-S E I S-

«—Te veo mañana en la escuela, ¿Ok

Pero el mañana no llegó. Midoriya no fue a la escuela al día siguiente, ni al siguiente de este. Ágata, en más de una ocasión, se había planteado ir a buscarlo. Pero casi de inmediato visualizaba a Izuku sonriendo para engañarla, y después soltar la mentira de "estoy bien" seguida de: "mañana sin falta iré". Ya lo sabía, lo veía venir. Sin embargo, el hecho que su mejor amigo se empeñara tanto en sumergirse en ese frívolo pozo de soledad le alarmaba. ¿Acaso su amigo querría alejarse de ella?

—¿Otra vez Izuku, faltó? —exclamó Genki al ver a Ágata caminar sola. La joven asintió tímidamente con la cabeza—. Bueno, supongo que tendré que acompañarte a casa otra vez.

Ambos iniciaron su camino en silencio, y justo cuando salieron de la escuela, a la distancia Inko Midoriya les veía. Estaba nerviosa, buscando en los rincones más oscuros de sus recuerdos si esos rostros eran familiares.

—¡Señora Midoriya! —exclamó Genki al verla.

La mujer inhaló profundo antes de responder:

—Necesito su ayuda.

—¿Tiene que ver con Izuku? —inquirió Ágata dando en el clavo.

—Izuku, no está bien —declaró bajando la cabeza con preocupación.

Aquel día, cuando su hijo salió corriendo de casa tan repentinamente, ella estuvo tentada a perseguirlo. Sin embargo, su sexto sentido de madre se activó, y le ordenó que entrara a su alcoba. Aunque la mujer no lo comprendió, obedeció con escepticismo esa orden, empujando con un dedo la puerta entreabierta. Quedó horrorizada al ver el desastre que su hijo había causado, sintiendo fuertes punzadas que despertaron una sensación de temor en la boca de su estómago. Sus piernas flaquearon al ver destrozado un retrato de ellos dos juntos, cerca del bote de basura. Sus lágrimas salieron para dar a conocer la agobiante melancolía que la inundó.

¿Por qué? Trató de justificar las aberrantes acciones de Izuku, pero todo la llevaba a culparse de ser una horrible madre, tan incompetente, que no era capaz de entender a su único hijo.

Salió con una mano en sus labios, en un esfuerzo de mitigar sus sollozos. Estaba más destrozada que esa alcoba, más herida que esas figuras de acción, más triste que el nublado cielo. Finalmente cayó al suelo, apoyando su espalda en la pared. Sollozó fuertemente por más tiempo del que pudo mantener la cuenta, y su hijo regresó. La miró con los ojos cristalizados y corrió a arrodillarse frente a ella.

—¡Perdón! —pidió antes de envolverla en sus brazos—. ¡Por favor perdóname, mamá! ¡Lo lamento, perdón, perdón!

Inko no podía hacer nada, había perdido el control de su propio cuerpo. Quería decir tantas cosas, disculparse por tantos errores, mirar a su hijo a los ojos y decirle lo triste que estaba por no ser la madre que él merecía, pero, no era capaz de moverse. No podía apartar el rostro del pecho de Izuku, quien con sus manos la refugiaba ahí.

—¡Mamá, perdón! —repitió una y otra vez hasta que Inko fue capaz de decirle que aceptaba sus disculpas.

Aquella noche, ella no durmió bien. Recordó aquel viejo cuento de la princesa y el guisante y no pudo evitar sentirse igual [1]. Parecía que todo estaba bien. Ella y su hijo se habían disculpado, incluso Izuku le besó la mejilla antes de irse a dormir, pero no se sentía tranquila. Había un guisante molestándola, y no lograba entender qué fue lo que lo puso ahí. No lo descubrió hasta el día siguiente, cuando al despertar y pasar por su habitación, lo escuchó hablar con alguien. No pudo captar la voz del interlocutor de su hijo. Cuando menos lo pensó ya había tocado la puerta.

—Pasa —dijo Izuku con sencillez.

—¿Con quién hablas? —inquirió claramente confundida al ver que su hijo estaba sólo.

El joven levantó con la diestra su teléfono celular antes de responder:

—Es un amigo de mi salón. Necesita ayuda con una tarea.

—¡Oh! —exclamó—. Entonces no te interrumpiré —con una media sonrisa salió de la habitación.

Ese día Izuku faltó a la escuela. También los dos días siguientes. No salió de su alcoba, y para los ojos de Inko, hablaba demasiado por el celular. En la tercera noche, ella se levantó a la mitad de la madrugada por obras del destino, y podía escuchar a su hijo desde su habitación murmurar con nerviosismo algo.

Inko pasó saliva antes de salir de la cama. Se acercó lentamente a la alcoba de su hijo y abrió la puerta sin hacer ruido, dejó suficiente espacio para que uno solo de sus ojos pudiese adentrarse al interior. Tuvo que llevarse una mano a los labios para impedir que su asombro abandonara su cuerpo, estaba percibiendo una especie de terror que nunca antes había experimentado, cuando vio que su hijo estaba hablando consigo mismo.

—No lo haré —se decía en lo que parecían ser lamentos, súplicas—. Eso está mal. No puedo hacerlo... Cállate, no lo haré.

Entonces Inko sintió cómo su propio instinto de humano acaparaba el de madre, y le advirtió que algo malo se avecinaba. Regresó a su habitación olvidando cerrar la puerta, y se metió entre sus sábanas cerrando con fuerza sus ojos. Tenía miedo, el corazón estaba vuelto loco. Nunca antes se había sentido tan desprotegida en su propia casa, y eso le aterraba.

Entonces llegó un peso extra en su cama. Inko sintió que moriría, cuando la mano helada de Izuku puso un mechón de su cabello detrás de su oreja. La mujer siguió cerrando los ojos. Percibió cómo acariciaban su mejilla y después Izuku susurró:

—Duérmete —con un tono tan bajo, que a su vez era una orden altamente gritada.

El peso extra desapareció. Inko se armó de valor para abrir con lentitud los ojos, y entonces, pudo ver la sombra de Izuku en la pared. Sintió que su mirada estaba posada en ella. Nunca imaginó temerle tanto a la presencia de su propio hijo. Podía asegurar de que algo malo pasaría. Estaba paralizada, igual que un ciervo asustado, mirando fija y detenidamente la sombra de su depredador. Permaneció queda por tanto tiempo, o tal vez era el miedo lo que le hacía pensar que la noche nunca terminaría.

Llegó el punto en que el joven abandonó la habitación dejando la puerta abierta. Inko no tuvo el valor de moverse. No sabía si Izuku creía que estaba dormida, o simplemente se aburrió de verla.

Aquella noche Inko no pudo pegar el ojo. Sabía que su hijo tampoco. Cuando el sol comenzó a salir, ella se levantó. Tenía un hambre voraz, rogaba por un buen paquete de galletas y tal vez algún café, y entonces, miró a su hijo viendo perdidamente la pared en la sala. Se quedó parada unos minutos antes de que el joven se percatara de su presencia.

—¡Ah! —dijo él—, ¡buenos días!

Ella pestañeó dos veces antes de responder con torpeza:

—Hola.

—Escucha, mamá, voy a salir un rato —se puso de pie y se acercó a besarle la mejilla—. ¿Necesitas que traiga algo?

Inko Midoriya negó con la cabeza y se despidió de su hijo. Estaba muy preocupada aún. ¿A dónde habría ido? No sabía qué era exactamente lo que estaba pasando con su muchacho. Aprovechó que estaba sola y ella misma se decidió a buscar respuestas, no sin antes tomar unos tres paquetes de galletas de la despensa.

Humildemente se acercó a los amigos de su hijo y sin darles muchos detalles les pidió que hablaran con él.

—¿Entonces escuchas voces? —inquirió el anciano hombre hechando una mirada por encima de sus delgados anteojos.

—S-si señor. Eso creo —titubeó bajando la cabeza.

—¿Y qué te dicen?, ¿quieren que hagas algo malo? —Izuku negó con la cabeza—. ¿Te piden que le hagas daño a alguien?

—No —mintió—, ellas me hacen recordatorios. Cosas como: "No olvides entregar la tesis", o: "Dejaste la puerta abierta"

El médico comenzó a anotar algo en su blog de notas y después dejó su bolígrafo sobre el escritorio.

—Entonces, ¿por qué te alarma tanto escucharlas?

—B-bueno, señor, no es nada normal escuchar voces en tu cabeza.

—Pero dices que ellas son inofensivas. ¿No crees que tal vez, puedas ser tú mismo quien te dé esos recordatorios?

Algo iba mal, necesitaba ayuda más no quería levantar sospechas de ser un lunático. Debía saber medir que tanta información sería prudente revelar.

—Bueno, ellas a veces son muy, insistentes.

—¿Qué tan insistentes?

—Gritan. Cuando cometo algún error ellas lo hacen muy fuerte, muy molestas. Sus ruidos no me dejan escuchar a los demás.

—¿Qué te dicen? —el médico se sentó al borde de la silla para poder darle un poco más de atención.

—Me insultan, me recuerdan a cierta persona que alguna vez me hizo añicos.

—Señor Midoriya, ¿usted tenía abusadores en la infancia? —el joven afirmó con la cabeza—. ¿Qué hace usted cuando sus voces lo agreden.

—Las ignoro. Al principio eso lograba tranquilizarlas pero, ahora se molestan más. Es fácil ignorar sus insultos, pero no quiero que comiencen a darme órdenes.

El hombre pareció meditar un poco lo dicho, antes de hacer unas anotaciones más.

—Señor Midoriya —le dijo—, voces que tienden a ser agresivas recurriendo a los gritos. Considerando que esto le está agrediendo, le daré un psicotrópico para tratar de mitigarlas. Pero esto tiene sus efectos secundarios; le deja terriblemente la boca seca, procure tomar una cada doce horas. Recomiendo beber algunos electrolitos para contrarrestar la deshidratación —le entregó una receta con lo antes dicho.

—Gracias señor.

—No me lo agradezca. Lo veo aquí en mi consultorio en dos semanas para ver cómo sigue, ¿vale?

El muchacho asintió con timidez, y a paso lento salió. Estaba asustado. Durante exactamente tres días no podía ir a la escuela. Cada vez que se disponía a salir de su habitación, escuchaba a sus voces diciendo que matara a todos, que comprara gasolina y unos fósforos. Insinuaban que hacer aquello sería tan fácil y tan divertido. Aunque Deku las ignoró al inicio, se pusieron peor, gritando como si estuviesen ardiendo en llamas, gritando aguda y estrepitosamente, resonando en sus oídos. Añoró por esos tres días poder conseguir un poco de silencio, sentía que se estaba volviendo algo peor que un loco, sentía que se estaba convirtiendo en un asesino. Pues de verdad estuvo dispuesto a matar a su madre la noche anterior, si así lograba callar al coro de demonios que lo atormentaban.

Se adentró en una farmacia sencilla, y compró seis botellas de electrolitos. Se sentó en las mesas exteriores. Sacó las pastillas que el médico le había dado y se dispuso a iniciar su medicación.

—¡Espera! ¡Alto! —le gritaron sus voces—. ¡No nos hagas desapacer aún! ¡Te ayudaremos a tener tu ciudad justo como la quieres! —Izuku permaneció quieto con la botella en la mano. Sus voces decidieron aprovechar ese silencio para añadir—: ¿Tú deseas que aquellos que no merezcan un Quirk no lo tengan? ¡Te ayudaremos! ¡Sólo tienes que robar sus Quirk!

Midoriya permaneció quieto. Por un fugaz momento estuvo tentado a seguir escuchando aquellos murmullos, que por primera vez, dijeron algo que le interesó. No obstante, recordar sus últimas noches en vela bastó para que meneara la cabeza y se decidiese a tomar su pastilla.

N/A

[1] Para aquellos que no lo conozcan. El cuento de la Princesa y el guisante es el siguiente:

Había una vez una reina que tenía un hijo. El chiste es que la reina no era capaz de encontrar una princesa merecedora de ser la esposa de su hijo y pues eso le molestaba.

Una noche lluviosa llegó una doncella a la puerta del castillo. Llevaba un fino vestido de seda ya empapado y maltratado por el agua y en su cabeza llevaba una fina coronita. La doncella pidió asilo y dijo que era una princesa.

La reina, aún escéptica, le permitió quedarse. Pero quería asegurarse de algo. Según las pautas que la doña tenía: una princesa debía ser tan delicada y fina que sería capaz de sentir un guisante debajo de cien colchones. Y así lo hizo. Mandó a preparar la habitación, colocó un guisante en la cama y sobre éste colocó cien colchones.

Al día siguiente le preguntó a la muchacha cómo había dormido y ésta respondió que muy mal, toda la noche sintió que había algo muy pequeño en la cama que le hacía sentir incómoda. Entonces la reina estaba bien feliz de que la muchacha hubiera resultado ser una genuina princesa y la casó con su hijo.

Fin.

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