34

 El hermano de Papel, un hombre de unos veinticinco años, tostado, pelirrojo y con el característico uniforme borgoña de los policías, nos recogió en la puerta de la detención.

Se llamaba Tijeras Loncha y había pedido a cambio, de la entrada a los calabozos, una caja de donas de ternera. Cuando comprobó que cargábamos lo que había pedido nos invitó a pasar con un gesto de mano. La detención era un edificio lúgubre, sin ventanas, como si fuera un bloque de hormigón, con murallas y torres almenadas, una estructura escueta y de forma rectangular. Sus pasillos estaban oscuros, repletos de recepciones, oficinas o pabellones con celdas.

Ya estaba atardeciendo y el furor del incendio se había apaciguado, ahora por las calles corría la acalorada noticia de que, a la madrugada, habría una ejecución obligatoria. El líder seleccionaba la forma en la que sería asesinado el traidor de la manada; generalmente elegían una muerte rápida y poco dolorosa como una guillotina o fusilamiento, porque un miembro de la manada era alguien que amabas tanto que te dificultaba condenar por una elección errónea.

A veces ni la traición te hace dejar de amar a alguien. Con delitos menores se podía optar por el perdón, pero el crimen de Onza era demasiado grave.

Mi madre había optado por el ahorcamiento hasta la muerte y comenzaron a montar un patíbulo en la plaza. Cuando enfilaba por una muralla pude ver la siniestra estructura sin que me causara el más mínimo estremecimiento, simplemente no lograba conmoverme. La comisaria se hallaba a diez cuadras de la plaza y desde esa distancia, ubicado en aquella altura, podía notar la gente que se congregaba.

Tijeras no le sacaba los ojos encima a su hermanito. Supe que quería hacerle miles de preguntas e incluso ayudarlo a caminar con las muletas, pero se abstenía. Ser gentil, a veces, en la nueva sociedad, es una falta de respeto.

Cuando lo había visto, sólo le había preguntado si estaba bien y al obtener una respuesta afirmativa respondió: «Lo sabía, nada puede con mi valiente Papel». Le había alborotado el cabello y nos había invitado a pasar a al edificio de detención. Fingir que todo seguía como antes había sido la reacción indicada de su parte ya que Papel no se veía apenado, ni dolorido, es más, avanzaba más rápido que el resto, encabezando la marcha.

—¿Y exactamente para qué quieren hablar con el prisionero? —preguntó el vigilante agarrando un manojo de llaves, descendiendo las escaleras de una muralla y guiándonos a un patio con un acceso hacia un sótano.

—Lo lamento Tij —se disculpó Papel sin sentirlo mucho, empeñándoselas para bajar la escalera con su pierna—, pero es una investigación confidencial. Ultra secreta, si todo el mundo lo supiera podría cambiar a la sociedad entera, el equilibrio del universo depende de esto.

—Vaya, solo pasaste dos días fuera de casa y ya te metiste con problemas del universo.

Papel sonrió y humedeció sus labios en un gesto concentrado al ver un escalón demasiado debajo de donde se encontraba.

—Cuando resolvamos el problema prometo contártelo con cada detalle —prometió— pero, por el momento, estarás más seguro si no sabes nada —concluyó dándole una importancia confidencial al asunto.

—Ya, seguro —rio Tijeras.

Llegamos a una cámara subterránea, las paredes rugosas de roca estaban deformadas y con hundimiento como si hubieran sido cavadas apresuradamente. Los barrotes eran gruesos y de cobre. Las celdas estaban todas vacías, excepto la última.

Luces eléctricas titilaban a intervalos y zumbaban persistentemente. Era un triste lugar para pasar las últimas horas de tu vida, la belleza del sitio, si existía, era la densa oscuridad que se agolpaba en los rincones, aquellas tinieblas se veían como si el mundo se acabara allí.

Tijeras nos advirtió que nos concedía pocos minutos, Papel asintió como si solo eso necesitara, Cet se tronó los nudillos, suspiró y giró su cuello en todas direcciones y Yun se lamentó de que presentía que él arruinaría el interrogatorio. Me encogí de hombros y avancé.

Cuando llegamos al detective Orégano Onza no lo reconocí.

Estaba echo un ovillo debajo de una plancha metálica amurada a la pared que cumplía la función de una cama. Se abrazaba a sí mismo, su traje de sastre y almidonado estaba hecho jirones, con escamas de barro seco, y húmedo. No llevaba zapatos y la planta de sus pies estaba arañada y cortada como si hubiera escarbado con ellos en cemento. Olía a gasolina y orina. Gimoteaba, había cenizas en el cuello de su camisa.

Papel se congeló y dejó de avanzar. El juego había terminado.

—¿Qué le pasó? —susurró, lo hizo tan bajito que tuve que leer sus labios para atinar a comprender lo que preguntaba.

Me encogí de hombros.

—¿Señor Onza? —lo llamé en voz alta, cerrando mis puños alrededor de los barrotes.

Al instante que mi voz se oyó en el corredor él cesó los gimoteos, detuvo su leve mecimiento, unas garras pálidas y afiladas como agujas crecieron en sus dedos humanos y las clavó en sus músculos como si quisiera abrazarse con más fuerza. Notaba que la piel se le abultaba sobre el músculo mientras se iba enterrando las garras. Eso debió dolerle. Yun hizo una mueca y Cet cerró los ojos y arrugó la cara.

—Señor Onza, somos Hidra y Ceto Lerna, él es Yunque Herrera y él Papel Troncha. Vinimos a hacerle una pregunta.

Continuó en silencio, dándome la espalda, lastimándose. Había dos razones para lastimarse como él lo hacía: o te odiabas o querías odiarte.

—Sólo queremos hablar —aclaré.

—Van a ejecutarme —habló con un hilo de voz, parecía como una criatura herida.

—Sí —respondí cuando pude recuperarme de la sorpresa, él se veía formidable, al igual que una montaña, pero sonaba frágil.

—¿Cómo? —preguntó con la voz ronca como si el pensarlo lo encolerizara.

Había pasado del miedo a la rabia demasiado rápido, incluso para un licántropo.

—Eh... —Me volteé preguntándole con la mirada a mis amigos si decirle la verdad al prisionero, Yun negó con la cabeza, Cet asintió y Papel titubeaba entre los dos movimientos lo que hacía que su cabeza se moviera de forma extraña—. Este...

—Puedes decir la verdad —alentó el señor Onza, pero su voz se quebró como si estuviera a punto de llorar.

—Serás ahorcado antes del amanecer —confesé con determinación.

—Ahorcado —repitió él como si no lo creyera, sus garras se estremecieron, hilillos de sangre comenzaron a rezumar de la carne, si seguía hurgando en su piel se desollaría a él mismo en vida, la ropa le caía en colgajos—. Mejor, será un poco lenta.

—¿Qué?

—Será lenta mi ejecución, podré vivir un rato más mientras me muero —explicó arrastrando las palabras, no había un solo sentimiento viajando con su voz, sonaba como yo—. Vivir mientras falleces, es mejor, valoras las dos cosas, la vida que se va y la muerte que viene. Es. Mejor.

—Quieren ejecutarlo con prisa porque casi mata a más de cuarenta licántropos y de su manada.

Silencio.

—¿Por qué lo hizo? —preguntó Ceto, inclinándose de cuchillas y aproximándose a la celda.

—Los vigilaba siempre —habló para sí mismo—. ¿Sabían? Vigilar a los niños Lerna. Después no fueron niños. Sólo vigilar a los Lerna.

—¿Por qué lo hizo? —insistí—. ¿Por qué incendió la mansión?

—Por eso.

—¿Por qué? —preguntó Yun.

—Porque me dijeron.

—¿Quiénes le dijeron?

—Me dijeron que los vigilara.

—No eso ¿Quienes le dijeron que incendiara la mansión? ¿Por qué lo hizo?

—Andrómeda me preguntó lo mismo, vino a verme. Me llamo desperdicio.

Cuánto tacto, no me sorprendía para nada viniendo de mi mamá.

Pero su historia era curiosa porque mi madre había explicado algo diferente a la vigilante que nos contó lo sucedido. Ella había dicho que el señor Onza había ido a verla y no al revés. Tal parecía que mamá lo había encontrado unas horas antes, tal vez vagabundeando por los bosques, lo había llevado a la mansión y cuando lo descuidaron él incendió la casa ¿Por qué cambiar la versión de los hechos? ¿Para no parecer tan frágil y torpe? ¿Para no demostrar que alguien bajo sus narices trataba de matarla y ella no lo notaba?

—¿Y qué le dijiste? A Andrómeda ¿Qué le dijiste para que te llamara desperdicio?

—Yo quise hacerlo —contestó—. Tenía que hacerlo o moriría.

—¿A dónde fue la otra noche? —pregunté poniéndome de cuclillas al igual que Cet, aun sosteniendo los barrotes oxidados—. Luego de que mis amigos entraran convertidos al restaurante, usted pagó la cuenta y se fue molesto, ¿a dónde fue? Nunca llegó a su coche.

—Sólo recuerdo el fuego. Quemaba. Era fuego blanco.

—El fuego de la mansión era rojo.

—Quemaba.

Bufé. No sabía a qué se refería con fuego blanco, no podía tratarse de la plata porque su color es más metálico y es un elemento sólido. Miré a Cet, él se encogió de hombros, Yun se acariciaba su incipiente barba. No podía obtener nada útil de él, estaba loco y ni siquiera podía preguntarle qué le había pasado porque con toda certeza ni él lo sabía. Lo peor de todo era que llegaba a la pregunta más importante de todas.

—Señor Onza tengo que hacerle una pregunta muy importante que debe constarme con la verdad ¿Podrá?

—Tenía que vigilar a los hermanos Onza, siempre observarlos, pero nunca intervenir, como un dios.

—Ayer a la noche, cuando me fui de receso dejé mi mochila en la cocina ¿Usted vio a alguien entrando allí? ¿Escuchó y olfateó a un infiltrado metiéndose en Gornis y dejando una carta de plata en mi mochila? ¿Vio a algún humano?

—¡LOS HUMANOS NO EXISTEN! —gritó encolerizado, tan fuerte que de seguro había rasgado su garganta.

Aquel arrebato de cólera fue tan espontaneo que sentía que no era suyo, parecía impuesto o fingido. Enfundó sus garras y comenzó a rodearse la cabeza rapada con las manos, sus nudillos de color café empalidecieron a causa del exceso de fuerza que hacía, se estaba exprimiendo el cráneo. Gemía. Tenía los brazos empapados de sangre al igual que los dedos, sus mangas estaban hechas jirones.

—¿Vio a un humano? ¿Quién entró en la cocina? —insistí.

—¡LOS HUMANOS NO...! —su voz se quebró y sonó como la de un niño atemorizado—. Ella. Ella.

—¿La montañesa? ¿Ella se filtró en la cocina?

—Estaba asustada cuando salió y cuando entró ¿Qué la asusta en una noche tan hermosa? Su debilidad me resultó divertida. Tan tonta, tan frágil. Quise asustarla más, como hacía cuando era joven.

—¿Se refiere a la montañesa? ¿Era humana?

Se puso rígido, por un momento creí que pondría la mente en blanco y se callaría, pero sucedió todo lo contrario. Llevó sus manos al suelo y se empujó a él mismo lejos de la cama. Se puso de pie y caminó hacia mí. Cet y Yun retrocedieron al verle el rostro. Papel se interesó repentinamente en sus botas.

Lágrimas de sangre se derramaban de sus ojos, rojos como los de un demonio, se vertían como dos torrentes, fluían por sus mejillas y las lamía cuando goteaban de su barbilla. La mecha de sus dientes estaba manchada de la sangre que no dejaba de beber. No podía verse su iris, era una mancha granate perdida en aquel glóbulo herido. Sus oídos también sangraban y su nariz goteaba. Su cabeza estaba partida por surcos borgoñas, húmeda y perdida.

—Me duele.

—¿Qué? —preguntó Cet compadeciéndose de él.

—La cabeza, quiero que se vaya, por favor, quiero que se vaya —rio y se rodeó el cráneo con las manos, luego dejó caer los brazos abruptamente—. Hydra, eres humano.

—Sí... —respondí sorprendido de su locura.

—¿Por eso preguntas por otros humanos?

No sabía qué responderle, no podía dejar de ver la sangre que sollozaba automáticamente y que bebía a su vez con avidez. No podía creer que ese hombre era el que había visto hace menos de un día en Gornis, aquel que se había burlado de nosotros todas las noches, presentándose en el restaurante y siguiéndonos hasta casa sin que lo notáramos durante años.

—Hydra Lerna es un humano.

Asentí.

—¿Te sientes solito, Hydra?

Negué con la cabeza.

—¿Estás buscando más humanos?

—De momento no.

—¿Te sientes solito, Hydra?

—Dije que no.

—Puedo oler que mientes, niñato. Voy a quemarte si lo vuelves a hacer.

De repente se abalanzó contra los barrotes de la celda, ya estaba cerca así que se estampó provocando un ruido atroz. Antes de que pudiera reaccionar Yun y Cet me agarraban un brazo diferente y me arrastraban lejos de allí. Todos recostamos nuestras espaldas contra la nudosa pared opuesta, mientras el detective estiraba sus brazos como una fiera, tratando de atraparnos. Reía.

—¿Por qué mientes si te sientes solito?

Dejó caer sus brazos con aspecto aburrido, sus ojos vacunos trasmitieron un regreso de conciencia. Se había ido por unos segundos, no era él, pero así de rápido como se desvaneció, regresó. Parecía que luchaba con algo.

Se alejó de los barrotes, parpadeó, se observó azorado las manos manchadas de sangre y retrocedió asustado de él mismo, sin darse cuenta de que no se puede huir de uno. Comenzó a llorar y su labio se torció como el de un niño. Chocó con la pared de la celda y cayó de culo sobre la plancha de metal, llorando. Lo observamos en silencio, totalmente incómodos de la escena.

—¿Señor Onza?

—Ve a buscar a tus humanos, Hydra —Su voz sonaba inteligente otra vez, pero muy asustada, era un miedo desmedido, que jamás en mi vida había escuchado, jamás.

—¿Qué?

—Nadie debería sentirse solo. Ver a la gente sin hacer nada es tan solitario, ser un dios —Sus manos temblaban, las cerró en puños y las dejó sobre sus rodillas—, es tan triste, los dioses no podrán ser perfectos si no son mortales.

—¿Señor Onza? —preguntó Cet con desconfianza—. ¿Es usted?

—Preferiría ser cualquier otra persona ahora —Nos observó, parpadeó, me pregunté si podía ver algo con sus ojos hinchados e inyectados en sangre—. Los niños Lerna —repitió ensimismado—, estuve toda la vida viéndolos a ustedes y ahora cuando muera ustedes me mirarán a mí.

Se refería a la ejecución pública.

—¿Quieres buscar humanos, Hydra? —su voz era un poco burlona pero aun atemorizada.

Pasé el peso de mi cuerpo de un pie a otro.

—Sí. sí. Supongo que sí.

—Hazlo, aunque no existan. Nunca perteneciste aquí. No lo hagas por ti, nunca haces nada por ti, hazlo por los que te rodean —habló observando sus nudillos sangrientos y un poco quemados—. Tu madre estaría mejor si te vas de expediciones un tiempo. Nadie debería sentirse solo rodeado de gente. Nadie debería morir solo cuando es observado por todo un pueblo.

El detective enterró la cabeza en las manos.

—¡Se acabó el tiempo! —Tijera nos arrancó de la atmósfera tensa de la celda.

Rápidamente nos fuimos y mientras me marchaba de allí pude escuchar que el señor Onza me decía:

—Vete Hydra, vete lejos y no regreses jamás, si te quedas morirás solo y rodeado de gente —Y luego susurraba como una letanía—. Dile a Hydra Lerna que se vaya, dile a Hydra Lerna que se vaya, dile a Hydra Lerna que se vaya, dile a...

El chirrido de la puerta del sótano cerrándose me llevó de regreso al mundo real y no sabía cuál de los dos mundos era el peor. 

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