XVII

Mientras volvían sobre sus pasos a través del laberinto de pasillos y escaleras que ya conocían, Lavinia repasaba, para sí misma, lo que había comprendido de la explicación que les había dado la cyborg. La programación no parecía tener nada de novedoso; en ese sentido, les ANDI no era diferentes de los modelos equivalentes de otras empresas. Lo que los hacía especiales, aparentemente, era la manera de «alimentar» a la inteligencia. Contrariamente a lo que hacían los competidores, que obtenían el conocimiento de las bases de datos de las universidades y bibliotecas, y la experiencia de la InterRed —que, al contar con décadas de relatos e interacciones, permitía generar personalidades más «humanas»—, en Androides & Robots S. A., habían descubierto la manera de digitalizar las mentes humanas con el fin de transferirlas a voluntad.

La digitalización en sí era cosa de un instante, de manera que el sujeto humano —voluntario, por supuesto, seleccionado después de una rigurosa serie de pruebas médicas y psicológicas— se sentaba en un sillón se colocaba un casco lleno de cables en la cabeza, y en unos minutos se retiraba para seguir con sus tareas. Lo complicado era ordenar el caos mental resultante, que para un cerebro biológico es algo natural, pero que para uno cibernético es necesario seleccionar, clasificar, jerarquizar y ordenar todo aquello en algo procesable. Se trataba de un trabajo delicado, laborioso y de lo más aburrido que se pudiera imaginar, lo cual no quitaba lo estresante, dado que el más ínfimo error podía llevar a resultados catastróficos.

Todo eso también estaba a cargo del departamento de programación —aunque no era sus mentes las que se utilizaban, sino las de los empleados de niveles medios y altos—. Entonces entendió ella por qué había visto a un par drogándose a escondidas durante sus momentos de descanso en el mismo cubículo. Se preguntaba cómo se llamaría esa sustancia, que, a simple vista, le había hecho acordarse de los viejos «globulitos» que consumía su padre cuando ella no era más que una niña.

Lo que más la había intrigado, no obstante, había sido el incidente ocurrido en el otro extremo del laboratorio mientras ella conversaba con la programadora. Se había armado un escándalo: sonó un grito a lo lejos, un alarido lleno de rabia, acompañado de un estrépito de objetos al golpearse como si alguien estuviera destruyendo todo o dos personas se estuvieran peleando, y de una confusión de voces de diversos timbres, volúmenes y tonos, de manera que resultó imposible comprender una frase coherente.

Lavinia y Camila habían intercambiado una mirada al oír todo aquello, como preguntándose la una a la otra qué mierda ocurría. ANDI 2.0 Beta y la programadora, por su parte, permanecían inmóviles con el rostro al frente; lo único que indicaba que por lo menos estaban conscientes era el parpadeo y el titilar de la luz del comunicador.

Todo terminó de la manera más abrupta, con un apagón y un silencio igual de repentino, seguido de unos ruidos sordos, como de golpes, después de los cuales se reiniciaron todas las computadoras al mismo tiempo. La programadora, para frustración de la detective, no volvió a responder ninguna pregunta, así como tampoco lo hizo ninguno de los otros empleados a los que se acercó. ANDI, por su parte, se limitó a indicar que había llegado el momento de dar por finalizada la visita guiada y les solicitó que le acompañaran a la salida.



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