23
Delante había un pequeño estacionamiento con el suelo de barro allanado y cubierto de hojas, generalmente estaba vacío, pero ese día había filas de vehículos dispuestos a ser reparados. Un claro de cien metros rodeaba el taller mecánico que habíamos construido, ellos vadearon la estructura y fueron a la parte de atrás: al cementerio.
Los autos que no podíamos reparar y todas las demás máquinas o artículos de la ciudad que se averiaban iban amontonarse y oxidarse en aquel paraje. El aire olía a oxido, humedad, agua podrida, lodo añejo y ratas.
Raquíticas y robustas pilas de chatarra se erizaban al cielo y delineaban los caminos en aquel valle metálico. Algunos vehículos tenían la pintura desconchada, los que se encontraban en la cima de las montañas estaban desteñidos por cantidad de horas expuestos al sol y los de la base conservaban la chapa inflada por la humedad. Los árboles crecían entre la basura como si no le temieran a nada, sus raíces se contorsionaban para aplastar la chatarra y la luz en ese lugar era casi nula.
De noche era un abismo de oscuridad y obstáculos, pero como los licántropos podían ver sin necesidad de luz, era tradición de la familia que cuando sentías tu transformación o entrabas a la manada te llevaran a cazar allí, donde se escondían todo tipo de animalillos.
Nos habían llevado a Ceto, Yunque y a mí cuando éramos niños. Ceto y Yunque habían ido lloriqueando porque querían regresar a sus casas y les valía madres la tradición de una manada a la que no querían pertenecer. Yo siempre había sido un niño reservado, me daba igual en la manada que estaba porque desde la muerte de papá no podía ser feliz.
Me había alejado del grupo, pero había sido el primero en cazar una rata porque había construido una trampa con cuerdas y comida, como no podía ver en la oscuridad, ni oír bien, había utilizado siete espejos que reflejaran la trampa sucesivamente, cada uno me permitía observar el panorama desde lejos.
Cuando había regresado con mi presa todos me habían felicitado, incluso Cuarzo y Tibia que para entonces eran dos adolescentes enamorados. Me había sentido parte de algo, algo desastroso e imperfecto, pero, a fin de cuentas, completo. Fue el primer lugar donde empecé a ser feliz otra vez.
Me pregunté por qué Cet y Yun me llevaban allí.
Ambos enfilaron hacia una camioneta de carga, su parte trasera estaba cubierta por una lona. La camioneta era roja y tenía dos ruedas desinfladas, los vidrios estaban salpicados de barro, lluvia y cubierto de pelo u hojas. Estaba comenzando a oxidarse, pero era uno de los automóviles destartalados que en mejor estado se encontraba, sus asientos todavía no estaban rasgados o húmedos; a veces tomaba siestas en su interior.
—Ya ¿A qué va esto?
—A que te queremos —contestó Cet trepándose, anclando sus pies en la rueda de la camioneta y doblando la lona, apartándola como una sábana.
—Ya ¿Y a qué va eso?
Yun descargó un baúl de metal, era muy antiguo, tenía grabado algunas insignias, eran imagines históricas que ornamentaban la superficie, labrados como lobos aullando a la luna o humanos siendo desgarrados por bestias. Aquellos tallados demostraban que el cofre era de principios del nuevo mundo, Betún estaba lleno de reliquias, ese cofre lo recordaba de mi niñez, era donde Circo, cuando no tenía tantas canas, apoyaba sus piernas para leerme cuentos.
Acostaron el baúl el en suelo.
—¿Qué es?
—Tu licantropía —respondió Yun tan sonriente que tenía hoyuelos en sus mofletudas mejillas y unos pliegues en su papada.
Él no era del tipo de chicos que sonreían y cuando lo hacía alteraba en lugar de tranquilizar, retrocedí.
—¿Mi licantropía es una caja vieja?
Ambos abrieron el cofre y señalaron su interior, no me acerqué.
—Sé que había bromas que decían que hay que salir del closet para encontrar tu sexualidad, pero no creo que haya que salir de un baúl para hallar la licantropía —proseguí.
—No, estúpido, es obvio que eres humano —se quejó Cet dejando caer los brazos desganado y observando el cielo—. Pero eso no significa que no puedas sentir lo que sentimos nosotros.
—De hecho, eso mismo dijo aquel doctor ayer, incluso pienso diferente.
Yun agitó una mano para hacerme callar, me agarró del cuello del overol y trató de llevarme en dirección al baúl, pero no controló su fuerza y fui derribado. Caí de rodillas al suelo, coloqué las manos para no estrellar mi rostro contra el piso cubierto de óxido. Ya estaba acostumbrado así que ignoré lo forzoso del movimiento, completé lo que él quería hacer y acerqué mis ojos hacia el baúl. En lo profundo sólo había extraños artículos como cristales redondos, tela metálica, parches, audífonos, prendas de cuero y unas gafas de aviador.
Ambos se inclinaron al suelo, imitando mi posición y revolviendo frenéticos en su interior.
—Mira, ayer cuando te dejamos solo con Mirlo fue porque vinimos aquí, no era para que aprovecharas y tuvieras pasión —explicó Yun y añadió—. Si yo no tengo acción nadie la tiene.
Cet rio, meneó la cabeza y continuó.
—Pensamos que, por ejemplo, no puedes ver más allá de una corta distancia, necesitarías esa antigua cosa que ya casi ni se usa, pero que era muy común encontrar a principios de la nueva era: binoculares. Eran muy usados por humanos y más por los licántropos antiguos, ayer toda la gente tenía ese tipo de cosas viejas e inútiles, conseguimos unos, y le añadimos algunos cristales más. Luego lo metimos en estas gafas de aviador, están un poco más gruesas como podrás ver, funcionan a resorte —Me tendió las gafas—. O a rosca. Si te las colocas podrás ver como nosotros. Al menos será una aproximación.
Agarré las gafas, eran gruesas como catalejos y estaban igual de comprimidas. Me las coloqué sobre los ojos, accioné los marcos y noté que comenzaban a desdoblarse y mi vista se maximizaba, podía ver los poros sudorosos de la piel de Yunque.
No sabía si quería ver eso. Pero me sentía muy agradecido de que les importara tanto cuando a mí no.
Estaban aguardando mi reacción, expectantes.
—Parezco un insecto —hablé y sonreí con gravedad.
—Siempre pareciste un bicho —me recordó Yun.
—Podemos hacer un traje entero, uno que iguale todo lo que hacemos —propuso Cet con ambición y esperanza, él no conocía otra forma de planear o soñar.
—Para la siguiente Ceremonia lo usarás, será sensacional, dejarán de llamarte el Chico Moratón.
—¿Me llaman así? —pregunté quitándome las gafas.
—Eh... eh... yo... eh...
Cet le dio un golpe y respondió por Yun:
—No, claro que no, pero tampoco tendrán razones para hacerlo.
Una brisa agitó las ramas del árbol más cercano y un remolinó débil de viento alzó las hojas enlodadas del suelo e hizo que planearan hacia nosotros. Ambos arrugaron la nariz, Yun se la cubrió.
—¿Qué ese ese olor? ¡Es horrible!
—Serás tú, cochino —lo acusó Cet y le dio un fuerte golpe.
—¡No soy yo el que apesta el baño de casa! —contraatacó verbal y físicamente.
—¡Tú roncas cuando duermes!
—¡Al menos duermo y no estoy toda la noche tocándome! —discrepó cerrando el puño.
Se hubieran puesto a luchar si el hedor agrio no fuera tan intenso y si yo no hubiera retirado lejos del interior de mi bolsillo la carta de plata. El metal comenzó a refulgir como si los amenazara con quemarlos. Ambos abrieron los ojos y detuvieron los movimientos.
—Recibí esto —dije y lo alejé de sus manos, alzándolo por encima de su agarre—. Es plata autentica, no la toquen.
Rápidamente les relaté lo que había sucedido esa mañana y para callar sus gritos le leí lo que había en su interior, cuando terminé me pidieron que la leyera una segunda vez. Se pararon de cuclillas y observaron incrédulos el papel. Terminé la carta nuevamente. Luego de pronunciar la última palabra en nosotros se engendró un silencio tan denso e inevitable como el óxido del lugar.
—Lo siento, Hyd —se lamentó Yunque como si él tuviera la culpa—. No sabía que comenzarían a bromear con eso.
—¿Bro-bromear? —inquirió atónito Cet, tenía los ojos muy abiertos como si quisiera espantar a todas las chicas y chicos del mundo—. ¡Esa es una carta de la verdadera Ciudad de Plata! ¡No puedo creerlo, es real, no se trata de una historia para niños! —se puso de pie y repitió una y otra vez hasta convertir su letanía en un susurro inaudible—. ¡No puede ser que sean reales! No puede ser que sean reales, no puede ser que sean reales, no puede ser...
—Es mentira —razonó Yun, alzando la cabeza para verlo—. Todo en eso dice farsa. De principio a fin ¿De verdad te crees la historia para niños de que se escondieron en una ciudad subterránea?
—¿Y cómo explicas que sea de plata? —Señaló con ambas manos mi hermano, estaba fuera de sí—. Y que huela como a Hydra, pero un Hydra diferente como si fuera otro humano y que también desprenda un olor a mucha plata, como si siempre hubiera estado rodeado de eso.
—La consiguieron, lógicamente —explicó Yun, sin sonar tan convencido.
—¡HAY MÁS HUMANOS! —rugió Cet haciendo ademán de arrancarse el cabello—. Chicas humanas, chicos humanos, ancianos humanos y niños humanos...
—No empieces —Yun puso los ojos en blanco y sus párpados temblaron.
—¡Podríamos preguntarles millones de cosas! ¡Una especie que no está extinta!
—No puedes creerlo —logré formular cuando me recuperé de la sorpresa que me causó el verlo tan convencido—. Que sea lo crea Runa es una cosa pero que te lo creas tú...
—¿Cuál es la otra explicación, Hyd?
—Una broma, obviamente —deduje, Yun asintió con convicción ante mis palabras—. Oigan, sólo quería mostrárselas.
Me puse de pie parar abrir la puerta de la camioneta abandona, estaba atascada por el óxido, coloqué mi pie sobre la chapa y me esforcé, sudé, mis músculos temblaron y nada. Me aparté y le hice ademán a Cet, él aferró la empañadura de la puerta, el metal chirrió y la abrió sin esfuerzo.
Cuando estuve en el interior de la vieja camioneta, abrí el compartimiento del acompañante, saqué un trapo que guardaba allí, se lo coloqué a Cet sobre la mano y luego encima puse la carta. Él hizo una mueca, tenía miedo, se estremeció y liberó el aire retenido en su pecho.
—Adrenalina, qué rico —murmuró para restarle importancia al asunto.
—No quiero ese tonto papel, no hay pruebas suficientes de que venga de... —Meneé la cabeza, cabreado con la situación y con la mirada de entusiasmo de Cet—. ¡Por favor, es una leyenda! ¡No puede ser de la verdadera Ciudad de Plata! Tiene más sentido creer que antes los humanos ovacionaban a las estrellas de rock o a los actores como si fueran diferentes o especiales.
—Hay evidencia historia de que lo hacían —contradijo Cet, aun absortó en el papel que descansaba sobre el trapo que cubría su mano.
—¡Nadie es tan tonto para hacerlo! ¡Ovacionar a alguien por fingir o cantar! ¡Si cómo no! ¿Y entonces que sigue policía corrupta? ¿Santa klaus? ¿Corridas de toros? ¿Microondas? ¿Ed Sheeran? Sí cómo no —refutó Yun—. Sería una tontería creer esos cuentos de humanos —condenó cruzándose de brazos y poniéndose de pie.
—¡Entonces me declaro tonto! —alzó la voz Cet.
—Siempre quise que dijeras eso, pero hablo en serio —advirtió Yunque, acariciando la barba rubia de tres días que crecía en su mentón.
—¡Yo también hablo en serio y esta carta también!
Me puse de pie y continué revolviendo en el cofre las cosas interesantes con las que podía hacerme un traje, me había gustado la idea, a Mirlo también le agradaría sobre todo si era para la ceremonia siguiente. Además, como inventor había aceptado el desafío.
Había unos guantes de jardinería, pensé que podía coserle las navajas de Mirlo o colocarlas para que saltaran con el mecanismo de accionar un botón, como garras reales. Simultáneamente a mis pensamientos Yun y Cet continuaban discutiendo.
—¿Por qué siempre arruinas todo?
—Yo no arruino nada —se defendió Yun—, todo lo arruinado ya gira a mi alrededor —trazó veloces círculos con sus manos como si describiera la órbita de un planeta.
—Y siempre eres negativo —Cet se cruzó de brazos y alejó la carta de su cuerpo—. ¿Qué no te gustaría divertirte un poco y soñar en grande?
—No tengo sueño.
—Me refería a fantasear —corrigió.
—¿Otra vez hablando de chicas?
—No me refería a eso, no te tomes todo literal.
—Sí que te referías a eso. Qué enfermo eres ¿Piensas con el pene?
—No tengo una mente tan grande.
—¡Eh! —dije poniéndome de pie y agarrando las cosas que necesitaba para el traje—. Lo dije cuando volvíamos del hospital y lo digo ahora, para mí el asunto ya murió. Vámonos, tengo una idea buenísima para el traje.
Ambos se olvidaron rápidamente de la carta, Yun agarró el cofre y lo arrojó sobre la camioneta como si barriera una hoja, el auto se hundió más en la tierra y el estallido metálico fue estruendoso. Los pájaros de los árboles volaron despavoridos. Los dos me alcanzaron.
—¿Lo harás? ¿Te gustó la idea del traje?
—Ya lo creo —respondí caminando de espaldas—. Pero olvídense de la carta y no la lleven a casa sin neutralizar el olor que a Tibia le da nauseas.
Dejé a los dos pasmados, parados atónitamente en mitad del cementerio de autos, con la sombra de una colina de chatarra oscureciéndoles el rostro. Cuando me volteé nuevamente escuché que festejaban y se palmeaban porque me había gustado su idea.
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