Capítulo 20: Como las olas besan la arena.

Dulce había quemado la casa. Hasta que las llamas no lo hubieron devorado todo, no se movió de allí.

En unas horas solo quedaban cenizas y silencio.

Su misión casi había concluido. Había destruido el tétrico cementerio en el que se había convertido su hogar y, lo más importante, había sido capaz de matar al cruel brujo que le había arruinado la vida, a ella y a tantos inocentes más.

Se desnudó y lavó su ropa de manchas de sangre y hollín en un remanso del río del valle. El baño, sin prisas, en el agua transparente y fresca, la hizo sentir reconfortada. Lentamente se disolvieron su escudo y su armadura, sin que ella pudiera apreciarlo. De la misma forma en que aparecieron, cumplieron su misión y se fueron con la corriente. Pero ella aún no estaba plenamente satisfecha. Debía asegurarse de que la pesadilla de Gastón no volviera a repetirse y sabía que le quedaba algo muy importante por hacer.

Se volvió a vestir, se peinó y hasta disfrutó adornando su pelo con flores silvestres, como hacía cuando era una niña. Las plumas de sus negras alas relucían con reflejos violáceos a la luz del sol. Se sentía bella, fuerte y liberada.

Como una especie de hada guerrera, descendió del cielo triunfante, en medio de la plaza de la aldea que la había visto crecer presa de su maldición. La gente no podía contener su asombro, esas calles nunca habían conocido a un ser mágico tan hermoso y de aspecto tan poderoso.

Pero su cara no había cambiado y poco a poco la fueron reconociendo como a Dulce, la chica generosa y cándida, cuya inocencia la hacía tan fácil de engañar. Sin duda, aquella joven había sufrido una metamorfosis increíble.

Se abrió paso entre las miradas curiosas y se dirigió a la casa del herrero.

El fuego de la fragua fundía la daga de oro mientras los rubíes rojos eran destrozados a martillazos sobre el yunque y convertidos en polvo. El arma maldita había quedado totalmente destruida y, con ella, la esencia de la maldad del nigromante.

El humo que salía de la chimenea de la herrería no era gris como de costumbre, sino rojo, como si la sangre pudiera convertirse en gas y evaporarse.

Entonces el tiempo se detuvo.

La Muerte y el Guardián del Destino habían bajado juntos al mundo de los vivos. Eran viejos compañeros que acostumbraban a reunirse en las situaciones más trágicas. Muchas veces debatían sobre el futuro de alguien, discrepaban e incluso habían llegado a tener terribles peleas por algunos humanos.

Habían seguido muy de cerca el caso de Azul, Dulce y Gastón. Hacía siglos que tres humanos no les tenían tan entretenidos y fascinados, cada uno por sus razones. Y finalmente, habían llegado a un consenso.

La Muerte acudió a las ruinas de la casa del valle y, con tremendo placer, se llevó con ella el alma maltrecha y desencantada de Gastón, al que le tenía reservada una plaza especial en el infierno más atroz.

Dulce se mudó al pintoresco pueblo pesquero de su querido Azul. Era un sitio acogedor que le hacía mantener vivo su recuerdo. 

Empezó totalmente de cero. Los amables lugareños enseguida le dieron trabajo cosiendo redes en el puerto y, con el poco dinero que ganaba, se instaló en una humilde casita blanca muy cerca del faro. Desde su ventana podía contemplar el color turquesa de aquel mar que hacía que su corazón se colmara con una mezcla de agradecimiento y añoranza. La hacía sentirse cerca de él.

Era feliz, había encontrado el equilibrio en su vida. Había aprendido a vivir asumiendo que siempre le echaría de menos. 

Todas las mañanas, antes de ir a trabajar, dedicaba un largo rato a mirar el agua. El sol del amanecer reflejado en ella inundaba con su luz los ojos de Dulce y le daba energía positiva para seguir adelante. Por las noches, antes de ir a la cama, se sentaba en su porche a disfrutar del cielo estrellado, al que siempre le faltaría su estrella más brillante. Muchas veces se quedaba dormida, mecida por sus recuerdos.

Aquella noche hacía frío. Eran los últimos días del verano y el sueño la había sorprendido fuera, con su sencillo camisón de lino blanco. Empezaba a tiritar cuando notó el calor de un cuerpo que la envolvía con sus brazos y la acariciaba suavemente. Lejos de sentirse asustada, ese calor era lo más cercano a sentirse de nuevo en casa. Era la paz más absoluta.

No deseaba salir de ese sueño tan placentero. Aún dormida, se dejó fundir en aquel maravilloso abrazo y hundió la cara en el pelo mojado del misterioso visitante. Olía a salitre y estaba fresco en contraste con su cálida piel. Había llegado nadando desde mar adentro. 

No quería despertar, se sentía tan bien que no podía ser real y si abría los ojos seguro que desaparecería.

—Hola mi niña alada, estoy aquí de nuevo y no voy a marcharme nunca más. Si me dejas, te arroparé y te llevaré a la cama todas las noches, como antes.

Ella apretó aún más sus ojos, y con sus manos localizó los labios del joven para acercar los suyos y besarlos suavemente, como las olas besan la arena de la playa, y después con la pasión con la que se estrella el mar contra las rocas de un acantilado.

El sol empezaba a asomar por el horizonte. Al fin se miraron y Dulce se quedó a vivir en aquellos iris azul turquesa, por siempre jamás.

El Guardián del Destino había decidido darles su final digno.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top