31
Cuando desperté estaba acostado de espaldas en una mesa con herramientas. La cabeza me dolía tremendamente, todo giraba alrededor. Me habían sacado la remera y podía ver un moretón negro, violáceo y amarillo que se esparcía por el costado derecho de mis costillas.
No importaba si había estado acostado y durmiendo, me desperté cansado de estar consciente como si tan solo un segundo en el mundo real me bastara para agotarme.
—¡Despertó! —chilló la voz de Papel.
Yun y Cet, ya vestidos, gracias al cielo, se precipitaron hacia mí, todos me rodearon, había varias versiones de ellos girando por la habitación. Parpadeé y las imágenes se ajustaron a una sola, Papel estaba sentado en el borde de la arrugada placa de madera, sus muletas estaban colgadas de un gancho que había en el canto.
—No tienes nada roto, creo que solo son magulladuras internas o tal vez una fisura —Me chequeó Yun—. Pero si quieres podemos ir hosp...
—Olvídalo —mascullé sentándome sobre la mesa y agarrándome la cabeza con las manos, podía lidiar con algo roto, sólo debía tener menos movimiento que el de antes.
—¡Eso fue sensacional! ¡Jamás había visto que alguien derrotara a miembros de la manada Olimpo, y mucho menos un humano! —Papel arrojaba chispas de alegría por los ojos—. ¡Y con plata! No veo la hora de contárselo a mis amigos.
—Mmm —dudó Yun—. No sé si sea buena idea contarlo —Abrió la boca y sin separar los dientes susurró—. Hay un asunto ilegal de por medio.
—Por parte de Neso créeme que nadie lo sabrá —comentó Cet un poco alicaído porque él y nuestra prima solían ser muy amigos antes—. Seguramente la tratarán los médicos de la manada, ni siquiera la llevarán a alguna clínica porque tendrán que explicar lo que pasó.
Yun estaba acariciándose su única oreja como si temiera haberla perdido sin darse cuenta.
Pensé en el rostro deformado de Neso y me estremecí, era cierto que no sentía culpa alguna de lo que había hecho, de tener una segunda oportunidad lo repetiría, pero no le daría oportunidad de atacarme.
Aunque mi hermano se mostraba un poco afligido yo no podía estarlo. De mi antigua vida la única que persona que realmente había podido querer era a Ceto, a ninguno de mis otros familiares podía cogerle cariño, ni siquiera cuando vivía con ellos. Y al principio tampoco estimaba mucho a Ceto, sólo comprendí que de verdad lo quería el día del hielo.
—¿No les parece extraño que el señor Onza haya desaparecido la misma noche que el humano se metió en el restaurante? —preguntó Yun, cruzándose de brazos.
—¿Tú crees que los humanos lo hayan matado? —inquirió Cet.
Negué con la cabeza.
—Ya ves lo que me hizo Neso —dije señalando mi pecho—. ¿Cómo fue? ¿Uso el puño?
Los tres negaron funestamente.
—¿Un cachetazo? —aventuré.
Menearon la cabeza.
—¿Me empujó al menos? —traté.
—Fue algo como esto —dijo Ceto, vio un lápiz en la mesa y sin esfuerzo alguno la palmeó hasta el suelo, como si esfumará una mosca.
Suspiré.
—¿Lo ven? Un humano no tendría oportunidad contra un licántropo. La persona no le habrá hecho nada al detective Orégano Onza —deduje y Ceto rio al escuchar el nombre.
Pero nuevamente había algo, una pieza del rompecabezas que no encajaba, un cabo fuera de lugar.
Yo había residido una carta la misma noche que un tipo resistente y rudo había desaparecido y los sospechosos sólo eran una mujer montaraz y un anciano. Lo cierto era que la montañesa se había asustado mucho al ver a mis amigos convertidos, había huido como si fueran cosa de otro mundo. Estaba loca, eso le quitaba puntos. Pero tampoco olvidaba que la última noche el señor Onza se había quedado mirando un punto fijo como una planta.
Algo extraño había sucedido con él y no sabía explicarlo.
Planteé mi descubrimiento en voz alta, Cet y Yun guardaron silencio pensativamente y Papel abrió enormemente los ojos.
—¡Es un misterio, tenemos que resolverlo! —declaró como si se tratara de un juego.
Negué con la cabeza y bajé de un salto de la mesa, una descarga de dolor me atormentó cuando mis pies tocaron el suelo, me encogí y traté de ignorarlo.
—Sólo quiero seguir con mi vida como era antes —confesé—. No quiero resolver misterios ni pensar que toda una raza se ha ocultado de nosotros por cientos de años. Eso me da escalofríos. Sólo quiero olvidarlo ¿Podemos dejar todo esto de lado?
—¡Hydra! ¡No puedes decir eso... la Ciudad de Plata...! —comenzó a protestar Ceto.
—Por favor —repetí—. No quiero saber nada de eso.
—¿No quieres viajar allá y ver a los humanos? —preguntó Yun—. Puedo acompañarte, no soy alérgico a ellos, digo no me dan alergias contigo.
—Es que gastaríamos dinero, tendría que pedir días libres en el trabajo y arriesgarme a ser despedido. Y hay una ligera posibilidad de que sea una broma, o que no los encontremos —expliqué—. Es una ciudad abandonada, hay miles de edificios ¿Cómo se supone que encuentre al de las dos caras? No viajaré en vano. Yo... no estoy seguro de que quiera arriesgar tanto sólo porque ellos creen que podría ayudarlos ¿Qué podría hacer yo?
—No lo sabrás si no vas —insistió Ceto.
—Dije que no, por favor.
Los tres asintieron a duras penas, Papel observó su pierna con expresión mustia y acarició los vendajes de su muñón como si hubiera aterrizado de un golpe del mundo de las fantasías al mundo de la realidad. Me odié por eso, pero no quería tener problemas con nada y para él lo mejor sería mantenerse alejado por el momento de manadas de primer nivel.
Como todos los martes, luego del trabajo, acompañé a Cet a la biblioteca pública, esa vez se nos asociaron Yun y Papel. Todos teníamos un aspecto lamentable con ropas viejas, cubiertas de lodo, heridas recientes, piernas cojas y ramitas en el cabello. Yo caminaba y respiraba como si fuera un muerto viviente, todavía me dolía todo el cuerpo.
Cet se sentó detrás de una pila de libros de derecho, leyes ciudadanas y manuscritos de términos aduaneros. Estudiábamos juntos así que yo le explicaba lo que no entendía porque se me daban bien las cosas en las que había que usar la cabeza. Yun le enseñaba a Papel cómo se podrían colar a cámaras de seguridad de la ciudad, derribaban y hackear todas sus defensas con la computadora que había creado, el niño no entendía nada..
Ceto mordisqueaba un lápiz y tenía apilado, en su lado izquierdo, un montón de plumas o crayones que había quebrado con su mandíbula. El silencio de la biblioteca era preponderante, las luces anaranjadas y amarillas coloreaban todo de tonalidades cálidas, yo hubiera preferido luz blanca para leer, pero en una sociedad en donde a todo el mundo esos destellos lo volvían loco era mejor abstenerse.
Enormes anaqueles de hierro colmados de libros creaban un corredor recto, ancho y vertical.
—Es simple, Cet, cuando quieres impulsar la industrial local lo que haces es incrementar los aranceles, las aduanas, de ese modo la industria extranjera adquiere más valor —dije trazando un gráfico en la hoja—, cuesta más dinero y por lo tanto podrá competir con los productos locales, ya que saldrán más baratos. Para eso se debe aumentar la remuneración de la población porque un pueblo pobre no puede sostener una sociedad de consumo, de ese modo tendrás muchos demandantes para la creciente oferta. Por otro lado, antes, ahora no, si aumentas las divisas nacionales corres el riesgo de perder maniobra comercial y que el resto de los países no quieran...
—¡Oh, ya para! —gritó.
Una mujer anciana emergió prácticamente de la nada, arrastrando un carrito de libros y nos chitó.
—Lo siento —susurró Cet, se encogió y luego me miró a mí con expresión de reproche—. No puedo memorizar eso —Señaló la hoja—, es un laberinto de normas y números ¡Y se supone que tengo que saber cómo funcionaba antes!
—¡Pero si ya no funciona así! ¡Ya no existen los países pobres solo las manadas, para qué cojones tengo que memorizar todo eso!
—Es fácil —suspiré—. Si puedes memorizar todos los diálogos de las putas películas de la tele...
Los ojos se le iluminaron, escondió su mano en la manga de su overol, se desplomó sobre la mesa y dijo con una voz ronca:
—«Nunca me uniré a ti» —Giró la cabeza para el otro lado y se respondió con una voz asmática— «Si conocieras el poder del lado oscuro, Obi Wan nunca te dijo qué paso con tu padre»— Movió la cabeza nuevamente, arrugando su rostro por el dolor que sentía Luke—. «Me dijo lo suficiente, él me dijo que tú lo mataste» —habló otra vez con la voz asmática—. «No, yo soy tu padre» —Entonces gritó en silencio para que no nos echaran—. «Noooooooo»
Por mí hubiera estado sensacional que nos echaran, todo para terminar su interpretación.
—En realidad viene antes un «no, eso no es cierto, es imposible» —dije cerrando el libro y olvidándome de los impuestos para centrar mi atención en una de las mejores películas humanas que quedaban, basada en una historia real.
—«Busca en tus sentimientos, tú sabes que es cierto» —me respondió.
Para finalizar, los dos gritamos un teatral: «Noooooo»
Una sirena procedente de la calle ululó estridentemente y acaparó nuestra escurridiza atención.
De una ventana cercana se filtraron destellos azules y rojos. Aquel resplandor nos iluminó la cara. Era las patrullas de la patrulla de vigilancia. Pero en un mundo donde la violencia era ovacionada ellos solo aparecían en casos sumamente extremos, cuando el instinto animal era absoluto y no había indicios de raciocinio humano. Había leído en los libros de historia que hacían aparición casi todo el tiempo en el mundo de los humanos, como una pelea callejera, pero en nuestra nueva sociedad eran agüero de mucha sangre, tripas y luchas.
Yun agarró su computadora y fue corriendo hacia la salida, Papel caminó como pudo igual de rápido y yo fui el último en abandonar todas las pilas de libros de leyes que teníamos amontonados en la mesa. La bibliotecaria nos desprendió una mirada asesina cuando corrimos hacia la puerta y embestimos ambas hojas.
Afuera estaba la plaza de la ciudad repleta de gente: una explanada de granito con una escultura de hierro color cardenillo, de mi tátara abuelo Máximo en el medio, el fundador de Mine.
Todas las personas corrían en una dirección y entonces lo olí: humo.
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