24
Suspendimos el trabajo de ese día y nos concentramos en fabricar el traje. En ese lugar habíamos pasado casi toda nuestra infancia. Cartílago era operario de construcción y nos había construido eso cuando éramos pequeños, junto con el resto de los miembros de la manada. Éramos buenos inventando cosas, yo siempre daba las ideas y Cet y Yunque se lucían siguiéndolas.
Era el único aspecto de mi vida en donde me destacaba.
Rudy siempre se lamentaba por no haber podido enviarme a la universidad, ella decía que hubiera logrado grandes cosas, hubiera sido ingeniero en mecánica o informática. Incluso llegó a aventurar que podría haber sido astronauta, pero yo estaba satisfecho con la vida que tenía y en el lugar que la tenía.
Estuvieron casi toda la tarde discrepando en si la carta era real, Yun usaba una lógica pesimista y Cet un positivismo irreal. Me puse unos auriculares, elevé el sonido de la música y los ignoré el resto de la tarde.
Cuando llegaba la noche, junté mis cosas y me marché a mi segundo trabajo, relajado al haberme desprendido de la carta de plata. En la mochila cargaba los guantes de jardinería que habíamos terminado y los engranajes, cables y válvulas que podrían servirme para el resto del traje. Fui caminando hasta el restaurante de comida rápida que estaba a un lado de la carretera.
El lugar se llamaba Gornis, tenía ventanas de vidrio y una pequeña explanada para aparcar automóviles, pero siempre estaba desierta. Había muchas luces de neón con antiguas runas para que el lugar sea vistoso desde la carretera, algunas de esas antiguas letras, según Maestro, eran símbolos del abecedario japonés y ruso, dos países de los humanos.
Cuando entrabas a Gornis sonaba una rítmica campanilla, que ya conocía como mi propia voz.
El suelo, al igual que casi todos en la ciudad, era de madera, pero lo diferenciaba que simulaba un tablero de ajedrez. Había una barra de castaño con una caja registradora, y detrás se ubicaba la cocina en donde yo preparaba platillos. Las paredes eran paneles de pino con algunos cuadros de personajes populares del pueblo. Había un grupo de montañeses esparcidos por el lugar, en las mesas circulares o en los cubículos. Generalmente aquel sitio era concurrido por personas que no vivían en la ciudad.
Mirlo tenía expresión cansada mientras pedía la orden de una mujer con aspecto de no tomar una ducha hace tres meses. La mujer no la miraba a los ojos, eso significaba no sólo docilidad sino miedo y respeto. Y Mirlo, cuando no estaba enojada, no infundía ninguna de esas cosas.
Me resultó rara.
Ella anotó el pedido, mascó su chicle con indiferencia y arrastró los pies hacia la barra, al verme su rostro se iluminó, me dio el papel con la orden y dijo:
—Ya era hora.
—¿Compraste las vitaminas?
—Dinero gastado —canturreó depositando una bandeja sobre la barra.
—¿Cómo está Rueda?
—Con las manitas tan sanas como para golpearte por llegar tarde —dijo dándome una palmeada cariñosa en la mejilla.
Tenía puesto un pequeño vestido rojo con un delantal cubriendo su pecho, era el uniforme ya que jamás usaría vestidos ni por asomo y siempre andaba de negro; sus pies calzaban unas botas militares y medias blancas que no había ocultado.
Fui a los baños y me coloqué unos jeans y una remera sin mangas. Guardé el overol en mi mochila. Luego me dirigí a la cocina para suplantar a Llave, un veinteañero que tenía el turno diurno. Me saludó con una inclinación de cabeza, me dio el delantal y estuvo a punto de marcharse, como siempre, pero está vez se detuvo cuando aferraba el picaporte de la puerta trasera.
—Siento que seas inmune, Hydra.
Me encogí de hombros.
—Está bien.
Asintió, agarró su mochila detrás de una caja de condimentos, se puso una chaqueta y se marchó. Rápidamente tomé las ordenes que me dio Mirlo y comencé a freír.
Éramos el único personal que atendía Gornis a esas horas de la noche, generalmente no iba mucha gente al turno nocturno. Sólo acudían prostitutas, ancianos de manadas ubicados al final de la cadena social y que vivían en bosque o los faldones de la montaña o algunos pueblerinos que ocasionalmente pasaban por allí...
Mirlo caminó debajo de la barra donde se ubicaba la caja registradora, se apoyó en marcó del gran ventanal que conectaba con la cocina, garabateó algo en su libreta, arrancó la hoja y me la deslizó. Su histérica caligrafía decía:
«Llegó el tipo raro. El detective»
Observé disimuladamente el recinto.
Sólo había tres personas, un anciano tomando un café, la mujer montaraz y el típico hombre barbudo, de piel café que leía un periódico y comía carne asada con frutas a salmuera. Lo reconocería hasta con los ojos cerrados, él iba todas las noches, de seguro estaba ahí para fisgonear y espiarnos y darle información a mi madre, ya que Mirlo y yo solíamos hablar mucho a la hora de trabajar.
Una cosa era invadir nuestra privacidad en el trabajo, pero cuando nos volvíamos a casa...
—¡No veo la hora de salir de aquí y tener sexo con mi novia! —grité golpeando una espátula contra la plancha.
Sólo se oía el sonido de las luces de neón zumbando, el anciano continuó leyendo el periódico, la montaraz tosió y farfulló unas palabras a un interlocutor imaginario, y el hombre pretendió no escucharme. Me reí.
Cuando eran las doce sólo quedaba él y la mujer loca, como de costumbre, los fines de semana venían adolescentes o jóvenes algo ebrios, pero era lunes y todo estaba tranquilo.
Me tomé mi receso, me quité el delantal y fui al estacionamiento de Gornis, Mirlo estaba fumando allí, sentada sobre la motocicleta en la que había venido.
Se había levantado el vestido de modo que se le veían las bragas, odiaba las faldas, prefería andas en pelotas, yo también lo prefería. Cuando llegué ella no me miró, estaba concentrada en un punto de la pared, seguí el camino de sus ojos y me topé con un letrero que había colocado en un poste.
Era el rostro de mi madre, su mirada oscura te observaba severa, la mandíbula apretada, como si te retara a votar por ella. En la propaganda se leía «Vote por Andrómeda Lerna para gobernadora» Mirlo se bajó de la motocicleta de un salto, por un segundo sólo oí el rumor de la carretera y las pisadas de sus botas contra el agua del suelo. Apagó el cigarrillo en su cara, justo en la frente.
—Fumar es un habito que quiero dejar —dijo encogiéndose de hombros, imitándome. Me observó aburrida—. La mujer de allá huele rarísimo.
—Tiene aspecto sucio y vaya que lo tiene si alguien de Betún piensa eso.
—Ya, pero huele como si se hubiera ensuciado apropósito, no sé —se encogió de hombros—. Parece loca.
Había nubes y relámpagos colmando el cielo.
—Su detective no se va —anuncié mirando la propaganda de campaña, embutí las manos en los bolsillos y me encogí de hombros.
—No sé cómo no nos dimos cuenta antes —Se mordió el lado internó de la mejilla y me observó—. Mueve el culo adentro, te prepararé la cena.
—¿De verdad?
—Sí.
—¿A mí?
—¡Qué sí!
—¿Alguna vez volverá la Mirlo de antes?
—No lo sé.
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