Capítulo 4: Tormenta de nieve
Solo tenía ojos para Gastón. Le entregó su vida entera, pues poco podía hacer ya sin su corazón. Era incapaz de sentir nada por sí misma. Día tras día, sus alitas, antes tan lustrosas, se estaban plegando sobre sí mismas y empezaban a desaparecer debajo de la piel de su espalda, simplemente de no usarlas.
A pesar de todo, Dulce seguía creyendo que era feliz. Su vida avanzaba siguiendo el guion de un cuento de hadas de los de comer perdices y ser felices, así que en poco tiempo se convirtió en la esposa del ladrón de su corazón y celebraron la que fue la boda más envidiada de la aldea.
Ambos estaban divinos. No cabían más pétalos de rosas, vestidos de tul, tartas de exquisito merengue y, de nuevo, purpurina de colores por todas partes. Cantaron, rieron, comieron y se embriagaron con tanta ostentación de felicidad. Era imposible pensar que algo pudiera irles mal, jamás de los jamases.
Pero pasaron los días, con ellos los meses, y unos cuantos cambios de estación. Hasta que una fría noche de invierno, como no se recordaba otra desde hacía años, acabaría helando la alegría de Dulce.
Era justo medianoche y, como ocurría cada vez más a menudo, su esposo aún no había regresado. Dulce comprendió que pasaría sola también esa noche. Cansada de esperar, se disponía a retirar los dos platos con la cena ya fría, mientras veía unos esponjosos copos de nieve que empezaban a caer sobre los cristales de su ventana.
Se había acostumbrado a la soledad, disculpaba a su esposo por su complicado trabajo de comerciante. Pasaba los días fuera de casa y nunca sabía qué noche volvería con ella o cuánto tiempo tendría que ausentarse viajando a algún país lejano en busca de nuevos objetos exóticos para sus negocios. Al menos esa era la versión que le contaba a Dulce y que, por supuesto, ella y su maldición se creían a pies juntillas.
La casa estaba fría, triste y vacía: fiel reflejo del alma de su propietaria. Al principio de su casamiento Dulce la mantenía llena de ramos de flores frescas que ella misma recogía, olía a ropa limpia y a pastel de manzana. Pero, lentamente, casi sin darse cuenta, la ilusión de Dulce se había ido marchitando.
Sonó la una de la madrugada y Dulce tenía cada vez más frío. Se echó una manta sobre los hombros, pero los pies no le entraban en calor, así que decidió avivar el fuego que estaba a punto de apagarse. Cuando fue a echar mano de la leña, se dio cuenta de que ya no quedaba ni una ramita y tendría que salir al cobertizo a por más.
Fuera estaba oscuro, soplaba un viento gélido y la espesa nieve lo cubría todo. Se tapó la cabeza con la manta y en una carrera llegó a la caseta de madera donde guardaban las herramientas del campo, a la vez que servía de almacén para los negocios de Gastón.
Cansada y triste, tenía tantas ganas de volver dentro que cargó rápidamente con todos los troncos que sus brazos podían resistir y se encaminó de vuelta a casa. De repente, una ráfaga de aire helado le arrebató la manta de los hombros y levantó una nube de nieve en polvo que no dejaba ver nada ni a un palmo de la cara.
¡Pom!
Un fuerte sonido dejó a Dulce clavada en mitad de la nieve. Se había cerrado la puerta de la casa, quedándose sus llaves dentro.
No le restaba más remedio que pasar la noche en el desvencijado cobertizo, rezando para que éste aguantara en pie hasta que pasara la tormenta.
Entró de nuevo e intentó acomodarse en una esquina, sentada en el suelo sobre unos sacos vacíos, al lado de la puerta del almacén. Tenía el estómago vacío, la ropa mojada y el alma en los pies. Sentía una soledad tan grande que en cada silbido del viento que se colaba por los tablones de madera de las paredes creía oír voces. Pero, un momento, realmente oía a alguien que le hablaba con un lenguaje demasiado íntimo y familiar. La débil voz provenía de dentro del almacén de su esposo que siempre mantenía celosamente cerrado con un candado a prueba de ladrones.
—¡Ayúdame Dulce, ayúdame y yo te ayudaré a ti a volar otra vez!
https://youtu.be/_oSojRukHJw
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