.

—¿Quién?

—Un vagabundo...

—No existe los vagabundos, Dan. No en la Ciudad de Plata —contestó el presidente.

—¡Que no soy Dan Carnegie! —No pude contenerme y empujé al vicepresidente Andrew Carnegie fuera de mi camino porque se había aproximado demasiado, estaban bloqueando la puerta—. Él murió cuando me envió la carta a mí, Hydra Lerna, por dios ¿Qué no escuchan? Estoy tratando de ayudarlos, no sean tan testarudos. Si quieren salvar la raza no la saquen de su escondite y provoquen a los licántropos que son muchos más... van a aplastarlos. Dejen de fingir que soy Dan.

La chica estaba mirándome en un rincón y llorando, abrazándose a ella misma, se veía como una niña asustada. Me había olvidado de ella.

—No creamos ningunas armas, no vamos a salir —negó Andrew—. No somos inmunes. Hydra Lerna nunca vino...

—¡No soy idiota! ¿Cree que porque me llaman con otro nombre voy a caer en eso?

Miré la salida, continuaba bloqueada, estaba parado a duras penas junto a la cama con las mantas de algodón revueltas. Dudaba que pudiera correr hacia la puerta, las rodillas me temblaban.

—Dan —comentó Andrew su cabello canoso se ubicó debajo de una luz blanca y resplandeció —, escúchame, no sé qué cosas has tenido que sufrir arriba ni qué te perturbó tanto, pero —Meneó la cabeza—, regresaste solo, te desmayaste y llevas una semana y media inconsciente...

—¿Una qué? —comencé a asustarme, la rabia me quitó el coraje—. Mirlo, Cet ¿Qué les pasó a ellos?

—¿A quiénes?

—A los licántropos con los que me crie ¡Qué les pasó a ellos! ¡Vine con ellos a la ciudad! ¡Mi amigo Yunque! ¿Qué les hicieron?

No era de asustarme fácilmente, pocas veces lograba tener sentimientos bien formados, había practicado bien, casi toda una vida, en suprimir lo que sentía. Pero el temor a la muerte de las tres personas más importantes del mundo, para mí, era algo que no podía controlar. Sentía que los había llevado a una trampa.

—Viniste solo, Dan. Jamás entraron licántropos a la Ciudad de Plata, es imposible.

—Sí que pasó... les dieron trajes ¡Tu hija nos trajo!

—Mi hija nunca salió de aquí —respondió Arno Mayer preocupado y atemorizado por mí—. No la dejaría. Dejaste la carta a Hydra Lerna, violaste las ordenes y regresaste a la ciudad, desfalleciste en la puerta de entrada, tu tío movió muchas influencias para dejarte entrar. Y ahora estás aquí.

—Un licántropo moriría aquí, Dan. Nadie entró más que tú.

—Tenían trajes.

Retrocedí y meneé la cabeza, me dolía tanto, pero no tenía ninguna herida allí ¿Me había golpeado un vagabundo? ¿Por qué no tenía herida? La toqué, no había cicatrices en mi cráneo. La radio, debía contactarme con mis amigos. Busqué a la desesperada mis pertenencias, entre las cosas de la habitación. Revolví las temperas, acrílicos o pinturas de un aparador, aventé hojas, bocetos, armas, abrí el armario y lo destripé de todas las prendas. Pero mis cosas no estaban. Me las habían quitado.

Entonces entró alguien más al cuarto, la cortina de cuencas tintineó, era el hombre que me había golpeado, pero tenía una bata de doctor, estaba aseado y se veía saludable. Ya no era un vagabundo, incluso se veía más estable mentalmente y tenía una dentadura esplendida. No podía ser posible. Llevaba una camisa de franela y plata, pantalones cortos e iba descalzo.

Era una trampa bien hecha, no cabía duda.

—¿Qué mierda? —pregunté—. ¡Usted fue el que...

—¿Se encuentra bien? —me preguntó amablemente depositando en el suelo el maletín de cuero que traía entre las manos.

Me oprimí el cráneo con ambas manos como si con presión pudiera hacer salir buenas ideas. Busqué una salida, la puerta estaba detrás de los tres adultos. A mi espalda había una ventana, encima de la cama. Me olvidé del mareo y del temblor de las rodillas, busqué la fuerza que nunca había tenido, pero siempre me había movido.

Salté por la ventana, salí corriendo de allí, a toda máquina, atravesé avenidas, barrios y me fui hacia la muralla de la ciudad. Tenía puesto un pijama de plata de dos piezas. Pero esa no era mi ropa, la trama de la tela metálica pesaba, era dura, árida, fría y no era mía. Surqué el campo de piedra, creí que no iba a llegar nunca o que me seguirían, pero ninguno tenía idea de a dónde iba. Quise detenerme a respirar, pero sabía que cuando lo hiciera no podría dar otro paso, así que continué corriendo, ajeno al cuerpo débil que tenía.

Cuando llegué a la playa, estaba resollando, los pulmones me quemaban. Busqué a lo largo de toda la costa la barca en donde habíamos descansado, pero no había nada allí, ni indicios de que había habido una fiesta.

Había pasado una semana, ellos llevaban encerrados todo ese tiempo en un lugar construido con un elemento venenoso. Ni siquiera sabía si continuaban vivos.

Tenía que salir de ese manicomio, pero si lo hacía no podría regresar jamás, no sin ayuda. Y si lo hacía, si de alguna manera me dejaban ir a casa y regresaba con ayuda, con la manada o con los vigilantes, entonces sería demasiado tarde para mis amigos que continuaban ahí. Podrían matarlos cuando me fuera, si los tenían vivos.

Si quería irme con ellos, vivos, debía permanecer allí.

Me senté en una roca, sintiendo por primera vez en mi vida la desesperación.

No, por segunda, la primera vez que la había sentido fue cuando vi a Cet siendo engullido por el hielo, aquel día del lago. Tenía ganas de llorar, de gritar, de romper cosas, respiraba muy rápido. Mis músculos me dolían, mierda, cuánto dolían.

—¡Ceto! —grité al mar de oscuridad con todas mis fuerzas hasta que la garganta me dolió—. ¡Mirlo! ¡Yunque! —desgañité—. ¡CETO!

No podía recordar cómo había llegado allí, sí, lo había hecho con Mirlo, Ceto y Yunque, pero no sabía cómo ¿Alguien nos había ayudado? La información se me estaba yendo de la cabeza, pero ¿Por qué? Esa es información que no se va así de rápido. Mi manada...

Todo me daba vueltas, no podía concentrarme como si estuviera durmiéndome en cada momento. La chica me había dado para tomar algo ¿Estaba drogado? ¿Por qué no podía pensar con claridad? Mi manada estaba conformada por... ¿Cuántas personas? Eran muchas, las quería, pero no podía recordar nada. No sin perderme.

No podía haberlo inventado todo. Sin duda me habían drogado, por eso mi memoria fallaba. Ni siquiera podía formular pensamientos coherentes, era como cuando tenía sueño y los ojos me pesaban, era incapaz de concentrarme en otra cosa que el sueño o un vacío penetrante.

Golpeé con todas mis fuerzas una columna de roca negra, sentí mi piel magullarse. Miré mis manos blancas. Mis moretones, eso marcaban que venía de otro lado. Era una prueba de mi cordura y se los mostraría a ellos. Me levanté la remera, pero tenía el abdomen de un solo color: moreno. Mi piel bronceada sin rasguños ni cicatrices. No había nada más.

Mis cicatrices de batallas perdidas se habían esfumado, sólo quedaban la mitad. Mis ojos se llenaron de lágrimas que no me digné a derramar.

Derrapé contra el suelo, hacia la orilla quieta del agua, miré mi reflejo allí. Busqué la cicatriz que me había hecho Mirlo en el cuello, aquella estría blanca y arrugada por la que ella siempre se disculpaba como si fuera la primera vez.

Toqué mi cuello como si buscara pulso, miré mi reflejo innumerables veces.

Pero al igual que ella, la cicatriz había desaparecido. 


Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top