Capítulo 11: Ágata
Nadie fabricaba espejos mágicos tan bien como el padre de Ágata. No le faltaban encargos de nobles de la región e incluso de reyes de países lejanos. Su mujer venía de una familia de granjeros, acostumbrada al trabajo duro y a la rudeza de la tierra, se había convertido en una respetable señora de ciudad, tremendamente agradecida con el servicio.
Después de 7 años de casados tuvieron a su única hija. Las malas lenguas decían que, para poder ser padres, habían hecho algún pacto con las fuerzas mágicas de las que se alimentaban los espejos. La cuestión es que un día 7 nació Ágata, para quedarse huérfana 7 años después.
Cuentan que un buen día su padre partió de viaje para hacer varias entregas importantes, con tan mala suerte que, mientras atravesaba un complicado paso de montaña, un rayo cayó justo delante de los caballos e hizo que éstos salieran corriendo desbocados. El carro acabó rodando por un acantilado, quedando todos los espejos destrozados en miles de fragmentos y sepultando literalmente al pobre artesano.
Según dicen, la mala suerte de haber roto tantos espejos encantados a la vez, no quedó saciada con la muerte de su padre, sino que se cebó con toda la familia durante años. La madre no superó el disgusto y, recién enviudó, contrajo una extraña enfermedad que acabó con su vida en poco tiempo.
La pequeña Ágata fue acogida por sus únicos parientes vivos, unos tíos que vivían en una granja y que tenían ya 4 hijas. Como lo que ellos necesitaban era un niño varón para que les ayudara a trabajar la tierra, decidieron tratarla como tal. La empezaron a llamar "Chico" y como además ella resultó tener una complexión fuerte y una salud de hierro, quedaron encantados con la adopción.
Pero pasó el tiempo y Ágata creció. Aunque siempre vestía de granjero y el trabajo del campo le había musculado demasiado el cuerpo, ella tenía una tierna e inocente alma de mujer. Cada puesta de sol, fantaseaba en secreto con que apareciera un príncipe como los de los cuentos y se la llevara galopando a lomos de su caballo, muy lejos de aquella granja donde nadie la quería.
Su corazón estaba tan nuevo como un regalo que aún no ha sido desempaquetado, y sus ansias de estrenarlo eran cada día más desbordantes.
Igual que un león es capaz de oler la sangre de una posible presa a kilómetros de distancia, Gastón empezó a percibir las ansias de amar que emanaban del pecho de Ágata y no tardó en encontrarla.
Sus tíos no entendían cómo un hombre tan refinado podía interesarse por su masculina sobrina. Le intentaron embutir con calzador a cada una de sus cuatro hijas, pero él solo tenía ojos para ella.
Ante la insistencia de aquel caballero, les concedieron una cita. Ágata, muy emocionada, se preparó para el que iba a ser el día más feliz de su vida. Se puso un vestido viejo de una de sus primas, de un color rosa desvaído que solo conservaba el rojo original en la zona de las costuras. Sin mucha gracia, se prendió una flor en el pelo, pues era la única forma que encontró de arreglar el poco favorecedor corte que llevaba. Y no necesitó pintarse la cara porque, desde que su pretendiente había aparecido en su vida, lucía un rubor natural y constante en sus mejillas.
Pasearon toda la tarde por el pueblo. Charlaron de cosas triviales, aunque a ella le pareció la conversación más profunda de la historia, y se dedicaron a ignorar las curiosas miradas de los vecinos, que no comprendían la naturaleza de aquella extraña pareja. Estaba tan enamorada que a cada roce casual de sus manos creía que iban a saltar chispas.
Al llegar la noche él se ofreció galante, a acompañarla de vuelta a la granja. Ella estaba tan dispuesta a dejarse llevar al mismísimo infierno por él, que no se dio cuenta de que estaban dando un rodeo por el bosque.
Cada vez se iban juntando más sus cuerpos, ella ya no era dueña de su razón y finalmente, en un oscuro rincón, Gastón le regaló su apasionado y envenenado beso.
La nueva Ágata, con el alma herida de muerte y sin corazón, no tardó en irse a vivir lejos de la granja donde cada rincón le traía amargos recuerdos. Despertaron poco a poco en ella cualidades mágicas heredadas de su padre y empezó a ganarse la vida vendiendo hechizos a cualquier desesperado que se los pagase. Su única diversión era obsequiar con pequeñas maldiciones a quien se le cruzase en su camino y aparentase ser feliz. Así acabó siendo una anciana triste, solitaria y malhumorada. Una bruja.
Pero un buen día, cuando ya creía que su destino no iba a sorprenderla nunca más, su vida dio un cambio radical. Gracias a Dulce, su vigoroso corazón regresó de pronto a su pecho, trayendo con él la revelación de lo que realmente había ocurrido aquel fatídico día de su juventud.
Ágata se hizo un juramento, los días de vida que le quedasen los dedicaría a dos propósitos: uno, a liberar a cada inocente del hechizo maligno con el que ella le había castigado, la gente no tenía la culpa de su desgracia; y dos, a matar a Gastón, el nigromante ladrón de corazones.
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