Capítulo 15: Las plumas, el cuerno y las herraduras de plata.
A Gastón ya no le quedaba ningún corazón en su almacén con el que alimentar su energía vital. Su aspecto pasó de ser el del irresistible y apuesto ladrón al que realmente le correspondía: un cadáver putrefacto en vida. Su elegante atuendo cubría ahora un cuerpo con la piel descarnada y en avanzado estado de descomposición.
Como una alimaña hambrienta, arrodillado en el suelo, devoraba con ansia el aún caliente corazón de Ágata, sin siquiera sacarlo fuera del pecho de la muerta. Necesitaba recuperar poderes rápidamente y, aunque siempre había preferido coleccionarlos, comérselos era una vía más rápida para conseguirlo.
Lamiendo la última gota de sangre fresca que quedaba en el suelo se le ocurrió una posible solución: tal vez matando a su caballo podría rebañar algún resto de magia que pudiera quedarle. Le había sido un animal muy útil durante años, pero ahora solo le importaba una cosa: su propia supervivencia.
Ya no podía ni ponerse en pie, así que empezó a arrastrarse de forma grotesca, a cuatro patas, en dirección al establo. Se movía con tanta ansiedad que no se daba ni cuenta de que estaba arrancándose de raíz las uñas por el camino, dejándoselas enganchadas entre los tablones de madera del suelo.
Cuando llegó al lugar donde debía estar descansando el unicornio alado comprendió que su final iba a ser inevitable. En el suelo solo quedaban unas pocas plumas iridiscentes, restos inconfundibles de sus alas; las cuatro herraduras de plata y un trozo del torneado cuerno de su frente.
Derrotado y sin ninguna esperanza, se dejó caer junto a los restos del animal. Al contacto con la tierra sintió cómo su cuerpo iba deshaciéndose lentamente, fundiéndose con ella, como un cadáver más, salvo por la diferencia de que él era plenamente consciente de todo el proceso.
La Muerte, que no se había marchado de la casa, se acomodó en una esquina de la cuadra. Mientras afilaba su guadaña ceremoniosamente, decidió disfrutar del espectáculo. Para ella, el tiempo no tenía ninguna importancia, así que contempló con placer la larga agonía de Gastón.
Ya no quedaba ningún resto del cuerpo del nigromante. Reinaba un silencio sepulcral sobre aquel bodegón de sedas, plumas y plata. Así que la Muerte, sintiéndose saciada, decidió marcharse sin ensuciar su guadaña. Además, en todo ese tiempo, se habían ido acumulando infinidad de almas que segar mucho más interesantes.
Y así fue cómo la Muerte cometió un terrible error.
La casa abandonada del valle fue engullida por el olvido y la salvaje vegetación. Hasta que una tarde de lluvias torrenciales, una pareja de enamorados que escapaban lejos de sus familias para vivir su intensa historia de amor imposible, no se sabe cómo, pero acabaron a sus puertas, usándola de improvisado refugio. En su emocionante huida, fueron sorprendidos por la tormenta y decidieron protegerse del agua y de los rayos en el antiguo establo. Una vez dentro, encendieron un fuego para entrar en calor y se desnudaron para poner a secar sus ropas. Sus corazones latían como timbales ante la posibilidad de desatar por fin su contenida pasión. Se abrazaron, piel con piel, y mientras saboreaban sus cuerpos a besos, se recostaron sobre el suelo. En aquel preciso momento, una oscura energía que había estado esperando latente, en un paciente letargo, despertó.
La daga de oro y rubíes, que yacía oculta bajo capas de polvo y telas raídas por las ratas, se irguió completamente vertical sobre su empuñadura, clavándose sin piedad en la espalda de la joven y ensartando a la vez, con su fantasmal furia, el ardiente corazón de los dos amantes.
Gastón tenía una posibilidad de volver a la vida.
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