18

 De repente una luz roja nos iluminó como si estuviéramos cubiertos de sangre, fue repercutida por un estallido y más colores destellantes. Ambos observamos los fuegos artificiales del cielo. Se veían como capullos que florecían y se marchitaban en el instante, como un ciclo de vida luminoso y breve.

—¡Fuegos artificiales! —gritó ella como si no me hubiera dado cuenta.

Iba a burlarme, pero me abstuve. Mirlo abrió los brazos como si quisiera recibirlos y rio igual que una niña feliz, bajé mi vista y la vi gozar de los destellos fulgurantes porque lo único radiante del bosque, para mí, era ella.

Cuando llegamos al río divisé los característicos andamios de madera que se construían para hacer los clavados más peligrosos que podías imaginar. La gente trepaba a ellos, se quedaba cantando y gritando en la cima o se arrojaba para repetir el proceso. Había una sección del bosque que el río discurría al este y desembocaba en un lago, mientras que, cuando el río torcía hacia el oeste, chocaba con una pared del acantilado para luego continuar su curso.

En ese sector estaban los jóvenes que querían embriagarse y tener sexo toda la noche, o arrojarse una y otra vez al río para ver si no caían sobre rocas. Los árboles eran más espesos del otro lado del río por lo que la oscuridad era absoluta, no había antorchas de ese lado y podía oír algunos gemidos lujuriosos proviniendo de allí. De nuestro lado se ubicaban barras, andamios y pistas de baile improvisadas.

—Mira, ahí está el chico de los moretones —dijo una voz femenina.

Pero cuando volteé ya no había nadie ahí.

—Qué lento que es —comentó una voz procedente de la izquierda.

No me molesté en mirar porque sabía que cuando lo hiciera no habría nadie en ese lugar. Se movían más rápido que mis sosos ojos humanos. Mirlo apretó más mi mano, ella de seguro podía oír todo, iba delante de mí, observé sus hombros y estaban tensos. Le mordí la piel cariñosamente, ella volteó y oprimió los labios con pena.

—Olvidémonos del alcohol —comentó distraída, observando en varias direcciones a la vez, me pregunté qué cosas estaría escuchando.

—Era una buena idea.

—Qué va, era pésima —se lamentó y me miró divertida—. La última vez que te vi ebrio tenías dieciséis. Poca gracia, comentarios tontos, te tropiezas con cosas que no existen, sudas y te ríes como un cerdito.

—Usaste diminutivo en cerdo para que suene adorable.

Ella abrió los ojos.

—Si recordaras la risa que tenías, para describirla usarías todas las palabras, menos, adorable —Luego su rostro se puso un poco serio—. Vamos con el resto de la manda —Parecía que me suplicaba.

—Como quieras, terroncito de azúcar.

Ella rio de mi imitación de Circo y Pan.

—Oh mi cielito de caramelo, siempre me haces reír.

—Sí, vámonos de aquí, huele a mierda —concluí.

Nos dirigimos al lago que era el sector familiar, quedaba más cerca de nuestra casa, a unos diez minutos de caminata, casi ese arte de la naturaleza era nuestro patrio trasero. Había olas que eran creadas por el viento que agitaba las prendas ceremoniales de todos, el cabello de Mirlo ondeaba como una bandera, muchos estaban haciendo picnics alrededor de las aguas, el fuego de las antorchas o la luz roja de los faros iluminaba todo. Los niños nadaban en la orilla y en el centro de las profundas aguas había algunos adultos flotando.

Los más osados se arrojaban al ancho río y eran arrastrados por la corriente, de seguro allí estaría Cet, impresionando chicas o jóvenes. Observé las ligeras siluetas que se aventaban a las bravas aguas. Había mucha gente estrechando manos y hablando con las nuevas manadas de sus hijos o recibiendo niños, otros se limitaban a observar porque no habían perdido ni recibido a ningún miembro.

En un sector oscuro había gente bailando, con enormes parlantes que entonaban una música ruidosa, generalmente era para licántropos solteros porque allí se mordían, lengüeteaban y besaban mucho, rompían cualquier barrera de la intimidad. Era el núcleo del instinto y el desenfreno. Mirlo me lanzó una mirada que me advertía.

Me encogí de hombros y reí.

—¡No dije nada!

—Lo sé, nunca dices nada, por eso me gustas, niño.

Pimienta nos hizo señas desde el sector en donde se reunían: un mantel con algunos almohadones ubicados en forma de círculo, las familias más adineradas erizaban carpas enormes, más grandes que nuestra verdadera casa, pero nosotros tendíamos mantas en la arena y las rocas.

Runa estaba cerca de la orilla, en malla, con su cacerola atada a la cabeza, tratando de vencer el miedo al agua. La alcé y la senté sobre mis hombros. Ella se agarró de mi cabeza ante la sorpresa y me clavó las garras en el cuero cabelludo, sentí cómo me abría la carne y sangraba, retuve el dolor para no soltarla.

—Es agua líquida, no tienes nada que temer, Ru, no es hielo...

Mirlo me sonrió con ternura.

Estaba sumergida en el agua, sacó sus manos, hizo ademán de tomarnos una fotografía, posé como si fuera un luchador, Runa hizo lo propio; ella accionó el botón y extrajo la instantánea imaginaria, sacudió su mano para que se secara la tinta y la observó meneando la cabeza al ritmo de la música.

—Es la buena —me informó estampándole un beso a la fotografía invisible.

Mirlo se despidió y se fue a nadar con Remo que parecía un pez de tan diestro que era en el agua. Ambos hermanos se perdieron en la negrura del lago, parecía que nadaban entre estrellas.

Comencé a introducir mi cuerpo en el agua, estaba congelada, pero a casi nadie le molestaba así que a mí tampoco debería. La marea me dificultaba el paso, sentía las piedras arañando mi piel y lo gélido del lago calándose en mi cuerpo.

—No quiero entrar, Hyd —bisbiseó Runa agarrándome las orejas.

—¿Por qué? —pregunté mirándola por encima de mi cabeza, ella me acarició la frente y me corrió un mechón ensortijado de cabello, recostó su barbilla en mi cien.

—¿Sabías que Mar recibe cartas de un admirador, pero no quiere admitírselo a mamá? —preguntó cambiando de tema.

Un lobo de siete metros pasó nadando a nuestro lado, su pelaje era del color de las bellotas, de seguro se trataba de Catre, un vendedor de bienes raíces que en su forma humana medía casi dos metros. Gigante por naturaleza. Corrió hacia el agua y entró con la determinación de una flecha.

—¿Por qué no quieres entrar al agua, Runa?

—Tengo miedo —me susurró muy bajito para que nadie oyera que era cobarde.

—Eso es genial —admití encogiéndome de hombros con dificultad porque ella estaba sentada allí—. Así podrás demostrar tu valía no como esos tontos que nadan cuando no tienen miedo. Puedes enfrentar el agua, tendrá más valor.

Ella lo pensó un segundo, observó el cielo como si deseara que un granizo le cayera en la cabeza y la matara de una vez. Su labio tembló, estaba a punto de llorar, se contuvo, tragó saliva, comenzó a temblar y asintió, el colador de su cabeza emitió un tintineo.

Comencé a sumergirme, respiré aire hondamente y me introduje en el agua hasta que ella estuvo sentada en medio del lago, luego la elevé por encima de mi cabeza, resurgí y la sostuve en mis brazos. Ella me observó aterrada, sus pobladas cejas se inclinaron preocupadas.

—No me sueltes, Hyd —su voz tembló al implorar.

—Mira —dije señalando cómo el cielo se reflejaba en el agua, indiqué con la cabeza, ella bajó la vista a la proyección y luego la alzó a las constelaciones reales—. Esa es la estación espacial del país 52, la que se ve cómo un punto verde —Señalé mientras la sostenía— y es así porque está pintada de ese color y adentro estaba modelada como si fuera una selva tropical.

—Vaya —los ojos de Runa reflejaron todo lo que ella admiraba.

—¡Eh, humano! ¡Siempre supe que olías diferente! —me gritó un adolescente morrudo que estaba a unos metros.

Las cabezas de sus amigos flotaban en al agua con el cabello pegado al cráneo. Estaban cerca de una rivera escarpada y rocosa, la copa de un árbol creaba una sombra, del color del petróleo, sobre ellos. El chico comenzó a darles golpecitos y chapotear para que todos sus amigos lo miraran, giraron hacía él y luego me señaló.

—¡Se los dije! ¡Leí de él en el periódico! —Aporreó el agua—. ¡Es el hijo de la gobernadora, es humano!

—¿Qué?

—No puede ser verdad, se murieron —opinó una adolescente de piel café, clavándome los ojos como lanzas, dudó y con un movimiento de mano me indicó—. ¡Eh, acércate!

Negué con la cabeza.

—Es una orden, humano, una orden de superiores.

Runa frunció el ceño y arrugó los labios con asco, su cuerpo tembló más que antes, pero en esta ocasión era un espasmo de rabia.

—¡LOS HUMANOS NO EXISTEN, ÉL NO LO ES! ¡LO QUE HUELE MAL AQUÍ SON USTEDES! —defendió mi nombre y trató de nadar hacia ellos para luchar por mi honor, pero luego recordó que no sabía flotar y se pegó más a mis brazos.

La sostuve y me pregunté si ella se asustaría si me sumergía, me hundía a la profundidad y luego nadaba lejos de aquellos chicos que olían a alcohol, no tenía que ser un licántropo para notarlo. Su aliento pútrido parecía venir del alma y no de sus bocas.

Aunque la mitad de ellos se mostraba perfectamente sobrios, lo cual era peor.

—¡Acércate, humano! —ordenó furiosa una chica.

—Nunca lo vi transformarse.

—Ni yo.

—Es que no puede.

—¡Claro!

—Dioses, no termino de pillarlo, es rarísimo.

Unos chicos comenzaron a murmurara entre ellos, sonreían, había sangre en sus dientes que comenzaban a crecer y alargarse. El rostro de Runa denotó pánico al oír lo que tramaban, me agarró de los hombros y presionó asustada, sentí los moretones creciendo y propagándose como manchas de tinta. Ella también me susurró:

—Hydra, quieren darte una lección por ser humano, van a golpearte —Me observó desamparada—. ¿Por qué dicen eso? No eres humano. Hyd, vámonos de aquí, son nueve, quieren masacrarte para ver cómo no sanas.

—¡Cierra el pico niña soplona! —aulló una adolescente, alzando un puño en el agua.

—Él no nos escuchó —dijo otro chico volteándose a sus amigos con una sonrisa sádica—. ¡No tiene nada de nada! ¡Es una pena que no pueda oírnos cómo nos acercamos para matarlo de una vez!

—No tiene nada de nada —repitió otro.

—¡A TI TE DARÉ ALGO, PUTA! ¡VAMOS A LA ORILLA Y TE MATO A TI, CARA DE CULO! —aulló Runa con su voz infantil.

—Vamos a matarlo —propuso un chico sonriendo, incapaz de contener la alegría—. Es de tercera clase sólo tendríamos que pagar fianza.

—Es ilegal el asesinato, hombre —le recordó un chico sobrio que parecía indignado con la situación y con la ineptitud de sus amigos—. ¿Quién mierda te crees?

—Pero no es de nuestra especie, sería como asesinar a un simio o un perro ¿O no? Piénsenlo, la ley no lo ampara, no es de nuestra especie.

—Es mucho dinero de fianza —lo pensó otro.

—No podemos matarlo —se quejó una chica—. Mi madre cree en Jesús, Buda y Ra, es pecado. Reacciona, no sabes lo que dices.

Tragué saliva, preocupado, no tenía velocidad suficiente para huir. Había dejado la espada-escopeta en la orilla. Coloqué a Runa detrás de mí, la cargué como si fuera una mochila y ella me rodeó el cuello con los brazos.

No sabía cómo actuar, nunca me había enfrentado a una pelea, solía evitarlas con la misma facilidad que Mirlo las buscaba. Quería proteger a Runa, era en lo único que pensaba, ella no sabía nadar y si la soltaba y se hundía la perdería para siempre, sería como soltarla al especio exterior sin un traje hermético.

—Quisiera ver si se le hincha el ojo —Rio uno, conteniendo las ganas de romper mi cara—. Eso sí podemos hacerlo ¿O no? Mira sus labios están morados. Tiene frío.

—¡No puede ser verdad! ¡El siglo seis tiene al primer humano en toda la nueva era!

—¡Vamos a ver si se quema!

—¡Yo quiero un diente de humano!

—Yo quiero probar su sangre, dicen que era dulce.

—Seguro su carne es más blanda. Puede vivir con un brazo menos.

—¡Ya no aguanto! —canturreó uno tratando de abalanzarse, el líder del grupo de adolescentes se lo impidió.

Era moreno, me observó como un depredador, su labio se curvó fríamente y me enterró los ojos, él atacaría primero, podía leerlo en sus movimientos. Nadando lentamente fue rodeándonos, pavoneándose por las dos presas que cazaría.

Runa comenzó a chillar horrorizada y a llorar. La observé, a los ojos, las estrellas y las estaciones espaciales se reflejaban en ellos como si quisieran recordarnos que debíamos divertirnos. Yo estaba jadeando, ella sollozando y cerrando sus parpados, el resto nadaba hacia nosotros.

Si me cogían la soltaba y si perdía a Runa ella se ahogaría, ninguno de esos chicos la ayudaría a nadar porque ellos no sabían lo valiosa que era. Estábamos muy lejos del resto de la gente.

—Ru, contén la respiración.

Por suerte, y por única vez en la vida ella me obedeció. Infló sus mejillas de acuerdo con mi advertencia, suministró a sus pulmones de todo el aire que fue capaz y nos perdimos en las profundidades.

Mientras descendía, la presión aumentaba y el pecho se me encogía, me pregunté si no sería mejor desaparecer. Aun tendrían el dinero. Ellos estarían bien, qué digo, mejor. No me importaba morir, papá lo había hecho demasiado fácil, como si supiera que los riesgos valían por la recompensa.

Esos chicos habían sido el comienzo, habría más matones en un futuro. Pero luego sentí las manos de Runa abrazándome el cuello, yo era una de las pocas personas en las que confiaba. Era su mejor amigo, siempre me lo recordaba regalándome inútiles brazaletes de la amistad y dibujos que no servían para nada. No podía abandonarla, jamás me lo perdonaría. Si la soltaba se ahogaba.

No podía dejarlos. Al menos yo no lo haría, si me separaban de ellos sería porque alguien me mataría por accidente.

Y en ese momento, por segunda vez en mi vida, hundiéndome también por segunda vez en las mismas profundas entrañas de un lago congelado, supe que moriría joven, que mi muerte estaba escrita y pactada, que no importaba qué caminos tomara, todos los senderos me conducirían a ella.




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