𝐁𝐨𝐨𝐤 𝐎𝐧𝐞 ✔ | 𝐋𝐚 𝐍𝐢ñ𝐚 𝐐𝐮𝐞 𝐕𝐢𝐯𝐢ó


𝚰

El señor y la señora Middleton, que vivían en el número siete de Privet Drive, estaban orgullosos de decir que eran muy normales, afortunadamente. Eran las últimas personas que se esperaría encontrar relacionadas con algo extraño o misterioso, porque no estaban para tales tonterías. El señor Middleton era el gerente de un restaurante llamado "Cena dei fiori", ue otorgaba comida italiana. Era un hombre más flaco que un palo, aunque con un bigote inmenso. 

La señora Middleton era igual a su marido, castaña y su cuello era más largo de lo normal, lo que le resultaba muy útil, ya que pasaba la mayor parte del tiempo observando a sus vecinos aunque estuviese lejos del jardín. Los Middleton tenían una hija pequeña llamada Cassidy, y para ellos no había una niña mejor que ella. 

Los Middleton tenían todo lo que desearon, pero también tenían un secreto, y su mayor temor era que saliese a la luz: no habrían soportado que se supiera lo de los Granger... El señor Granger era hermano mayor de la señora Middleton, pero no se veían desde hacía años; tanto era así que aparte de que la señora Middleton fingía que no tenía un hermano, busco por mucho tiempo un esposo para retirarse el apellido que los unía, porque su hermano y su esposa, una descarada mujer, eran lo más opuesto a los Middleton que se pudiera imaginar. 

Los Middleton se estremecían al pensar qué dirían los vecinos si los Granger apareciesen por la acera. Sabían que los Granger también tenían una hija pequeña, pero nunca la habían visto. La niña era otra buena razón para mantener alejados a los Granger: no querían que Cassidy se juntara con una niña como aquélla. Esta historia comienza cuando el señor y la señora Middleton se despertaron un martes, con un cielo cubierto de nubes grises que amenazaban con lanzar una tormenta. 

Pero nada había en aquel nublado cielo que sugiriera los acontecimientos extraños y misteriosos que poco después tendrían lugar en toda la región. El señor Middleton tarareaba canciones de Frank Sinatra mientras se ponía su corbata más ridícula para ir al trabajo, y la señora Middleton se moría en carcajadas por sus programas, mientras instalaba a la ruidosa Cassidy en la silla alta. Ninguno vio la gran lechuza parda que pasaba volando por la ventana. A las ocho y media, el señor Middleton antes de irse besó a la señora Middleton en la mejilla y trató de despedirse de Cassidy con un beso en la frente, aunque no pudo, ya que la niña tenía un berrinche y estaba arrojando los cereales contra las paredes. "Que niña", dijo entre dientes el señor Middleton mientras salía de la casa. Se metió en su auto y se alejó del número siete. 

Al llegar a la esquina percibió el primer indicio de que sucedía algo raro: un ave estaba mirando un plano de la ciudad. Durante un segundo, el señor Gravers no se dio cuenta de lo que había visto, pero luego volvió la cabeza para mirar otra vez. Sí había un ave en la esquina de Privet Drive, pero no vio ningún plano. ¿En qué había estado pensando? Debía de haber sido una ilusión óptica. 

El señor Middleton parpadeó y contempló el ave. Ésta le devolvió la mirada. Mientras el señor Middleton daba la vuelta a la esquina y subía por la calle, observó al ave por el espejo retrovisor: en aquel momento la pequeña avecilla estaba leyendo el rótulo que decía «Privet Drive» (no podía ser, las aves no saben leer los rótulos ni los planos).

El señor Middleton meneó la cabeza y alejó al ave de sus pensamientos. Mientras iba a la ciudad en coche no pensó más que en los pedidos que los clientes les harían a sus empleados. Pero en las afueras ocurrió algo que apartó la comida de su mente. Mientras esperaba en el habitual embotellamiento matutino, no pudo dejar de advertir una gran cantidad de gente vestida de forma extraña. Individuos con capa. 

El señor Middleton no soportaba a la gente que llevaba ropa ridícula. "¡Ah, los conjuntos que llevaban los jóvenes!" Supuso que debía de ser una moda nueva. Tamborileó con los dedos sobre el volante y su mirada se posó en unos extraños que estaban cerca de él. Cuchicheaban entre sí, muy emocionados. El señor Middleton se enfureció al darse cuenta de que dos de los desconocidos no eran jóvenes. 

Vamos, uno era incluso mayor que él, ¡y vestía una capa verde esmeralda! ¡Qué valor! Pero entonces se le ocurrió que debía de ser alguna tontería publicitaria; era evidente que aquella gente hacía una colecta para algo. Sí, tenía que ser eso. El tráfico avanzó y, unos minutos más tarde, el señor Middleton llegó al aparcamiento de Cena dei fiori, pensando nuevamente en los clientes. El señor Middleton paso de inmediato al interno del restaurante, colocándose sus respectivas prendas, ya había gente esperando, hora de abrir. 

Si no lo hubiera hecho así, aquella mañana le habría costado concentrarse en cocinar. No vio las lechuzas que volaban en pleno día, aunque en la calle sí que las veían y las señalaban con la boca abierta, mientras las aves desfilaban una tras otra. La mayoría de aquellas personas no había visto una lechuza ni siquiera de noche. Sin embargo, el señor Middleton tuvo una mañana perfectamente normal, sin lechuzas. 

Le gritó a cinco empleados jóvenes. Hizo llamadas telefónicas para reservar mesas y volvió a gritar. Estuvo de muy buen humor hasta que se acabaron los tomates, cuando decidió ir el mismo y dirigirse a una tienda que estaba en la acera de enfrente. Había olvidado a la gente con capa hasta que pasó cerca de un grupo que estaba al lado de la tienda. Al pasar los miró enfadado. No sabía por qué, pero le ponían nervioso. Aquel grupo también susurraba con agitación y no llevaba ni una hucha. Cuando regresaba con una bolsa de papel llena de tomates y un par de cebollas, alcanzó a oír unas pocas palabras de su conversación. 

—Los Granger, eso es, eso es lo que he oído... 

—Sí, su hija, Hermione... 

El señor Middleton se quedó petrificado. El temor lo invadió. Se volvió hacia los que murmuraban, como si quisiera decirles algo, pero se contuvo. Se apresuró a cruzar la calle y echó a correr hasta su trabajo. 

Dijo a gritos a un mesero que iba a hablarle que no quería que le molestaran, tomo el teléfono y, cuando casi había terminado de marcar los números de su casa, cambió de idea. Dejó el aparato y se atusó los bigotes mientras pensaba... No, se estaba comportando como un estúpido. Granger no era un apellido tan especial (sin ofender a su mujer). Estaba seguro de que había muchísimas personas que se apellidaban Granger y que tenían una hija llamada Hermione. 

Y pensándolo mejor, ni siquiera estaba seguro de que su sobrina se llamara Hermione. Nunca había visto a la niña. Podría llamarse Honey. O Harley. No tenía sentido preocupar a la señora Middleton, siempre se trastornaba mucho ante cualquier mención de su hermano mayor. Y no podía reprochárselo. ¡Si él hubiera tenido un hermano así...! Pero de todos modos, aquella gente de la capa... Aquella tarde le costó concentrarse en los platillos, cuando cerro el lugar y vio a sus empleados marcharse, a las cinco en punto, estaba todavía tan preocupado que, sin darse cuenta, chocó con un hombre que estaba pasando. 

—Perdón —gruñó, mientras el diminuto viejo se tambaleaba y casi caía al suelo. Segundos después, el señor Middleton se dio cuenta de que el hombre llevaba una capa violeta. No parecía disgustado por el empujón. Al contrario, su rostro se iluminó con una amplia sonrisa, mientras decía con una voz tan chillona que llamaba la atención de los que pasaban:

—¡No se disculpe, mi querido señor, porque hoy nada puede molestarme! ¡Hay que alegrarse, porque Quien-usted-sabe finalmente se ha ido! ¡Hasta los muggles como usted deberían celebrar este feliz día! Y el anciano abrazó al señor Middleton y se alejó. El señor Middleton se quedó completamente helado. Lo había abrazado un desconocido. Y por si fuera poco le había llamado muggle, no importaba lo que eso fuera. Estaba desconcertado.

Se apresuró a subir a su coche y a dirigirse hacia su casa, deseando que todo fueran imaginaciones suyas (algo que nunca había deseado antes, porque no aprobaba la imaginación). Cuando entró en el camino del número siete, lo primero que vio (y eso no mejoró su humor) fue a el ave que se había encontrado por la mañana. En aquel momento estaba sentado en la pared de su jardín. Estaba seguro de que era el mismo, pues su color era un rojo mas fuerte que el de los pájaros comunes. 

—¡Fuera! —dijo el señor Middleton en voz alta. El ave no se movió. Sólo le dirigió una mirada severa. El señor Middleton se preguntó si aquélla era una conducta normal en un ave. Trató de calmarse y entró en la casa. Todavía seguía decidido a no decirle nada a su esposa. La señora Middleton había tenido un día bueno y normal. Mientras comían, le informó de los problemas de la señora Puerta Contigua con su hija, y le contó que Cassidy había aprendido una nueva frase ("¡no lo haré!"). El señor Middleton trató de comportarse con normalidad. Una vez que acostaron a Cassidy, fue al salón a tiempo para ver el informativo de la noche.

 —"Y por último, observadores de pájaros de todas partes han informado de que hoy las lechuzas de la nación han tenido una conducta poco habitual. Pese a que las lechuzas habitualmente cazan durante la noche y es muy difícil verlas a la luz del día, se han producido cientos de avisos sobre el vuelo de estas aves en todas direcciones, desde la salida del sol. Los expertos son incapaces de explicar la causa por la que las lechuzas han cambiado sus horarios de sueño". —El locutor se permitió una mueca irónica—. "Muy misterioso. Y ahora, de nuevo con Jim McGuffin y el pronóstico del tiempo. ¿Habrá más lluvias de lechuzas esta noche, Jim?" 

—"Bueno, Ted —dijo el meteorólogo—, eso no lo sé, pero no sólo las lechuzas han tenido hoy una actitud extraña. Telespectadores de lugares tan apartados como Kent, Yorkshire y Dundee han telefoneado para decirme que en lugar de la lluvia que prometí ayer ¡tuvieron un chaparrón de estrellas fugaces! Tal vez la gente ha comenzado a celebrar antes de tiempo la Noche de las Hogueras. ¡Es la semana que viene, señores! Pero puedo prometerles una noche lluviosa". 

El señor Middleton se quedó congelado en su sillón. ¿Estrellas fugaces por toda Gran Bretaña? ¿Lechuzas volando a la luz del día? Y aquel rumor, aquella conversación sobre los Granger... La señora Middleton entró en el comedor con dos tazas de té. Aquello no iba bien. Tenía que decirle algo a su esposa. Se aclaró la garganta con nerviosismo. 

—Eh... Rose, querida, ¿has sabido últimamente algo sobre tu hermano? Como había esperado, la señora Middleton pareció molesta y enfadada. Después de todo, normalmente ellos fingían que ella no tenía hermano mayor. 

—No —respondió en tono cortante—. ¿Por qué? 

—Hay cosas muy extrañas en las noticias —masculló el señor Middleton—. Lechuzas... estrellas fugaces... y hoy había en la ciudad una cantidad de gente con aspecto raro... 

—¿Y qué? —interrumpió bruscamente la señora Middleton —Bueno, pensé... quizá... que podría tener algo que ver con... ya sabes... su grupo. La señora Middleton bebió su té con los labios fruncidos. El señor Middleton se preguntó si se atrevería a decirle que había oído el apellido "Granger". No, no se atrevería. En lugar de eso, dijo, tratando de parecer despreocupado:

—La hija de ellos... debe de tener la edad de Cassie, ¿no? 

—Eso creo —respondió la señora Middleton con rigidez. 

—¿Y cómo se llamaba? Hanna, ¿no? 

—Hermione. Un nombre asqueroso y extraño, ni se como pudieron ponerle ese nombre a la mocosa, si quieres mi opinión. 

—Oh, sí—dijo el señor Middleton, con una espantosa sensación de abatimiento—. Sí, estoy de acuerdo. No dijo nada más sobre el tema, y subieron a acostarse. Mientras la señora Middleton estaba en el cuarto de baño, el señor Middleton se acercó lentamente hasta la ventana del dormitorio y escudriñó el jardín delantero. El ave todavía estaba allí. Miraba con atención hacia Privet Drive, como si estuviera esperando algo. ¿Se estaba imaginando cosas? ¿O podría todo aquello tener algo que ver con los Granger? 

Si fuera así... si se descubría que ellos eran parientes de unos... bueno, creía que no podría soportarlo. Los Middleton se fueron a la cama. La señora Middleton se quedó dormida rápidamente, pero el señor Middleton permaneció despierto, con todo aquello dando vueltas por su mente. Su último y consolador pensamiento antes de quedarse dormido fue que, aunque los Granger estuvieran implicados en los sucesos, no había razón para que se acercaran a él y a la señora Middleton. 

Los Granger sabían muy bien lo que él y Rosemary pensaban de ellos y de los de su clase... No veía cómo a él y a Rosemary podrían mezclarlos en algo que tuviera que ver (bostezó y se dio la vuelta)... No, no podría afectarlos a ellos... ¡Qué equivocado estaba! El señor Middleton cayó en un sueño intranquilo, pero el ave que estaba posada en la pared del jardín no mostraba señales de adormecerse. 

Estaba tan inmóvil como una estatua, con los ojos fijos, sin pestañear, en la esquina de Privet Drive. Apenas tembló cuando se cerró la puertezuela de un auto en la calle de al lado, ni cuando dos lechuzas volaron sobre su cabeza. La verdad es que el ave no se movió hasta la medianoche. Una mujer apareció en la esquina que el ave había estado observando, y lo hizo tan súbita y silenciosamente que se podría pensar que había surgido de la tierra. El ave voló y se posó en el suelo. En Privet Drive nunca se había visto una mujer así. Era alta, delgada pero muy anciana, a juzgar por su pelo estaba sujeto con un lazo bajo un brillante sombrero. Llevaba una túnica larga, una capa color escarlata que barría el suelo y botas con tacón alto y hebillas. 

Sus ojos eran claros, brillantes y centelleaban detrás de unas gafas de cristales. El nombre de aquella mujer era Minerva McGonagall. Minerva McGonagall no parecía darse cuenta de que había llegado a una calle en donde todo lo suyo, desde su nombre hasta su vestimenta, era mal recibido. Estaba muy ocupada revolviendo en su capa, buscando algo, pero pareció darse cuenta de que la observaban porque, de pronto, miró al ave, que todavía lo contemplaba con fijeza desde la otra punta de la calle. Por alguna razón, ver al ave pareció darle algo de gracia. Río entre dientes y murmuró:

—Debería haberlo sabido. 

Encontró en su bolsillo interior lo que estaba buscando. Parecía un encendedor de plata. Lo abrió, lo sostuvo alto en el aire y lo encendió. La luz más cercana de la calle se apagó con un leve estallido. Lo encendió otra vez y la siguiente lámpara quedó a oscuras. Doce veces hizo funcionar el Apagador, hasta que las únicas luces que quedaron en toda la calle fueron dos alfileres lejanos: los ojos de la ave que lo observaba. Si alguien hubiera mirado por la ventana en aquel momento, aunque fuera la señora Middleton con sus ojos como cuentas, pequeños y brillantes, no habría podido ver lo que sucedía en la calle. 

McGonagall volvió a guardar el Apagador dentro de su capa y fue hacia el número siete de la calle, donde se sentó en la pared, cerca del ave. No la miró, pero después de un momento le dirigió la palabra.

—Me alegro de verlo aquí, profesor Dumbledore. Se volvió para sonreír al ave, pero ésta ya no estaba. En su lugar, paso de una ave pequeña a una bella ave Fénix, ahora la profesora le dirigía la sonrisa a un hombre de aspecto severo que llevaba gafas de forma de media luna. El hombre también llevaba una capa, de color purpura. Su cabello blanco estaba suelto al igual que su larga barba. Parecía claramente disgustado. 

—¿Cómo ha sabido que era yo? —preguntó. 

—Mi querido profesor, nunca he visto a un ave tan tiesa. 

—Usted también estaría tiesa si llevara todo el día sentado sobre una pared de ladrillo —respondió el profesor Dumbledore. 

—¿Todo el día? ¿Cuándo podría haber estado de fiesta? Debo de haber pasado por una docena de celebraciones y fiestas en mi camino hasta aquí. El profesor Dumbledore resopló enfadado. 

—Oh, sí, todos estaban de fiesta, de acuerdo —dijo con impaciencia—. Yo creía que serían un poquito más prudentes, pero no... ¡Hasta los muggles se han dado cuenta de que algo sucede! Salió en las noticias.—

Terció la cabeza en dirección a la ventana del oscuro salón de los Middleton—. Lo he oído. Bandadas de lechuzas, estrellas fugaces... Bueno, no son totalmente estúpidos. Tenían que darse cuenta de algo. Estrellas fugaces cayendo en Kent... Seguro que fue Dedalus Diggle. Nunca tuvo mucho sentido común. 

—No puede reprochárselo —dijo McGonagall con tono afable—. Hemos tenido tan poco que celebrar durante once años... 

—Ya lo sé —respondió irritado el profesor Dumbledore—. Pero ésa no es una razón para perder la cabeza. La gente se ha vuelto completamente descuidada, sale a las calles a plena luz del día, ni siquiera se pone la ropa de los muggles, intercambia rumores... 

Lanzó una mirada cortante y de soslayo hacia McGonagall, como si esperara que ésta le contestara algo. Pero como no lo hizo, continuó hablando. 

—Sería extraordinario que el mismo día en que Quien-usted-sabe parece haber desaparecido al fin, los muggles lo descubran todo sobre nosotros. Porque realmente se ha ido, ¿no, McGonagall? 

—Es lo que parece —dijo McGonagall—. Tenemos mucho que agradecer. ¿Le gustaría tomar un caramelo de uva? 

—¿Un qué? 

—Un caramelo de uva. Es una clase de dulces de los muggles que me gusta mucho. 

—No, muchas gracias —respondió con frialdad el profesor Dumbledore, como si considerara que aquél no era un momento apropiado para caramelos—. Como le decía, aunque Quien-usted-sabe se haya ido... 

—Mi querido profesor, estoy segura de que una persona sensata como usted puede llamarla por su nombre, ¿verdad? Toda esa tontería de Quien-usted-sabe... Durante once años intenté persuadir a la gente para que la llamara por su verdadero nombre, Circe. —

El profesor Dumbledore se echó hacia atrás con temor, pero McGonagall, ocupada en desenvolver dos caramelos de uva, pareció no darse cuenta—. Todo se volverá muy confuso si seguimos diciendo «Quien-usted-sabe». Nunca he encontrado ningún motivo para temer pronunciar el nombre de Circe.

—Sé que usted no tiene ese problema —observó el profesor Dumbledore, entre la exasperación y la admiración—. Pero usted es diferente. Todos saben que usted es la única a quien Quien-usted... Oh, bueno, Circe, tenía miedo. 

—Me está halagando —dijo con calma McGonagall—. Circe tenía poderes que yo nunca tuve. 

—Sólo porque usted es demasiado... buena... noble... para utilizarlos. 

—Menos mal que está oscuro. No me he ruborizado tanto desde que Hagrid me dijo que le gustaban mis nuevas orejeras. El profesor Dumbledore le lanzó una mirada dura, antes de hablar. 

—Las lechuzas no son nada comparadas con los rumores que corren por ahí. ¿Sabe lo que todos dicen sobre la forma en que desapareció? ¿Sobre lo que finalmente la detuvo? 

Parecía que el profesor Dumbledore había llegado al punto que más deseoso estaba por discutir, la verdadera razón por la que había esperado todo el día en una fría pared pues, ni como ave común o fénix ni como varón, había mirado nunca a McGonagall con tal intensidad como lo hacía en aquel momento. Era evidente que, fuera lo que fuera «aquello que todos decían», no lo iba a creer hasta que McGonagall le dijera que era verdad. 

McGonagall, sin embargo, estaba eligiendo otro caramelo y no le respondió. 

—Lo que están diciendo —insistió— es que la pasada noche Circe apareció en el valle de Godric. En busca de los Granger. El rumor es que Edward Granger y Mary Granger Mcdonald están... están... bueno, que están muertos. 

McGonagall solo inclinó la cabeza. El profesor Dumbledore se quedó boquiabierto. 

—Edward y Mary... no puedo creerlo... No quiero creerlo... Minerva... 

McGonagall se acercó y le dio una palmada en la espalda. 

—Lo sé... lo sé... —dijo con tristeza. La voz del profesor Dumbledore temblaba cuando continuó. 

—Eso no es todo. Dicen que quiso matar a la hija de los Granger, a Hermione. Pero no pudo. No pudo matar a esa niña. Nadie sabe por qué, ni cómo, pero dicen que como no pudo matarla, el poder de Circe se rompió... y que ésa es la razón por la que se ha ido. McGonagall asintió con la cabeza, apesadumbrada. 

—¿Es... es verdad? —tartamudeó el profesor Dumbledore—. Después de todo lo que hizo... de toda la gente que mató... ¿no pudo matar a una niña? Es asombroso... entre todas las cosas que podrían detenerla... Pero ¿cómo sobrevivió Hermione en nombre del cielo? 

—Sólo podemos hacer especulaciones —dijo McGonagall—. Tal vez nunca lo sepamos. 

El profesor Dumbledore sacó un pañuelo con puntilla y se lo pasó por los ojos, por detrás de las gafas. McGonagall resopló mientras sacaba un reloj de oro del bolsillo y lo examinaba.

Era un reloj muy raro. Tenía doce manecillas y ningún número; pequeños planetas se movían por el perímetro del círculo. Pero para McGonagall debía de tener sentido, porque lo guardó y dijo: 

—Pomfrey se retrasa. Imagino que fue ella quien le dijo que yo estaría aquí, ¿no? 

—Sí —dijo el profesor Dumbledore—. Y yo me imagino que usted no me va a decir por qué, entre tantos lugares, tenía que venir precisamente aquí. 

—He venido a entregar a Hermione a su tía y su tío. Son la única familia que le queda ahora. 

—¿Quiere decir...? ¡No puede referirse a la gente que vive aquí! —gritó el profesor, poniéndose de pie de un salto y señalando al número siete—. McGonagall... no puede. Los he estado observando todo el día. No podría encontrar a gente más distinta de nosotros. Y esa hija que tienen... La vi dando patadas a su madre mientras subían por la escalera, pidiendo caramelos a gritos. ¡Hermione Granger no puede vivir ahí!

—Es el mejor lugar para ella —dijo McGonagall con firmeza—. Sus tíos podrán explicárselo todo cuando sea mayor. Les escribí una carta. 

—¿Una carta? —repitió el profesor Dumbledore, volviendo a sentarse—. McGonagall, ¿de verdad cree que puede explicarlo todo en una carta? ¡Esa gente jamás comprenderá a Hermione! ¡Será famosa... una leyenda... no me sorprendería que el día de hoy fuera conocida en el futuro como el día de Hermione Granger! Escribirán libros sobre Hermione... todos los niños del mundo conocerán su nombre. 

—Exactamente —dijo McGonagall, con mirada muy seria por encima de sus gafas—. Sería suficiente para marear a cualquier niño. ¡Famosa antes de saber hablar y andar! ¡Famosa por algo que ni siquiera recuerda! ¿No se da cuenta de que será mucho mejor que crezca lejos de todo, hasta que esté preparada para asimilarlo? El profesor Dumbledore abrió la boca, cambió de idea, tragó y luego dijo: 

—Sí... sí, tiene razón, por supuesto. Pero ¿cómo va a llegar la niña hasta aquí, McGonagall? —De pronto observó la capa de la profesora, como si pensara que podía tener escondida a Hermione. 

—Pomfrey la traerá. 

—Confió en Pomfrey, pero esta segura que es la persona indicada para traerla?

—A Pomfrey, le confiaría mi vida, Albus...—dijo McGonagall. 

—No estoy diciendo que su corazón no esté donde debe estar —dijo a regañadientes el profesor Dumbledore—. Pero no me dirá que no tiene paciencia... Tiene la costumbre de... ¿Qué ha sido eso? 

Un ruido sordo rompió el silencio que los rodeaba. Se fue haciendo más fuerte mientras ellos miraban a ambos lados de la calle, buscando alguna luz. 

Aumentó hasta ser un rugido mientras los dos miraban hacia el cielo, y entonces una pesada moto cayó del aire y aterrizó en el camino, frente a ellos. La moto era inmensa, pero si se la comparaba con la dama era una gran diferencia en esa monstruosidad estaba una mujer de piel lechosa y ojos de luna junto un bello cabello castaño, vestida de un antiguo traje de enfermera. 

En sus brazos sostenía un bulto envuelto en mantas. 

—Pomfrey —dijo aliviada McGonagall—. Por fin. ¿Y dónde conseguiste esa moto? 

—Me la han prestado; profesora McGonagall, tengo un talento natural al parecer...—contestó riendo la dama, bajando con cuidado del vehículo mientras hablaba—. La joven Marlene McKinnon me la dejó. La he traído, señora. 

—¿No ha habido problemas por allí? 

—No, señora. La casa estaba casi destruida, pero la saqué antes de que los muggles comenzaran a aparecer. Se quedó dormida mientras volábamos sobre Bristol. 

McGonagall y el profesor Dumbledore se inclinaron sobre las mantas. Entre ellas se veía una niña pequeña, profundamente dormida. Bajo una mata de pelo castaño brilloso, sobre la frente, pudieron ver una cicatriz con una forma curiosa, como una estrella fugaz. 

—¿Fue allí...? —susurró el profesor Dumbledore. 

—Sí —respondió McGonagall—. Tendrá esa cicatriz para siempre. 

—¿No puede hacer nada, McGonagall? 

—Aunque pudiera, no lo haría. Las cicatrices pueden ser útiles. Yo tengo una en la rodilla izquierda que es un diagrama perfecto del metro de Londres. Bueno, déjala aquí, Pomfrey, es mejor que terminemos con esto. 

McGonagall se volvió hacia la casa de los Middleton.

—¿Puedo... puedo despedirme de ella, señora? —preguntó Pomfrey. Inclinó su cabeza sobre Hermione y le dio un beso. Entonces, súbitamente, Pomfrey dejó escapar un maullido, como si fuera un pequeño gato herido. 

—¡Poppy! —dijo el profesor Dumbledore—. Baja la voz, lloraras en tu cabaña junto a Hagrid...

—Lo... siento —lloriqueó Pomfrey, y se limpió la cara con un pañuelo de su uniforme—. Pero no puedo soportarlo... Edward y Mary ya no estan... y la pobrecita Mione tendrá que vivir con muggles... 

—Sí, sí, es todo muy triste, pero cálmate, Poppy, o van a descubrirnos —susurró el profesor Dumbledore, abriendo sus brazos a Pomfrey, mientras McGonagall pasaba sobre la verja del jardín e iba hasta la puerta que había enfrente. 

Dejó suavemente a Hermione en el umbral, sacó la carta de su capa, la escondió entre las mantas de la niña y luego volvió con los otros dos. Durante un largo minuto los tres contemplaron el pequeño bulto. Los hombros de Pomfrey se estremecieron. El profesor Dumbledore parpadeó furiosamente. La luz titilante que los ojos de McGonagall irradiaban habitualmente parecía haberlos abandonado. 

—Bueno —dijo finalmente McGonagall—, ya está. No tenemos nada que hacer aquí. Será mejor que nos vayamos y nos unamos a las celebraciones. 

—Ajá —respondió Pomfrey con voz lastimosa—. Voy a devolver la moto a Marlene. Buenas noches, profesor Dumbledore, profesora McGonagall. 

Pomfrey se secó las lágrimas con la manga de su uniforme, se subió a la moto y le dio una patada a la palanca para poner el motor en marcha. Con un estrépito se elevó en el aire y desapareció en la noche. 

—Nos veremos pronto, espero, profesor Dumbledore —dijo McGonagall, saludándolo con una inclinación de cabeza. 

El profesor Dumbledore se sonó la nariz por toda respuesta. McGonagall se volvió y se marchó calle abajo. Se detuvo en la esquina y levantó el Apagador de plata. Lo hizo funcionar una vez y todas las luces de la calle se encendieron, de manera que Privet Drive se iluminó con un resplandor anaranjado, y pudo ver a una pequeña ave que se escabullía volando hacia el horizonte. También pudo ver el bulto de mantas de las escaleras de la casa número 4. 

—Buena suerte, Hermione —murmuró. Dio media vuelta y, con un movimiento de su capa, desapareció. Una brisa agitó los pulcros setos de Privet Drive. La calle permanecía silenciosa bajo un cielo de color tinta. Aquél era el último lugar donde uno esperaría que ocurrieran cosas asombrosas. 

Hermione Granger se dio la vuelta entre las mantas, sin despertarse. Una mano pequeña se cerró sobre la carta y siguió durmiendo, sin saber que era famosa, sin saber que en unas pocas horas le haría despertar el grito de la señora Middleton, cuando abriera la puerta principal para sacar las botellas de leche. Ni que iba a pasar las próximas semanas con jalones en el cabello por su prima Cassidy... No podía saber tampoco que, en aquel mismo momento, las personas que se reunían en secreto por todo el país estaban levantando sus copas y diciendo, con voces quedas: 

«¡Por Hermione Granger... la niña que vivió!».  


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