Desde su privilegiada posición cercana a la Luna, Azul llevaba años observando a Gastón. Le producía una tremenda curiosidad aquel tipo que nunca envejecía y que cada vez que seducía a una mujer, con las más diversas artimañas, parecía tener un aspecto más joven y atractivo.

Descubrió que no tenía hogar. Vivía como una especie de lujoso nómada, siempre viajando a lomos de su fantástico caballo y durmiendo al raso en una tienda digna de un sultán o en la cama de la última de sus víctimas.

Azul sabía que alguna clase de magia oscura rodeaba a aquel personaje, porque cuando una chica caía en sus redes acababa convertida en una muerta viviente, incapaz de sentir nada por nadie nunca más.

La primera noche que le vio actuar paseaba de la mano de una preciosa joven de castaños rizos por un jardín de rosas blancas. Daba envidia verlos tan acaramelados. Ella se derretía cada vez que aquel galán le dedicaba una de sus encantadoras sonrisas. Pero en el momento justo en el que por fin Gastón le envolvía el cuerpo entero en un apasionado beso, la chica cayó inconsciente. Era como si le hubiera inoculado un potente anestésico. Inmediatamente empezó a brotar tanta sangre del pecho de la joven que las rosas de ese jardín se tiñeron de rojo para siempre.

Con una entrenada habilidad, le había desgarrado el vestido, había sacado una pequeña daga de oro adornada con rubíes que llevaba oculta dentro de su bota y le había arrancado salvajemente el corazón.

Después de poco tiempo, la herida siempre sanaba sin complicaciones y la desmembrada mujer intentaba seguir adelante con su vida, sin recordar muy bien lo que había pasado, pero convencida de que jamás superaría el mal de amores que la había dejado hueca por dentro.

Gastón se esfumaba satisfecho, con un trofeo más para su colección, más brillo en su dorado cabello, una musculatura más definida y un timbre de voz que, en cuanto abría la boca, encandilaba como el canto de una sirena.    

https://youtu.be/jSZNchUPsLE