-D I E Z-

Cuando Izuku despertó, lo primero que se propuso hacer fue tomar el psicotrópico. Por un efímero intervalo de tiempo se cuestionó su mera existencia. Llegó preguntarse si realmente estaba vivo, si acaso aquellas imágenes que conformaban su pulcra habitación, no serían producto del puente que lo llevaría a la otra vida. Pensó en la probabilidad de haber muerto la noche anterior a manos de la Liga De Villanos. Pensó que no valían los esfuerzos por levantarse y tratar de retomar su vida cotidiana y permanenció en su lugar, acostado, mirando al techo, a la espera de cualquier factor que rompiera la tranquilidad.

Escuchó un delicado golpeteo en su puerta. Se giró y le dió la espalda a la muerte, quería recibirla con los ojos cerrados. Para que cuando finalmente durmiera, no existiera probabilidad de despertar. Pero un suave tacto le acarició con cariño la mejilla y depositó un beso en ella, de esos que sólo una madre puede darle a su niño.

—Izuku —le susurró en un tono meloso, frotando su fría nariz en su piel, confirmando a su vez, sus peores temores—, ya es hora. Te retardarás para la escuela.

Abrió los ojos con una tristeza que Inko no logró captar. Sintió que las fuerzas le faltaban hasta para mover los labios. Su madre en cambio, le acarició cariñosamente la cabeza con las finas yemas de sus dedos.

—Voy a preparar el desayuno —le dijo con dulzura—. Puedes irte vistiendo —se puso de pie y salió de la habitación en silencio. Dejando a su hijo pensando en que tenía a la mujer más amable del mundo por madre.

En ese momento, de verdad deseó estar muerto.

Sintió que un mecanismo dentro de su cabeza inició, exhibiendo las imágenes de su progenitora sonriéndole, después, la ilustración mental era opacada por fuego, hasta que todo permanecía en oscuridad dentro de su cabeza. Se vió a sí mismo parado en medio de todo el frío vacío, con las cuencas de sus ojos huecas llorando sangre con un rostro carente de boca. Y entonces, como si no fuera suficiente, un estentóreo de dolor proviniente de Inko Midoriya viajaba por todos lados produciendo un eco que le erizó la piel.

Izuku comenzó a sentir calor, demasiado calor. Era como si sus sienes le quemaran a cada palpiteo. Pero a su vez, sentía frío. Su respiración comenzaba a ser diferente: acelerada pero silenciosa. Al sentirse asfixiado se sentó y se liberó del nudo de sábanas en el que estaba. Miró fijamente a la pared, su camisa empapada de sudor sólo empeoró sus escalofríos.

Cerró los ojos exhalando aire y entonces, fue como si pudiese ver en sus párpados cerrados a su madre siendo degollada y cómo un rastro de sangre manchaba la pantalla. Volvió a abrirlos repentinamente. No entendió qué le estaba pasando. Sólo sabía que, si le pasaba algo a su madre por culpa del camino en el que se había metido, jamás se lo perdonaría.

Entonces percibió un olor, era como hierro mojado, pero peor aún, olía a sangre.

Izuku se giró a la puerta y vió cómo debajo de ella se escurría un líquido escarlata. Salió de la cama de un brinco y cruzó la puerta. Atravesó el corto pasillo y encontró a su madre cocinando tranquilamente con una sencillez inexplicable. Izuku le miró como si delante de él tuviera al mismísimo fantasma de Canterville. Volteó a ver hacia atrás y notó que el camino de sangre que lo guío a la cocina desapareció.

—Ya llegaste —la afable voz de su madre logró traspasar todo delirio cruel. Giró la cabeza con lentitud, la miró con los ojos bien abiertos y pasó saliva—. ¿Qué tienes?

Izuku movió los labios en un acto mudo, meneó la cabeza y después se decidió a hablar normalmente, si es que esa extraña actitud mañanera se lo permitía.

—¿Te sientes bien? —la mujer posó con preocupación la palma de su mano en la frente de su hijo cuando se percató de la anormal cantidad de sudor que generaba—. Cariño, tienes fiebre.

—Estoy bien —le dijo con la voz ronca. Tomó la mano de su madre y la llevó a su mejilla, tratando de sentir una caricia por parte de ella—, estoy bien —susurró cerrando los ojos. Era como un niño que tenía miedo, pero se sentía seguro en los brazos de su madre.

Inko, con su otra mano le tomó la otra mejilla. Volvió a pasear sus dedos por el sudoroso cabello de Izuku y le besó la frente. Después, refugió la cabeza de su hijo en su pecho, igual que cuando era un recién nacido y no podía dormir.

—Siéntate —le indicó—. Prepararé algo para tu fiebre.

La mujer se separó de él y con su brazo guió su vista a la pequeña mesa donde su desayuno le esperaba. Izuku se sentó entrelazando sus manos, las ocultó entre sus piernas debajo de la mesa y miró su plato fijamente. Sus trémulos labios de repente se habían sellado. Estaba incómodo, el calor que expulsaba su cuerpo le provocaba dolor de cabeza y le hacía sentir una especie de sofoco. Pero el frío que experimentaba era tan impreciso, hasta generar un punto donde sentía mareos. No se soportaba a él mismo. No pasó mucho tiempo antes de que Inko se acercara a dejarle un vaso con zumo de frutillas y dos pequeñas pastillas blancas y redondas.

—Te hará bien —le dijo y se sentó frente a él.

Cada quien juntó sus manos y como sus costumbres japonesas les dictaban, agradecieron los alimentos que tenían en la mesa. Por unos momentos, no hubo nada que deteriorara el silencio que imperaba en el ambiente.

—Izuku —Inko llamó a su hijo para que le viera al rostro—, ¿En dónde estabas ayer en la noche?

La reacción del joven fue instantánea: abrió un poco más los ojos y devolvió la vista al plato.

—Me quedé hasta tarde haciendo el proyecto con Genki y Ágata —le mintió. Le mintió a su madre con un cúmulo de culpa agolpándose en su pecho. Le mintió aún cuando él mismo odiaba mentir porque, para él, los héroes no lo hacían. Y a cada día que pasaba, se veía a él mismo más y más lejano de lo que realmente era ser un héroe.

—Estaba preocupada —ella imitó sus acciones y bajó la cabeza—. Debiste haberme llamado.

—Perdón, mamá —se disculpó. Muy en el fondo se disculpaba por todo lo que había hecho, lo que estaba haciendo, y seguramente, lo que estaba por hacer. Aunque por ese momento, ese efímero momento, sólo él lo supiera.

Terminando de comer en silencio, se dirigió a su habitación y tomó sus medicamentos. Se preguntó si debería contarle de esa pequeña alucinación a su médico, aunque prefirió no hacerlo. Tomó una ducha fría, se vistió de manera presentable y se dirigió a la escuela. Miraba fijamente el suelo y la punta de sus zapatos moviéndose sobre él. Sentía que alguien, o tal vez, muchas personas mantenían sus miradas sobre él. Prefirió tomar esa peculiar sensación como una simple paranoia de su parte y siguió su camino. A cada paso que daba, sólo podía pensar en que si aquello no era una paranoia, entonces su seguidor debería apuñalarlo por la espalda de una vez.

Entonces escuchó claramente unos pasos de tras de él. Izuku giró su cuello para ver lo que ocurría detrás de su espalda y miró a Ágata. Midoriya se frenó para esperar a que la joven lo alcanzara.

—Buenos días —le dijo ella. Izuku asintió con la cabeza y reiteraron su camino en silencio. Él seguía mirando al suelo y ella lo miraba extrañada a él—. ¿Ocurre algo? —se atrevió a preguntar.

Izuku la miró de reojo sin levantar la vista y negó con la cabeza.

—¿Estás seguro? Te noto más... Callado.

—No del todo —le dijo casi en un susurro.

—¿A qué te refieres?

Hubo un breve silencio en el que a Izuku le empezaron a temblar las manos. No estaba completamente seguro de poder contarle a Ágata todas sus inquietudes, sin embargo, sentía que si no le contaba a alguien sobre todas las anormalidades que últimamente se habían presentado en su salud y vida, explotaría.

—¿Izuku?

—Tengo varios problemas.

Aquella confesión había tomado por sorpresa a la joven. Habían recientemente llegado a la escuela. Ágata optó por apoderarse de una banca algo alejada del resto de personas para poder dedicarle su total atención a su amigo.

—¿Qué ocurre? —preguntó, aún titubeante mirando sus ojos.

—He tenido algunos problemas con unas personas. Creo que no podré salir de ellos fácilmente.

—¿Qué clase de problemas?

—Legales. Son terribles problemas legales.

Ella ocultó su boca tras los nudillos de los dedos.

—¿Necesitas un abogado?

—No —respondió meneando la cabeza—. En este momento, es lo último que necesito.

Ella aún no alcanzaba a comprender en su totalidad los problemas de Izuku. Era porque el joven no se explicaba con exactitud, pero, si apenas se atrevía a confiar en ella, lo último que debía hacer era presionarlo. Así, lentamente se abriría más y más a ella.

—Escucho voces.

Aquella segunda confesión logró traspasar todas sus cavilaciones y se ganó que sus opacos ojos se posaran sobre él llenos de preocupación.

—Son voces algo violentas y a la vez calmadas. A veces intentan protegerme, a veces me impulsan a la locura —suspiró antes de añadir—: las pastillas que estoy tomando me ayudan a controlarlas. De ese modo puedo olvidarlas.

—¿Hay algo que pueda hacer para ayudarte?

Midoriya sonrió y ladeó la cabeza. Tomó la mano de Ágata entre las suyas para tratar de calmarla.

—No le cuentes a nadie de esto, ¿Si? En caso de necesitar ayuda, acudiré a tí. Pero por ahora, ¿Podrías guardar mi secreto?

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