29

 Al día siguiente me despertó la alarma de Ceto. Yun bufó y enterró su cara en la almohada.

—¡Apaga esa mierda!

Cet atinó a golpear el despertador, pero se le escurrió y cayó a la litera inferior, a mi rostro, tiré colérico el reloj nuevamente hacia arriba. Mi hermano rugió y se lo arrojó a Yun en la que cara que bufó y se perdió en las mantas como una oruga en su crisálida.

Milla pasó por nuestra puerta, arrastrando los pies, con unas ojeras embolsando sus ojos, en bata y con pantuflas, sus anteojos estaban chuecos. Bostezó, bebió de la tasa de su café y golpeó con sus nudillos la puerta empapelada de posters que habíamos colgado cuando teníamos dieciséis.

—Ya, arriba, chicos.

No podíamos, por más que quisiéramos, desobedecer una orden. Nos arrastramos lejos de la cama, Cet se arrojó como si quisiera suicidarse, se desmoronó en el suelo y permaneció allí, enterrando la cara en la alfombra del estrecho pasillo mientras Yun y yo lo saltábamos.

—¿No tienes ninguna carta? —preguntó Yun.

Desde que le había contado que la noche anterior había encontrado una segunda correspondencia en mi mochila no cesaba de bombardearme con preguntas, había salido del lago luego de mojar a Papel y me había preguntado si tenía una, me había quitado la ropa húmeda y me habían formulado si encontré otro mensaje, me había levantado por la noche para beber y me siguieron hasta abajo preguntándome si había encontrado algo, escudriñando con desconfianza el refrigerador.

—Por décima vez, no, no encontré una tercera carta —dije agarrando una toalla y dirigiéndome al baño.

—Fíjate si defecas una invitación a la Ciudad de Plata —bromeó Cet desde el suelo y Yun lo pisó adrede.

Nadie en Betún había podido pegar el ojo toda la noche y era evidente cuando bajamos a desayunar.

Todos tenían ojeras, el cabello revuelto y mal humor, pero aun así se esforzaban en tratarse con cortesía para que Papel no se sintiera incómodo ni odiara el lugar. Pero los inútiles intentos se veían demasiado forzados y parecíamos actores de un comercial de televisión barato. Cuando Milla le sirvió café a Rudy ella bebió un poco y entonó un exagerado y refrescante:

 —Ah, qué delicia, cómo amo el café, pero no más de lo que amo a mi esposo, que me lo sirve. Al café, quiero decir —comentó sonriendo y acariciando la mejilla de Milla.

 Mirlo sacó la lengua y emitió un sonido gutural como si estuviera a punto de vomitar.

 —¿Quieres más tostadas, mi querida hermana? —le preguntó Remo a Mar.

 —Qué gentil eres —contestó con una sonrisa fingida, ella tenía su tan característico y sedoso cabello hecho un nido de pájaros y no había tocado el teléfono celular en todo el desayuno—. Gracias, querido hermano ¿Más tarde me enseñas tus trucos de magia con naipes?

 —¡Faltaría más!

 Papel escudriñaba con suspicacia, sentado tensamente y repitiendo palabras mecánicas como «Gracias» y «Por favor», ya no alzaba la voz y hablaba en baja frecuencia. Se veía enfermizo, de piel cadavérica, lo único que había colorido en él era su cabello anaranjado. Cet me dio un codazo para mantenerme alerta, lo miré.

 —Oye, Papel, hoy iremos a llevar a esos burros a la escuela —dijo señalando con una cuchara a Panda, Rueda y los demás niños y adolescentes—, luego iremos al taller ¿Quieres acompañarnos?

Antes de que contestara Rudy juntó sus propias manos y las comprimió delante del pecho con aire entristecido y preocupado.

—No creo que sea posible, debe descansar...

—Sí, quiero. Por favor —comentó tímidamente.

 Rudy no pudo evitar ocultar su asombro, parpadeó numerosas veces, asintió ligeramente y sonrió de lado. Vi que se enjugaba lágrimas de alegría con disimulo, era toda una dramática. Cuando terminamos de desayunar me despedí a Mirlo con un beso en la mejilla, ella me observó sonriendo, estaba lavando los trastos en el fregadero, con las manos ocultas debajo de la espuma.

 —Ayer estuviste muy bien —susurró.

 —¿Sólo ayer?

 Ella puso los ojos en blanco.

 —Ya vete.

 —¿No vas a seguir alagándome? —pregunté recargándome sobre el fregadero y recibí espuma en la cara por eso.

 Iba a marcharme, pero Mirlo me detuvo, alzando una de sus piernas y utilizándola como obstáculo, tenía un plato en su mano y lo fregaba.

 —Oye, cuídate, de verdad —sus ojos azules me escudriñaron preocupados.

 Agarré su muslo de la parte inferior, me incliné y lo mordí, ella me dio un rodillazo en el abdomen mientras reía.

 Escalé en la parte trasera de la camioneta junto con Yunque y Papel que estaba abrazando unas muletas de madera, su muñón sangraba un poco. Golpeé la chapa con la mano abierta y Ceto arrancó.

 Cuando dejamos a los niños en la escuela primaria y secundaria Papel se acostó sobre la batea y observó el cielo, ocultándose de las personas. Miré el edificio blanco que recibía afluentes de niños, como si fueran un río de pequeñas personitas corriendo en una dirección. De seguro tenía amigos allí que no quería enfrentar con nosotros. Le dábamos vergüenza.

 No me importó, con el tiempo se le pasaría la timidez. Lo mejor de no haber tenido amigos en mi niñez fue no tener que despedirme de nadie por entrar a una manada tan desprestigiada.

 Luego nos dirigimos al taller mecánico. En la entrada alguien había colocado una propaganda política de la campaña de mi madre.

 —Debe ser una broma —se quejó Yun, observando el cielo como si buscara alguna razón divina.

 —O no —añadió Cet sacando un rotulador de mi mochila.

 Después de dibujarle mucho más vello facial, dejamos el cartel en su lugar. Las filas de coches estacionados daban baja moral. Nos concentramos en arreglar algunos y luego llamar a sus propietarios, Pepel controló el teléfono y gestionó todas las recogidas, eso lo animó un poco, el sentirse útil. Cuando llegó la hora del almuerzo Cet tuvo la idea de guiarlo al cementerio de autos.

 Se encaramó sobre una pila de desguace y gritó:

 —¡Bienvenido sea muchacho, al ciclo de iniciación!

 Papel enarcó una ceja se sostenía sobre sus muletas.

 —¡Así, es! —continuó hablando con aire ceremonioso, como un presentador de circo—. ¡Seguramente Milla luego te traerá aquí para que caces algo, pero —Desenvainó un cuchillo con aire solemne— no estaría mal practicar un poco!

 Arrojó el arma al suelo y su filo se enterró en la tierra como una flor violenta. Papel caminó torpemente hacia el cuchillo y lo desenterró dificultosamente con una sonrisa. Yo me senté sobre un auto volcado, junto con Yunque, desempaqueté mi almuerzo y le di un mordisco al sándwich de tofú mientras disfrutaba del espectáculo.

 —Jamás cacé —comentó Papel observando su reflejo en la hoja pulida de la daga—, eso eran cosas que hacía la gente que fundó la nueva sociedad. Ahora nadie sabe de armas, ni de supervivencia o no sé, cacería.

 —Nosotros sí sabemos. También lo hacemos, ya que vivimos en el bosque, hay inviernos crudos en donde tenemos que cazar nuestra comida para no morir de hambre.

 —Eso jamás pasará, el morir de hambre —tranquilicé a Papel que parecía aterrado con esa palabra—. Así que no te preocupes por eso.

 No mentía, no se preocuparía por eso ahora, porque era un niño, pero cuando creciera afrontaría todos los problemas que cargaban los adultos de Betún y que implicaban no tener dinero.

 Cuando recién había llegado a la manada Tibia, Cuarzo y Remo eran adolescentes y trabajaban luego del colegio para que los niños de ese momento como Ceto, Yunque, Mirlo, Argolla, Tibia y yo, pudiéramos vivir tranquilos. Incluso cuando llegaban de sus exhaustivas horas de trabajo me acogían con una sonrisa y jugaban a los naipes con nosotros o hacían shows de bailes en casa.

 —Milla se las empaña para que podamos sobrevivir nosotros solos, con unos truquitos. Es decir que si te pierdes, no importa donde, sea puedas vivir.

 —Eso sería muy difícil —opinó Papel con desconfianza, pero comenzando a degustar la idea—. Más en bosque.

 —Lo es, es casi imposible, yo nunca pude cazar nada útil —comentó funestamente Yun observando acongojado el suelo.

 Le pisé el pie, pero ni mi mayor fuerza le hubiera hecho sentir algo. Dejé mi almuerzo sobre la chapa oxidada.

 —Claro que sirve, puedes tratar, si quieres, te esperamos aquí, sé que por ahí piensas que no podrás solo —me anticipé— pero lo esencial en estos casos es la paciencia. Ve a dar una vuelta y cuando regreses te damos consejos.

 —Va —accedió Papel con una sonrisa en el rostro y se perdió entre las filas de chatarras trasladándose a una velocidad que no le hacía justicia a su única pierna.

 Me desplomé sobre el capo del auto, Cet hizo lo mismo colocándose a mi izquierda.

 —Somos geniales.

 —Lo sé.

 —¡Ja! —comentó una voz burlona y femenina—. ¡Ya sabía que los encontraría entre basura!

 Giré mi cabeza esperando encontrarme con lo peor y lo que hallé superó mis expectativas.

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