20

  No era inusual que ella escuchara extraños en la puerta de casa, eran las últimas horas de Ceremonia y todos corrían por los bosques, medios alcoholizados o borrachos de placer y euforia. Pero de todos modos me dirigí a la puerta, la abrí, no había nadie, ni nada, sólo un viento fresco y el sonido de los grillos. Estaba por cerrar nuevamente la puerta cuando descubrí un sobre plateado sobre el tapete, me incliné a agarrarlo.

  Parecía metálico, era duro como el cartón y me veía reflejado tal como proyectaría la superficie de un espejo. Leí el remitente.

De: La ciudad de plata.

Para: Hydra Lerna.

  Cerré los ojos tratando de controlarme porque en ese momento, por más humano que fuera, quería golpear algo o matar a alguien. Cerré mi puño sobre el bate, con los músculos rígidos y tensados, lo dejé cuidadosamente en la entrada. Cerré la puerta.

  Era sólo una broma de algún niño pesado que había leído el periódico, nada de otro mundo. Mientras me dirigía al cesto de basura más cercano, me recordé a mí mismo que no era nada nuevo, nuestra manada era la más burlada el día de los inocentes, ahora sólo debía pensar que todos los días del resto de mi vida serían el día de los inocentes.

  Arrojé la carta en el interior de un desechador, junto con toda la correspondencia de propuestas médicas que me llegaban semanalmente.

  Me quité la ropa ceremoniosa, había perdido el casco en el río, mejor así, era horrible. Me duché con la mente en blanco, lo cierto era que Termo Ternun había leído mi perfil psicológico y había dicho que, como humano, me gustaba pensar las cosas. Incluso había antiguos humanos que practicaban por semanas la meditación, esos asuntos de monjes no existían en mi mundo, entregado al deseo del ahora.

  Pero mientras me duchaba y sentía el agua caliente, no tenía nada que meditar. Al menos no por ahora. Me fui a la cama.

  Todo estaba en silencio. Mi habitación medía cuatro metros de ancho y largo, dormía en la litera inferior, bajo Cet. El catre de Yun estaba a un lado, debajo de unas repisas, había un pequeño pasillo en el centro, en donde sólo entrabamos si caminábamos en lateral y el resto estaba ocupado por piezas de computadoras, cables, libros, herramientas y cajas donde guardábamos ropa porque no entraba un ropero.

  No había una ventana en mi habitación, sólo una que habíamos pintado con Cet la primera noche que llegamos, en ella se veía una luna llena infantil y unos árboles que parecían raquetas.

  Estaba solo.

  No podía dejar de cavilar en la carta, en los adolescentes matones del lago, queriendo saborear partes mías como si fuera algún menú, ni en Mirlo regresando con heridas tan profundas que no habían sanado sólo para luchar por mí. Me giré debajo de mis sábanas, meditando en ella más que en nada.

  Mirlo. Mirlo. Mirlo. Mirlo. Mirlo.

  Cuando no pude resistirlo, me levanté y sigilosamente fui hacia su habitación.

  Ella compartía recamara con Panda y con sus hermanas Mar y Runa. Todo estaba en penumbras, Mirlo descansaba en la litera inferior, debajo de Mar, que se había dormido con audífonos colocados y viendo videos en internet, apagué su teléfono, le quité los auriculares y la cubrí con una sábana. Luego me incliné hacia mi chica, empujé a Mirlo, al otro extremo de su cama y me deslicé debajo de las sábanas, ella se desperezó, bufó y abrió los ojos ligeramente.

  La luz que procedía de la ventana real era violeta, estaba a punto de amanecer, la luna perdía su brillante fulgor, pero continuaba igual de enorme que antes.

  Ella abrió los ojos a intervalos, su mano ligeramente cerrada estaba entre nosotros, se había acostado después de ducharse y tenía el cabello casi húmedo. Me escudriñó en la oscuridad y parpadeó, así supe que seguía comportándose cariñosa e indulgente por la noticia que me habían dado, porque de otro modo, hubiera recibido una patada en el culo para que la dejara dormir tranquila.

  Un destello débil y enfermizo de luz perfilaba su rostro, podía verle el contorno de sus labios en la penumbra.

 —¿Qué? —preguntó tratando de ser amable—. Te dije que no me gusta hacerlo en casa. 

 —No vine para eso.

 —Me ofendes —sonrió.

 —Pero ya que lo mencionas... —susurré para no despertar al resto de las niñas.

 Me tendí de espaldas en su cama que olía a polvo y entrelacé las manos sobre mi estómago, ella dobló el brazo, hincó el codo en el colchón, recargó el peso de su cuerpo allí y apoyó su cabeza en la muñeca, con su otra mano trazaba el camino que recorrían mis nudillos como si estuviera viendo una cadena de montañas.

 —... mi madre sabe que siempre, después del trabajo, estacionamos en el bosque y nos vamos una hora o más a... —Aclaré mi garganta—. Lo insinuó cuando estábamos en el hipermercado.

 Ella enterró su cara en mi pecho para sofocar la risa.

 —¿Crees que nos vio? —preguntó, cuando pudo concentrarse, aun con una sonrisa pícara en el rostro, podía ver los hoyuelos de diversión que se le formaban en las mejillas.

 —Tal vez ella no, pero sí un detective o alguien que hizo el trabajo de investigar en su lugar.

 —¿Recuerdas al tipo que entra todas las noches en el restaurante a comer...

 —Carne y frutas en salmuera —completé—. ¿Dices que sea él?

 Mirlo lo meditó.

 —Si él fuera el detective quisiera su trabajo, solo come y ve porno ¿Tu querrías trabajar de eso?

 —Nadie me aceptaría por exceso de experiencia.

 Ella rio.

 —¿Crees que tengan grabaciones?

 Me encogí de hombros.

 —No quiero saberlo.

 —Yo sí, me gustaría verlas, porque según tú estoy hermosa, quiero comprobar cómo me veo.

 —¿No tiene espejos para eso, señorita?

 —Es diferente —dijo dándome un ligero golpecito con las manos, muy, muy ligero, casi ni me tocó, me rosó.

 —Estás hermosa siempre —contesté—, pero mucho más en ese momento, porque te presentas tal cual como eres, sin nada cubriéndote, desnuda, estás toda tú, toda tu belleza sin ninguna cosa o prenda interponiéndose, conclusión: estás más hermosa —expliqué tratando de verla en la oscuridad y preguntándome si me había escuchado.

 —Ya, lo pillo, tienes suerte de tenerme, señor Bermuda.

 —Neruda era el poeta humano, no Bermuda —traté de no reírme demasiado fuerte de ella para no despertar a las niñas y porque en realidad ella conocía al poeta porque prestaba atención a mis comentarios de historia, todos los autores humanos habían caído en el olvido, nadie más en esa casa a excepción de Mirlo y Maestro comprendería lo chistoso de su comentario.

 —Igual tienes suerte de tenerme —comentó burlona, un mechón de cabello azabache se le interpuso en el rostro, como una línea de penumbra, de oscuridad condensada.

 Se la corrí y la deposité detrás de su oreja.

 —Búscate otro novio. Recibí una carta.

 Ella se deslizó hacia mí en silencio y se recostó en mi torso, podía sentir sus pechos contra mis costillas y sus susurros cálidos desbordándose en tropel por mi cuello. Su latir golpeaba contra el mío, iba más rápido, así había sido siempre.

 —Está bien —accedió luego de un momento—. Me buscaré otro novio porque recibiste...

 —Una carta de odio.

 —Pero cuando llegue la revista semanal de Pimienta ¿Debo cambiar de novio también? ¿Quieres que cambie de pareja cuando reciba correos electrónicos o se limita sólo a cartas o correspondencia en papel? Más específicamente correspondencia de odio.

 —No estoy bromeando.

 —Nunca bromeas bien de todos modos.

 —Mirlo —susurré y la abracé—. Será mejor si buscas otra persona con quién estar, te será difícil andar conmigo ¿Qué pasa si nos hacemos grandes y tenemos hijos?

 —Te lo dije antes de que sepa que fueras humano —susurró—. Me casaré contigo Hydra Lerna y tendré muchos niños frágiles, perdedores y sosos. Pero sabes que no me gusta hablar de sentimentalismos, ni del futuro, ni nada de eso...

 —Hablemos de realidad, Mir, esos niños podrían salir humanos también, pondrían estar enfermos...

 —Tú no estás enfermo y si son como tú los amaré más aún.

 —En un mundo como este es como si lo estuviera, podríamos traerlos a la vida para sufrir.

 —Si no les gusta el mundo pueden irse —susurró—. Yo siempre apoyaré su decisión —Meditó unos segundos— y tú... puedes irte si quieres, tienes la posibilidad de abandonar todo, pero hazlo sabiendo que me destrozarás, me matarás a mí también.

 —Jamás te dejaría —Era la verdad más sincera que tenía.

 Ella suspiró aliviada, deseé que no llorara, no sabría qué hacer si se iba por las lágrimas.

 Lo extraño de nuestro mundo era que nosotros no veíamos mal el suicidio. Los humanos se horrorizaban ante la idea, incluso creaban centros para apoyarte y disuadirte, para que cambiaras de opinión, pero en el nuevo mundo las cosas eran diferentes. Nosotros éramos conscientes de que no tuviste opción de elegir si venir al mundo o no, simplemente naciste, pero sí te concedíamos la posibilidad de elegir irte. No está en tu poder determinar nacer, pero sí cuando quieres morir, acabar con todo.

 Claro que era una idea que siempre me había desagradado y en el fondo creía que a los demás también les repelía. Porque cuando alguien que amabas moría terminabas desecho, los humanos eran más inteligentes que nosotros. Mi padre había sido uno de los que decidió acabar con su vida y siempre me preguntaba si las cosas hubieran sido diferentes de haber continuado él. Tal vez mamá nos hubiese visitado.

 Una vez más deseé vivir en el antiguo mundo de los humanos.

 —Escuché lo que decía ese doctor de ti, siempre eres entusiasta y optimista cuando se trata de los demás. Anímame a mí, alégrame, Hyd —murmuró—. Quiero que tu melancolía se esfuerce en hacerme feliz, siempre lo hiciste, es lo que más me gusta de ti. Reservado y optimista.

 Me devané los sesos pensando en algo qué decir, cuando lo tuve susurré cerca de su oído.

 —Juntos podíamos crear una nueva generación de humanos —Cada vez hablaba más apresurado—, que sean muchos, darle una segunda oportunidad a dos especies que se destruyeron. O podríamos engendrar licántropos que no sean sensibles a la luz blanca, ni alérgicos a la plata. También podrían nacer licántropos con sentimientos, mentes e ideas puramente humanas, sin instintos salvajes, que inventen o recuerden. O humanos con habilidades extraordinarias.

 —Seríamos los creadores de todo eso —Más que una afirmación sonaba a una pregunta—. Una tercera raza.

 —Sí, tú y yo.

 Ella rio.

 —Acabas de hacer que una chica ordinaria se sienta extraordinaria, bravo Hydra Lerna.

 —Y no dejaremos que se vayan, se quedarán porque serán valientes, como su madre y padre.

 —E igual de guapos —propuso.

 —Si no más.

 Un grito se plantó en la casa,era un alarido de niño, aflautado y agudo, era de puro dolor. 

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