XIII


La ingeniera abrió una puerta que decía «Anexo». Se trataba de un cuarto pequeño, sin ventanas, donde apenas cabían una mesa de plástico, una silla plegable y un armario metálico tipo locker. Lavinia y Camila permanecieron paradas detrás de ella, una al lado de la otra; casi no había espacio para moverse.

Sobre la mesa, había una masa gris de un aspecto gelatinoso bastante desagradable, a pesar de que el color era notoriamente artificial. La ingeniera se sentó, se puso un par de guantes nuevos que sacó de un bolsillo del inmaculado guardapolvo, y manipuló la gelatina gris con gran delicadeza. Camila contuvo una arcada al ver cómo la masa se deslizaba por entre los dedos de la mujer.

—Ni se te ocurra vomitar acá —le susurró Lavinia un poco alarmada.

—Esto está destruido —dijo en voz alta la ingeniera—. No creo que haya nada que podamos recuperar, pero haré el intento de todos modos.

Abrió un cajón inferior del armario, sacó un bol metálico y colocó el cerebro en él.

—¿De qué está hecho eso? —preguntó Lavinia.

—De un polímero diseñado por nuestros investigadores del Departamento de Ingeniería Química, especialmente para los ANDI.

—¿Cómo se llama?

La mujer se dio vuelta con dificultad.

—Acabo de decir que fue diseñado especialmente para los ANDI —respondió—. Es un secreto corporativo. No podría revelar el nombre ni aunque lo supiera.

—Pero... ¿Cómo puede trabajar con algo que no sabe cómo está hecho?

—Dígame una cosa —respondió la ingeniera con un dejo de hastío en el tono—: ¿es necesario saber cómo se hace la lana para aprender a tejer?

—Eh... no —respondió la detective, un poco descolocada—, pero tejer al nivel que usted maneja ese cerebro no es solo seguir un patrón al nivel de la letra.

—Con la programación es lo mismo.

Peretz tomó, con una mano, una esfera un poco más oscura que parecía de goma mientras, con la otra, revolvía entre una maraña de cables para sacar algo que debía ser una especie de enchufe, pero que ni Lavinia ni Camila habían visto en su vida.

—¿Eso es una adaptador? —preguntó la muchacha.

—De hecho, sí —respondió la ingeniera antes de clavar las tres finísimas agujas del aparato al respaldo—. Transmite los datos a mi visor de realidad aumentada; lo voy a proyectar en esta pantalla —Señaló la pared que tenía delante— para que ustedes también los puedan ver.

—Oh —dijo Camila, sin saber qué responder—. Bueno, gracias.

Un rectángulo negro apareció sobre la blanca superficie. Permaneció vacío unos minutos hasta que comenzaron a caer unas columnas de letras y números a distintas velocidades, aparentemente al azar.

Lavinia no pudo evitar soltar una carcajada que casi ensordece a sus compañeras.

—¿Pero qué es esto? ¿La Matrix?

Camila se pasó la mano por la frente, deseando que su abuela dejara de hacerse la graciosa en el trabajo. La ingeniera, por su parte, las miró a las dos con una evidente expresión de disgusto en los ojos velados por la imagen violácea de los lentes de contacto de realidad aumentada.

—No —fue la respuesta cortante—. Así es como almacena los datos el respaldo. Se necesita un año de capacitación intensiva para aprender a analizarlos correctamente.

Lavinia puso los ojos en blanco cuando aquella se dio vuelta hacia la mesa por enésima vez. Nunca se acostumbraría del todo a que hubiera cada vez menos gente que entendiera sus referencias. Era una de las pocas cosas que odiaba de envejecer... además de la hipermetropía.

—¿Entonces puede identificar lo que registró el androide justo antes de caer?

Hubo un silencio.

—No —respondió la ingeniera al fin—. Esto que ven es el sistema operativo. Voy a intentar recuperar algo. Si es que queda algo.

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