Capítulo 16: El manto de diamantes.

Dulce no recordaba el placer de volar. No había cosa que la hiciera sentir más libre que flotar entre las nubes. Había caído la venda que cubría sus ojos y por fin podía ver las luces y las sombras del mundo. Su noble corazón sería la brújula de su nueva vida. Era como el ave fénix que renace de sus cenizas, renovada y más fuerte que nunca.

Sus imponentes alas negras cortaban el viento y le permitían elevarse a gran velocidad. El optimismo regaba sus venas. No iba a permitir que nadie dirigiese su destino, era dueña de todo su ser y sentía que podía con todo.

Había perdonado a Ágata por su maldición, pues ahora conocía su desgraciada vida. Además, los últimos días de la bruja en el mundo de los vivos habían sido dedicados a redimir sus errores y sus últimos segundos se los había regalado totalmente a ella. No podía defraudarla, usaría la magia que le había entregado siguiendo sus consejos.

Por el contrario, había adquirido la nueva capacidad de ver la maldad de su esposo. Ella había sido su esclava, su criada, la ignorante y abnegada esposa perfecta. Y mientras, él era un brujo malvado que iba arrancando corazones sin piedad, por su propio beneficio. Le odiaba por engañarla, por su perversión, pero sobre todo por el daño que había causado a cientos de víctimas. Había arruinado tantas vidas, que morir era lo mínimo que merecía.

Pero por primera vez en mucho tiempo, iba a anteponer su máximo deseo a todo lo demás. En cuanto su corazón volvió a calentar su pecho, acudió una imagen a su cabeza que no podía borrar: la brillante luz de su Lucero Azul. Le echaba tanto de menos que tenía decidido salir a buscarlo sin mirar atrás. Poco mal podría hacer Gastón en el estado tan decrépito en el que lo había dejado.

Subió y subió hasta las estrellas. Sería una noche de Luna llena y sabía que Azul siempre descansaba cerca de ella. Estaba ansiosa por verle, por desvanecerse en un eterno abrazo con él. Anhelaba sentirse en paz a su lado, protegida, reconfortada, comprendida y lo más importante, querida.

Nunca se había cuestionado quién era su amado Lucero, ni siquiera sabía que lo amaba tan profundamente hasta esa misma noche.

Maldecía el embrujo de Gastón que había hecho que dejara de volar y maldecía cada segundo que no había disfrutado de su compañía. No podía creer que, por su culpa, casi había estado a punto de olvidarlo.

Siguió elevándose, sabía que ya había llegado, pero allí no había nadie. Dio vueltas, arriba y abajo. Le llamó, gritó, lloró y volvió a gritar hasta quedarse sin voz.

No obtuvo respuesta alguna. Su Lucero Azul, lo único bueno de toda su vida, se había marchado para siempre y no tenía forma de encontrarle.

Pero en sus planes no entraba rendirse, peinaría cielo y tierra, palmo a palmo, hasta encontrar un rastro de él.

Así fue cómo Dulce viajó por todo tipo de cielos: nublados, despejados, helados, celestes y negros. Atravesó peligrosas tormentas con vientos huracanados y, al cabo de un tiempo, su piel se curtió de perseverancia. Lejos quedó la tierna joven que había caído en las redes de Gastón.

En su viaje iba preguntando a todos los sabios, astrónomos, brujos y a cualquiera que sospechara que pudiera darle una mínima pista. Pero nadie sabía nada sobre su amigo.

Exhausta y triste por su búsqueda infructuosa, llegó a un pequeño pueblo pesquero y vio algo que la dejó sin aliento. Lucía un magnífico sol que hacía brillar, como un manto bordado con diamantes, las aguas del mar que bañaban su costa. El turquesa de ese océano era idéntico al que refulgía de su amado astro Azul. Se acercó al puerto y se quedó horas mirándolo. Le evocaba recuerdos de conversaciones con él, de risas infantiles y de juegos inocentes.

—¿Quién eres, Azul?, ¿Dónde te has metido? —. No se dio cuenta de que estaba hablando en voz alta, ni de que lloraba desconsoladamente mientras lo hacía.

Entonces, una anciana del lugar se le acercó tímidamente. Sentía, dentro de su alma, que debía contarle la historia de un joven con unos inolvidables ojos azules, que había muerto ahogado en aquel mar, después de haberle salvado la vida, cuando era solo una niña pequeña.

La vieja mujer le confesó que, aunque la tomaban por loca, ella aseguraba que todas las noches desde el día del naufragio, una nueva estrella azul acompañaba a la Luna y ahora estaba muy preocupada, pues había observado que en unos años había dejado de brillar con tanta intensidad, hasta que una noche de verano había desaparecido definitivamente del cielo.

Dulce no podía creerlo. Su adorado Azul había muerto dos veces: la primera, en aquel bello mar que tenía delante y la segunda, en el cielo donde le conoció; sin saber que ella hubiera dado su propia vida por pasar una sola noche más con él.

La luchadora en la que se había convertido sacó sus garras y transformó su profunda tristeza en rabia y deseos de venganza. Había llegado el momento de honrar la memoria de Ágata y de hacer justicia. Iba a acabar con Gastón, el nigromante ladrón de corazones.

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