49

 El pasillo desembocaba sobre los rascacielos de una ciudad blanca y metálica que despedía tanta luz que me vi obligado a desviar la mirada, pero no por mucho tiempo. La urbe estaba ubicada en un foso enrome, como si hubieran excavado un pozo y construido allí los edificios.

 Las estructuras eran todas de plata, desde edificios de cincuenta pisos, a picos de iglesias, casas, suburbios, calles, veredas y senderos. A lo lejos se veían campos de cultivo y algunos invernaderos o establos. El techo de la enorme caverna que habían cavado estaba atiborrado de luces que simulaban un cielo despejado en un día de inverno. Era una pantalla holográfica creada por muchos monitores y focos. La ciudad era atravesada por un río de aguas claras que serpenteaba entre los edificios y las zonas urbanas, el torrente desembocaba en un lago enorme que se veía como brea al reflejar el techo cavernoso, era tan extenso y no encontraba un final que me hizo dudar que fuera un lago.

—¿Ese es el mar? —preguntó Yunque.

La chica asintió y me arrebató la alabarda que le había hurtado hace tiempo.

—¿Nunca nadie se metió por allí? Digo, en tanto tiempo ¿no se metió un licántropo?

—Derrumbaron ese acceso, antes esta enorme cueva tenía salida al mar, pero detonaron la entrada y las rocas llegan hasta el suelo marino, ni siquiera con submarinos podrían entrar o salir. Ahora quedó este pedazo de mar para nosotros —explicó la chica de mala gana—. Los llevaré ahí, es el único lugar donde no se quemarán.

—Genial ya quería quitarme esto —se quejó Yun dando unos golpecitos a la máscara.

La humana lo observó violentamente.

—¡NO! —gritó, al parecer la orden que le había dado su padre de ser guía turístico la había molestado tanto que había olvidado que les tenía miedo—. No te la saques jamás aquí abajo. You understand?

—¿Qué? —inquirió Mirlo—. ¿Jamás? ¿No hasta que volvamos a salir?

—No, jamás, ni siquiera un segundo.

—Pero molesta —protestó Yun.

Is peligroso. Jamás o matarás gente, sé de lo que hablo.

Ambos asintieron un poco preocupados con la idea de matar humanos.

Ceto continuaba observando con admiración la ciudad, palpó su cuerpo buscando la cámara. Estábamos tan alto que no se podía ver la gente de la calle, sólo los bloques que conformaban las manzanas. Todas las enromes construcciones descollaban debajo de nuestros pies. Por suerte, ya no había luz blanca y todos volvían a ser como antes.

Miré el abismo que se ubicaba bajo del corredor que terminaba abruptamente: una austera y estrecha escalera descendía por el despeñadero de roca rociada en tiempos pasados con metal. Había como treinta minutos de un empinado descenso entre rocas.

—¿Cómo podría matar gente si me quito el traje? —inquirió Yun.

Pero la chica desoyó su pregunta, se colgó la alabarda del cinturón y comenzó a bajar los escalones tan apurada que parecía huir. Ellos no aguantaron la emoción que tenían y corrieron escalera abajo con la velocidad de un relámpago, literalmente. De un segundo a otro ya no los tenía a mi lado y los veía doscientos metros abajo, hablando a gritos y riendo, bajando los últimos escalones. La humana los observaba con la boca abierta como si no pudiera creerlo, se quedó petrificada con un pie a punto de tocar el suelo de un peldaño. La pasé y me volteé sobre su hombro.

—Tu ciudad es una verga.

—No me interesa lo que pienses —comentó ella desenfundado una navaja.

—¿Para qué me quiere tu padre? —pregunté—. El... ¿presidente?

—Rey, gobernador, alfa, llámalo con las palabras que tú conozcas —respondió mordaz.

—No me contestaste la primera pregunta.

—Él te lo dirá a la noche.

—Ya, como quieras.

Ella me observó con sus ojos aguamarina, había interés en ellos, sentía que estaba a punto de preguntarme algo por eso apuré el paso y la dejé atrás. Cuando bajamos el despeñadero estábamos a unos kilómetros de la ciudad. De ella llegaba un fulgor blanco, como un espejo reflejando la luz del sol.

El lugar donde nos ubicábamos era una explanada de tierra con algunos esqueletos de árboles armoniosamente colocados en forma de arco, la madera estaba chapada de plata, supuse que funcionaba como muralla porque se perdía en la lejanía. Estacas de plata se amontonaban como los dientes de un tiburón en el mismo sector, aquella barrera se veía como un mondadientes metálico que resguardaba la ciudad. Pero estaba a kilómetros del desierto de roca en donde me hallaba.

Me pareció una protección demasiado exagerada. La ciudad estaba bajo tierra, detrás de un corredor de plata, detrás de un pasillo-laberinto, ubicada tras una muralla de estacas, árboles y hormigón. Todo de plata. Era excesivo.

Ella bordeó el muro con su mano y señaló más atrás, al sur, donde se ubicaba el mar, tras la explanada de roca, era en esa dirección en donde nos refugiaríamos.

—¿Cómo es la Ciudad de Plata por dentro? —inquirió Cet cuando los alcanzamos o dejaron que los alcanzáramos.

—Ah, pues no sé, de plata Cet —se burló Mirlo.

La chica sacó, de un pequeño bolsillo que colgaba de su cinturón, un mapa plegado minuciosamente. Cet lo agarró con confianza y ella apartó la mano rápidamente como si no quisiera que la tocara. Él desdobló el mapa y todos nos amontonamos para darle un vistazo. En el mapa estaban detalladas las manzanas, los ríos y los campos, es decir, las zonas rurales, la única tierra que tenían era para cosechas, no existían bosques o parques.

—Qué mona la ciudad —opinó Mirlo, solo para decir algo agradable.

—Mira, tiene un mecánico —observó Yun—. Me gustaría verlo.

—¿Hay alguna casa presidencial? —inquirió Ceto, girando el mapa—. No la veo ¿Tienen escuela de leyes? ¿Parlamento? ¿Congreso? ¿Cámara de... —meditó y chasqueó la lengua— cómo decía Maestro, Cámara de...

—¿Putados? —ofreció Yun.

—Diputados —corregí.

La chica no respondió ninguna de sus preguntas. Miré el mapa otra vez.

Por el pasillo que habíamos entrado era uno de los accesos de salida, había diez iguales, encima de la ciudad, se llamaban Corredores del Destino o centros de evacuación. El laberinto de corredores, si tenías un mapa, conectaba con varios territorios del pueblo y podías tomar atajos. La ciudad tenía muchos bloques que giraban en torno al Centro Diplomático y debajo de los edificios había un entramado de laberintos y más pisos.

Sí que le gustaban los pasillos y laberintos.

—¿Hay un suelo subterráneo para la ciudad subterránea? —preguntó Mirlo estudiando el mapa, sin poder creerlo—. ¿No habrán llegado al centro de la tierra, verdad?

La chica no iba a contestar, aclaré mi garganta en modo de protesta, creí que no funcionaría, pero reaccionó ante mi queja. Jamás había sido escuchado tan rápido. Ella suspiró y contestó escuetamente:

—Sí, los hay, ahí vive gente, tuvieron que hacerlo cuando la población creció, fue antes de implementar la ley de los dos hijos. Nadie puede tener más de dos hijos, la comida de los campos de cultivo no alcanza para tantos humanos. Mi abuelo Ernesto Mayer construyó los sótanos —explicó.

—¿Er... qué? —preguntó Cet con los brazos separados para tener el mapa extendido, Yun le sacó una foto con su cámara—. Qué nombres más raros tienen.

—Ernesto —masculló ella, arrebatándole violentamente el mapa de las manos.

Un gesto tan brusco y hostil, de donde venía, era una clara provocación para iniciar una batalla, intuía que no era muy diferente para los humanos.

—¡Alguien quiere pelea! —canturreó Yun, colocando sus manos alrededor de los labios para propagar el sonido.

Cet alzó las manos en señal de paz y sonrió de lado como un galán.

—No estoy molesto, no voy a pelear.

La chica hizo un sonido de hartazgo como si tuviera un mal día y acabara de pisar porquería.

—¿No tenías ganas de llorar? —le preguntó a Yun.

—Lloraría si quieres —balbuceó sin saber qué decir, era malo contestando de forma socarrona cuando se sentía intimidado, noté que las mejillas regordetas de Yun se ruborizaban de la vergüenza, se sentía humillado.

—Me das asco —escupió las palabras como si fueran dardos.

—La única mujer que no me dijo eso fue mi madre —se lamentó él, perdiendo toda la poca confianza que había encontrado y observó compungido sus pies mientras caminaba.

—Creo que estás siendo un poco... como decirlo —Mirlo buscó las palabras y llevó un par de dedos al sector del casco donde estaría su barbilla—. Ah sí, una reverenda hija de puta.

La humana la observó mordaz y continuó caminando.

—¿Qué bicho le picó? —preguntó Cet.

—Tal vez puede ser porque insultamos a su ancestro —pensó Yun, pateando la arenilla del suelo de piedra—. Hernia.

—¡Ernesto! —gritó ella desde delante.

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