57
Me había cansado de la gente del hospital así que cuando estaba en una conferencia que hablaba de seguridad y unidad me vino una idea en mente: fugarme.
Me levanté para ir al baño, rezando en mi interior a Khepri, un dios que seguro los humanos ya no adoraban, que hubiera una ventana allí. Era divertido rezar, pero no creía que Khepri de verdad me concediera una ventana, los licántropos tenían ideas diferentes de religión, ellos rezaban por el mero hecho de no sentirse solo, de conectar con fuerzas espirituales misteriosas o con sus verdaderos yos. Como había sido criado por esa especie tenía la misma noción de dioses.
Por suerte, había una ventana y desembocaba a un estacionamiento del hospital, y más allá, después de unos edificios apiñados, había un campo de cultivo. Estaba tan lejano que se veía como una cinta verde en el horizonte. Corrí la ventana hacia la izquierda, noté que había dos pisos de caída, bufé. Eso para un licántropo sería como saltar tres escalones, pero a mí me rompería un hueso. A la izquierda, amurado a la pared, había un tubo de drenaje.
Era todo o nada.
Me senté sobre el alfeizar, me deslicé hacia el caño, me aferré con las manos y me resbalé por él. Le agradecí mentalmente a Milla por todo el entrenamiento de montañés que me había dado y le debía una disculpa porque siempre le había reprochado que saber escalar o descender de una cuerda no me serviría de nada en la vida real.
Traía mi mochila y en ella el rifle-espada, pero no lo necesitaba así que lo dejé colgando de las correas. Me puse la capucha y caí en la cuenta de que mi ropa no sintética o metálica destacaba un poco. Tenía que verme como los nativos. Me dirigí hacia uno de los camiones que gravitaban lejos del suelo, su base zumbaba y despedía una extraña luz. Pasé una mano debajo como si saludara a alguien, pero no había hilos como solían tener todos los trucos que hacía Remo. Ese camión literalmente se suspendía ingrávido, más allá de no contar con ruedas era exactamente igual a un vehículo de mi mundo.
Me subí a él y busqué en el interior algo que ponerme, pero no encontré nada. Cerré la puerta, corrí hacia el otro, inspeccioné su interior y encontré un piloto de plata hasta los talones. Me lo puse encima, agarré mis cosas y me fui por un callejón que bordeaba el hospital.
Rápidamente me zambullí en la muchedumbre de los humanos que hablaban alegremente en las calles y circulaba un aire festivo. Cables de electricidad o con prendas mojadas colgando, se suspendían por encima de mi cabeza. La calle donde me encontraba era pequeña, había charcos de agua en el suelo, estalagmitas y puestos improvisados que vendían todo tipo de alimentos humeantes o artículos extraños.
Me sentía como un extraterrestre entre ellos, como el Marinero del Cielo, el protagonista de una canción de niños que siempre me cantaba Rudy. El marinero de esa melodía, era arrancado del mar para asistir de tripulante en un avión y él lloraba porque añoraba las masas de agua que jamás podría volver a ver. No quería ser un azafato. Mientras les daba indicaciones a los pasajeros de cómo abrochar sus cinturones veía el mar debajo, lejano, pero ahí estaba, fulgurando sus destellos azules como si le hiciera señas de luz a un viejo amigo.
A diferencia del marinero yo en ningún momento encontraba una muestra que me pareciera amigable o familiar.
Los sonidos y los olores me resultaban extraños, había como un herrumbre metálico proliferando en el aire. Metí las manos en mis bolsillos y avancé. Cuando vi una escalera que descendía a las urbanizaciones inferiores, al subsuelo, me metí en ellas. Se veía como un lugar al que irían mis amigos. Las paredes estaban manchadas de humedad, pintura, papeles o anuncios arrancados y los escalones estaban mugrientos de lodo y polvo. Las luces tintineaban intermitentemente, a veces se iban por segundos y tenía que caminar a ciegas. Los colores de las cosas eran opacas.
Aquellos túneles, a pesar de ser muy amplios y medir más de siete metros de alto, me daban una tremenda claustrofobia.
Estaba caminando por ellos hasta que me topé, a mi derecha, con un corredor que zumbaba, era un estrecho pasillo, casi como una brecha que contenía muchos cables y caños apiñados. Todos los conductos se vertían en la misma dirección: hacia el final del pasillo. La luz de allí era roja, como el color de la sangre. Por encima de la brecha había un cartel que decía «Industrial sector»
Inhalé aire observando la oscuridad, de allí procedía el ruido de una máquina.
—Descerebrados —pensé.
No sabía qué eran, pero los fabricaban los humanos. Existía la posibilidad de que el pasillo me llevara al depósito o a la sala de máquinas de una fábrica humana, después de todo, toda la ciudad de Plata era una red de corredores y laberintos. Tomé aire, me armé de coraje y me interné en la oscuridad borgoña.
El zumbido se iba acrecentando, como una marea de metal o el batir de alas de una abeja descomunal. Mientras me acercaba cada vez más la luz roja iba apagándose. No era un depósito, más bien parecía la fuente de energía de la fábrica porque sólo había generadores y tubos de gas. Pisé algo y se movió. Retrocedí y mientras lo hacía escuché la queja de un hombre.
—Hey!
Su voz era ronca y tosió.
Busqué mi teléfono celular y encendí la linterna. Tenía ante mis ojos a un humano avejentado, de piel oscura, nariz bulbosa y greñas blancas. Era un... un ¿Cómo se le decía? Un vagabundo, en mi mundo esas personas no existían, todos tenían una manada, una mano amiga por tan pobres o dementes que fueran.
El hombre estaba vestido con piezas de plata antiguas y oxidadas, parecía tener un cono de papel aluminio sobre la cabeza, estaba acostado en un cartón con manchas de aceite y despedía un tufo agrio y amargo. Me enseñó una mueca despectiva que descubrió sus dientes disparejos, irregulares y sucios.
—¡Vete de aquí! —dijo alzando vagamente un brazo para protegerse de la luz—. Leave me alone!
—Lo... lo siento. Sólo quiero entrar allí —dije señalando el final del pasillo y aparentando desconcierto y timidez.
Era bueno fingiendo.
—Entra por el otro lado, la puerta de la fábrica es enorme —Su voz sonaba ronca, como si estuviera conteniendo la tos—, entra por allí muchacho, no me molestes ¿Por qué me molestas?
Sonreí para mis adentros, había estado en lo cierto, el zumbido que oía provenía de una fábrica humana. Sólo me quedaba averiguar qué producían en aquellos recintos. Pensé que mis jefes de la manada me regañarían por desconfiar tanto de personas a las que trataba de ayudar, pero no podía fiarme de ellos, jamás confiaba en nadie y no empezaría a hacerlo encerrado en una ciudad, bajo toneladas de tierra.
—Lo siento... es que... en realidad no quería entrar a la fábrica, no me gusta lo que producen ahí.
—Dah —gruñó—. A mí me da igual.
—¿Por qué?
—Porque ningún arma nos ayudará a salir de aquí —explicó buscando debajo de una cañería húmeda, un amasijo de lana roñosa que usaba como almohada, se acostó nuevamente y colocó la cabeza allí.
—¿Arma?
—¿Dónde demonios vives? Sí, arma —Se protegió los ojos de la luz de mi linterna, entornó la mirada y abrió su boca para protestar, pero alejé el destello antes de que su pútrido aliento llegara hacia mí—. ¿Qué no escuchaste nada de lo que dijeron en la asamblea?
—Es que... —Humedecí mis labios, debía ser cauteloso al hablar—. Es que estaba pensando en los niños que serán asesinados.
—Es mejor que los maten ahora, no merecen ver lo que vendrá, no les gustará.
Se me heló la sangre, era verdad, asesinarían a todos sus hijos menores de cinco años. Y no solo eso, sino que fabricaban armas. Noté que comenzaba a latirme más rápido el corazón y que un instinto animal me gritaba desde el fondo de mi pecho que corriera. Cerré mi puño alrededor de la linterna, lamentando que estuviera apagada.
La oscuridad era absoluta.
—Yo creo que podrían —traté de mentir, pero ya no podía concentrarme—, creo que podrían resistir lo de... lo que viene.
—¿Salir? —preguntó divertido—. No, no lo resistirían, el sacrificio de unos niños para que sobreviva toda la raza humana me parece lo suficientemente razonable. Después de todo yo también moriré ¿O no? Los ancianos también estamos condenados. Tienes suerte, niñato joven.
—¿Los ancianos?
—Los viejos que no serviremos para luchar, los niños tampoco sirven para luchar.
Me odié por demostrar el miedo que me recorría, mi voz tembló. Venía de un mundo violento, pero eso era demasiado, era cruel, era sanguinario. Me superaba. Había una diferencia abismal entre la violencia y lo perverso.
—¿Luchar? ¿Contra quién?
—¿Qué?
Guardé silencio.
—¿Quién eres?
Comencé a caminar de espaldas, había un charco de agua en el suelo y un reguero de gotas fue lo único que se oyó. Reculé hacia el final del corredor y estaba por lograrlo, estaba por irme, pero choqué contra un tubo.
—¿Hydra? —rio—. No serás —rio otra vez—, no serás tan revoltoso como para meterte en un lugar como este.
Encendí la luz de la linterna, él hombre estaba a mi lado y tenía un fierro en las manos. Lo aferraba con fuerza, sus nudillos estaban blancos, sus pupilas se dilataron ante el destello. Una sonrisa temblorosa y una barbilla batiente me saludaron. Ya no se veía tan enfermizo.
—Oh, Hydra —Meneó la cabeza y su voz se quebró de la pena como si tuviera que lastimar a un cachorrito—, esto te va a doler más a ti que a mí.
Sentí un dolor punzante y caluroso en mi sien, mis rodillas flaquearon, quise levantarme, pero luego vino otro golpe, y otro, y un cuarto y después, la sangre, mía. Otro golpe. Y súbitamente, nada más.
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