17

 Cuando llegamos a casa estaba anocheciendo nuevamente, los grillos entonaban su rítmico sonido, los pájaros tronaban sus últimas melódicas despidiéndose de su amigo el sol. Las calles del pueblo estaban repletas de gente bebiendo, la acera se encontraba sembrada con papeletas de colores brillantes. El bosque me recibió con su aroma a tierra fresca y pino, como si para él no hubiera cambiado en absoluto.

En la entrada Tiara y Argolla estaban tocando instrumentos que había fábricado, para ellas, en el taller. Eran especialmente para ser tocados en la ceremonia porque la guitarra era demasiado angosta y su final puntiagudo era una lanza. Los niños la rodeaban y la escuchaban con atención. La luz amarillenta de la casa alumbraba las hojas secas que revestían el suelo como si estuvieran sobre una superficie de fuego.

Al venos llegar la música se detuvo, se pararon de un brinco y todos rodearon la camioneta como una corriente de agua bordea la roca de un río.

—¡Hydra, Yun, Cet, Mirlo! —gritaba Rueda dando saltos—. ¡Tenemos un nuevo integrante este año!

Hacía dos años que nadie llegaba a Betún, me bajé de la camioneta imitando al resto y todos nos rodearon y bombardearon de información. Rueda, Runa, Pato, Panta y Mar comenzaron a decirnos todo lo que había transcurrido en la Ceremonia.

El niño nuevo se llamaba Papel y estaba en el hospital porque había perdido una pierna luchando, al parecer no habíamos sido su primera opción, provenía de la manada Roble, una de las mejores tres del país, y sólo había accedido a retarnos cuando ya no se podía mantener en pie. Nuca y Cartílago lo habían llevado al hospital junto con Milla y Rudy. El resto de la manda se encontraba festejando y ellos se habían quedado en la casa para esperarnos.

Les dije que todo había salido bien en el hospital porque no quería arruinar su día festivo, ellos me creyeron la mentira y se fueron corriendo al río para continuar con la celebración. Sin embargo, las primas Tiara y Argolla observaron el semblante alicaído que teníamos, asintieron como diciendo «Ya nos los dirás después» y guiaron con sus lanzas y cayados a los niños.

Estaban vestidos con pieles de animales; la cara, los brazos y las piernas estaban pintadas con líneas o runas. Lucían ropa ajada y vieja, en ese día generalmente se ostentaban los atuendos típicos que se usaban cuando había resurgido la nueva sociedad: se solía usar arrapos.

Después de que la gente mutara a licántropos y matara a los humanos, el mundo había quedado sin vida inteligente por unos años hasta que aprendieron a controlar sus impulsos animales. No fueron muchos años de oscuridad, tal vez cincuenta u ochenta, hasta que supieron manejar la rabia de la transformación y elegir cuándo verse como humanos y cuándo como lobos. Pero para entonces la gente solía usar pantalones raídos, el torso descubierto, cuentas u otra cosa, prácticamente vestía como los antiguos indígenas humanos, pero un poco más avanzados en el tiempo. Cargaban lanzas, ballestas, bastones o híbridos entre escopetas y espadas.

Maestro solía decir que aquella palabra que podría describir los atuendos y costumbres de la generación que inició la nueva sociedad era: postapocalíptica. Como fuera, era un día de gloria para la manada Betún porque nosotros usábamos ropa desgastada y de ese estilo los otros trecientos sesenta y cuatro días del año, pero sólo en la Ceremonia nos lucíamos. Era el único día en donde nuestra ropa pintaba bien.

Mirlo me miró inquisitivamente, me agarró la mano y me jaló ligeramente en dirección a la casa.

—Si no tienes humor para los festejos podemos quedarnos a ver películas —propuso, me agarró el cuello de mi remera y la alisó— o podemos...

—Vamos a festejar, siempre me encanta celebrar cuando un niño pierde la pierna.

No entendió mi sarcasmo.

—¡A mí también!

Pude ver que en sus labios se trazó una fugaz y relajada sonrisa angelical, pero no pude verla lo suficiente porque el injusto sol se desvanecía con rapidez. Toqué sus labios preguntándome si me podía desvanecer con esa sonrisa o descansar un rato allí.

Inmediatamente Yunque y Ceto se me arrojaron encima quebrando para siempre cualquier momento que tuviera con Mirlo. El peso de ambos me tumbó y caí de bruces al suelo húmedo y mullido del bosque. Los tres se partieron en carcajadas:

—¡Feliz día de Nacimiento! —rugieron al unísono como si quisieran que cada rama del bosque los escuchara.

Agarraron hojas muertas, húmedas y apelmazadas con lodo y me la embarraron a la cara. Le di una patada a Yunque en la entrepierna, que al parecer tenía frío otra vez; rodé por el lodo, cerqué el cuello de Cet con mi brazo y le hice una llave que lo derribó al suelo. Él fingió resollar abatido, ahora sabía que siempre que le ganaba en una pelea era porque interpretaba una derrota que nunca tenía lugar.

Pero no me importaba. Había odiado ese día siempre, antes de los diez temía perder en la Ceremonia y luego de luchar lo aborrecía por haber perdido. Pero ese día me prometí divertirme.

En ese día se solía, más que nada, luchar, correr, nadar, demostrar tu resistencia y tu valía. Incluso algunos tenían sexo toda la noche, se desenfrenaban. Dejaban que ese instinto animal que reprimían constantemente, desde de la nueva era, aflorara y echara raíces. Era la primavera del sentimiento salvaje, su único momento de crecer. Yo jamás había experimentado ese desenfreno que sentían los demás, pero me dejaba contagiar por su felicidad.

Corrí a la casa, Mirlo se colocó el atuendo que tenía preparado frente a mí: una falda hecha jirones que revelaba todos sus muslos, una remera que sólo su cubría su busto, brazales con navajas, guantes sin dedos y unas botas de piel que le había regalado para su cumpleaños. Pinté su cuerpo mientras ella daba pequeños saltitos.

—Rápido, rápido, rápido, nos perderemos la mejor parte de la fiesta.

 —Si todavía no llegamos dudo que sea una fiesta —respondí con mi monótona voz.

 No teníamos mucho dinero para pintura así que usábamos agua con carbón, tracé líneas en sus brazos y runas antiguas en su abdomen, ella no podía evitar estremecerse o reírse cuando dibujaba en su estómago.

—Quieta ¿quieres?

—Es que me da risa tu expresión concentrada ¿Quién se concentra para pintar?

—Un artista —respondí inflando el pecho con suficiencia.

Ella observó los dibujos de su abdomen, hizo una mueca.

—Vaya, si abres una galería de arte ganarías mucho dinero.

Dejé el cuenco con tinte en mis rodillas. Estaba inclinado frente a ella.

—¿De verdad?

—Sí, les harías pagar para que entren a la galería y cuando vean tus cuadros ellos pagarían el doble para salir —Le tiré gotitas de tinte en la cara—. Ya estoy —dijo golpeando mi mano y alejándola de su abdomen—. Tu turno.

Me quité la remera, ella me mordió el hombro, protesté y rio mientras volcaba el líquido sobre mi espalda. Desenfundó una de las navajas de su brazal, el metal siseó al ser desenvainado y rasgó mis tejanos, hice una mueca porque eran mis favoritos. Agarró un casco con el cráneo de un oso y me lo caló sobre la cabeza. Ella asió un bastón que cargaba en el extremo inferior una cuchilla, yo agarré una escopeta que el cañón tenía una espada en su lado reverso.

Cet se había colocado un collar de plumas y un tapado de pana que le llegaba hasta los pies, con el torso musculoso descubierto, claramente. Él era del tipo de chicos que en lugar de demostrar su fuerza le gustaba «socializar» con chicas esa noche. Toda la noche. Yun se había cubierto tímidamente de pies a cabeza, parecía un fantasma, sobre su cara llevaba una máscara. No se le veía nada.

Cuando estuvimos listos corrimos hacia el río, hacia el corazón del bosque. La luna había ocupado completamente el horizonte.

En los otros días del año nadie quería vivir lejos de la ciudad, pero en la ceremonia era diferente, todos iban a pasear a los bosques que descansaban en las faldas de los acantilados.

Cada cosa, debajo de las sombras de los árboles, se apoderaba de una tonalidad cobalto. El cielo estaba de violáceo. Las sombras de Yun y Cet se nos adelantaron. Se podían oír el sonido de los tambores, reblando como corazones de guerreros, intermitentemente. Habían colocado antorchas, dispersas entre las agujas de pino secas.

Mirlo se detuvo, apoyó mi espalda contra un árbol y me observó. Estábamos jadeando y solos.

La besé. Podía oír el sonido de peleas, las risas que arrastraba el viento, el olor a carne asada que colmaba el aire. Me pregunté cómo lo viviría ella, seguramente se intensificaría todo; podría oír lo acelerado de mi corazón, oler el sudor frío de las batallas, la sal en la sangre, el chasquido de espadas y el rugir de armas, el crujido de mis pulmones al llenarse de su aliento.

Todos los licántropos se sentían más extasiados, más libres, desenfrenados y felices cuando venía la luna llena, algunos lo experimentaban de forma opuesta, se ponían violentos e impulsivos, pero, fuera como fuere, era una noche de juerga. Siempre estallaban fiestas cuando salía la luna llena pero esa celebración era la mejor de todo el año porque Mirlo de verdad la disfrutaba y ella me hacía gozarla a mí.

Yo jamás me había sentido diferente esa noche, ahora ya sabía por qué. Para mí era un día como cualquiera, pero para ella...

Clavó sus manos en mi espalda y comenzó a descender. Continué besándola. Notaba que estaba dudando, no quería tocarme, pensaba que iba a lastimarme, podía sentirlo cuando hundía sus manos en mi piel y luego las alejaba sin saber qué hacer. Llevó sus dedos en mi nuca y enterró sus uñas en mi cabellera, me dolió y gemí, ella suavizó el agarré y yo no paré de besarla. Era adictivo, sabía a carbón y olía a hierbas. Coloqué mis manos debajo de sus muslos y al alcé, ella me rodeó en cuello con los brazos. Estaba cálida en la frescura del bosque, su piel era suave como una caricia. La observé.

—Deberíamos ir al río —exclamé sin convencimiento.

—Qué aburrido —Bufó ella recostando su cabeza en mi hombro.

—Podría pasar alguien —propuse.

—¿No te gustan los tríos?

—Podría pasar un anciano, Circo, por ejemplo.

Me empujó y se desprendió rápidamente de mí, la solté, la recorrió un respingo y emitió una arcada, mientras pateaba y daba saltitos.

—Que repulsivo eres. Qué asco, necesitaré terapia para borrar eso de mi mente.

—Y no me toques como si fueras a lastimarme.

Ella sonrió juguetonamente.

—Estaba practicando algo nuevo.

—Ah ¿Sí? ¿Cómo se llama? ¿Humillar a Hydra?

—Se llama cierra la boca, cabrón.

Reí, la agarré de la mano y la llevé en dirección al cause de agua, ella oprimió los labios como si estuviera viendo algo adorable, me aplastó las mejillas con la mano que tenía libre y gruñó.

—Pero qué lindo eres.

—Qué raro que pienses eso estando sobria.

Me enterró la punta opuesta de la lanza en el estómago, me encogí de hombros procurando no demostrar que me había dolido.

—Jamás me he emborrachado, es difícil hacerlo cuando el alfa de tu manada es tu padre y odia el alcohol. Y sabes que soy respetuosa y leal. A veces me canso de ser tan perfecta todo el tiempo, necesito vacaciones.

—¿Estás tomando un año sabático? —le pregunté saltando una raíz robusta.

—Ya quisieras. Esta noche el que estará de vacaciones de ser un amargado serás tú.

—Tiemblo.

—Vas a embriagarte, muchachote, sin que te vea mi padre, claro.

—No veo la hora de que eso suceda —dije sin ánimo alguno.

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