𝐁𝐨𝐨𝐤 𝐎𝐧𝐞 ✔ | 𝐋𝐚𝐬 𝐂𝐚𝐫𝐭𝐚𝐬 𝐃𝐞 𝐍𝐚𝐝𝐢𝐞
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La fuga de la majestuosa ave hizo que a Hermione le otorgaran el castigo más largo de su vida. Cuando le dieron permiso para salir de su alacena ya habían comenzado las vacaciones de verano y Cassidy había roto su nueva muñeca bebé, conseguido que su vestido nuevo fuera manchado por un pedazo de pastel y, en la primera salida que hizo con su bicicleta de carreras, había atropellado a la anciana señora Burell cuando cruzaba Privet Drive con sus muletas. Hermione se alegraba de que el colegio hubiera terminado, pero no había forma de escapar de la banda de Cassidy, que visitaba la casa cada día.
Alice junto a Dennis, Mary y Gordon que eran todos grandes y estúpidos, pero como Cassidy era la más intimidante y la más estúpida de todos, era la jefa.
Los demás se sentían muy felices de practicar el deporte favorito de Cassidy: cazar a Hermione. Por esa razón, Hermione pasaba tanto tiempo como le resultara posible fuera de la casa, dando vueltas por ahí y pensando en el fin de las vacaciones, cuando podría existir un pequeño rayo de esperanza: en septiembre estudiaría secundaria y, por primera vez en su vida, no iría a la misma clase que su prima. Cassidy tenía una plaza en el antiguo colegio de tía Rosemary, Mary's Ascot. Alice Polkiss también iría allí. Hermione en cambio, iría a la escuela secundaria Downe House, de la zona. Cassidy encontraba eso muy divertido.
—Allí, en Downe House, meten las cabezas de la gente en el inodoro el primer día —dijo a Hermione—. ¿Quieres venir arriba y ensayar?
—No, gracias —respondió Hermione—. Los pobres inodoros nunca han tenido que soportar nada tan horrible como tu cabeza y pueden marearse. —
Luego salió corriendo antes de que Cassidy pudiera entender lo que le había dicho. Un día del mes de julio, tía Rosemary llevó a Cassidy a Londres para comprarle su uniforme de Mary's Ascot, dejando a Hermione en casa de la señora Burell.
Aquello no resultó tan terrible como de costumbre. La señora Burell se había fracturado la pierna al tropezar con una lagartija y ya no parecía tan encariñada con ellas como antes. Dejó que Hermione viera su película favorita, "El mago de Oz" y le dio un pedazo de pastel de chocolate de postre, que por el sabor, parecía que había estado guardado desde hace años. Aquella tarde, Cassidy desfiló por el salón, ante la familia, con su uniforme nuevo.
Las muchachas de Mary's Ascot llevaban un vestido de un celeste pastel parecido a un traje de enfermera, un suéter azul oscuro con el símbolo a un lado y unas medias de color negro. Mientras miraba a Cassidy con sus nuevos vestidos escolares, tío Albert dijo con voz ronca que aquél era el momento de mayor orgullo de su vida.
Tía Rosemary estalló en lágrimas y dijo que no podía creer que aquella fuera su pequeña Cassidy, tan bella y crecida. Hermione no se atrevía a hablar. Creyó que se le iban a romper las costillas del esfuerzo que hacía por no reírse. A la mañana siguiente, cuando Hermione fue a tomar el desayuno, un olor horrible inundaba toda la cocina.
Parecía proceder de un gran cubo de metal que estaba en el fregadero. Se acercó a mirar. El cubo estaba lleno de lo que parecían trapos sucios flotando en agua verde.
—¿Qué es eso? —preguntó a tía Rosemary. La mujer frunció los labios, como hacía siempre que Hermione se atrevía a preguntar algo.
—Tu nuevo uniforme del colegio —dijo. Hermione volvió a mirar en el recipiente.
—Oh —comentó—. No sabía que tenía que estar mojado.
—No seas estúpida —dijo con ira tía Rosemary—. Estoy tiñendo de verde algunas cosas viejas de Cassidy. Cuando termine, quedará igual que los de las demás.
Hermione tenía serias dudas de que fuera así, pero pensó que era mejor no discutir. Se sentó a la mesa y trató de no imaginarse el aspecto que tendría en su primer día de la escuela secundaria Downe House. Seguramente parecería que llevaba puestos pedazos de piel de un elefante viejo. Cassidy y tío Albert entraron, los dos frunciendo la nariz a causa del olor del nuevo uniforme de Hermione. Tío Albert abrió, como siempre, su periódico y Cassidy golpeó la mesa con sus puños. Todos oyeron el ruido en el buzón y las cartas que caían sobre el felpudo.
—Trae la correspondencia, Cassie —dijo tío Albert, detrás de su periódico.
—Que vaya Hermione!
—Trae las cartas, Hermione.
—Que lo haga Cassidy...
—Golpéala, Cassidy.
Hermione esquivó el golpe y fue a buscar la correspondencia. Había tres cartas en la alfombra: una postal de Justin, el primo de tío Albert, que estaba de vacaciones en la isla Toro; un sobre color marrón, que parecía una factura, y una carta para Hermione.
Hermione la recogió y la miró fijamente, con el corazón vibrando como una gigantesca banda elástica. Nadie, nunca, en toda su vida, le había escrito a ella. ¿Quién podía ser? No tenía amigos ni otros parientes. Ni siquiera era socia de la biblioteca, aunque le gustase leer (pero dejo de hacerlo porque Cassidy rompió un libro suyo), así que nunca había recibido notas que le reclamaran la devolución de libros. Sin embargo, allí estaba, una carta dirigida a ella de una manera tan clara que no había equivocación posible.
Señorita H. Granger Alacena Debajo de la Escalera Privet Drive, Numero Siete Little Whinging Surrey
El sobre era grueso y pesado, hecho de pergamino amarillento, y la dirección estaba escrita con tinta verde esmeralda. No tenía sello. Con las manos temblorosas, Hermione le dio la vuelta al sobre y vio un sello de lacre púrpura con un escudo de armas: un león, un águila, un tejón y una serpiente, que rodeaban una gran letra H.
—¡Date prisa, niña! —exclamó tío Albert desde la cocina—. ¿Qué estás haciendo, comprobando si hay cartas-bomba?—
Se río de su propio chiste. Hermione volvió a la cocina, todavía contemplando su carta. Entregó a tío Albert la postal y la factura, se sentó y lentamente comenzó a abrir el sobre amarillo. Tío Albert rompió el sobre de la factura, resopló disgustado y echó una mirada a la postal.
—Justin está enfermo —informó a tía Rosemary—. Al parecer comió algo en mal estado.
—¡Papá! —dijo de pronto Cassidy—. ¡Papá, Hermione ha recibido algo! Hermione estaba a punto de desdoblar su carta, que estaba escrita en el mismo pergamino que el sobre, cuando tío Albert se la arrancó de la mano.
—¡Es mía! —dijo Hermione; tratando de recuperarla.
—¿Quién te va a escribir a ti? —dijo con tono despectivo tío Albert, abriendo la carta con una mano y echándole una mirada. Su rostro pasó del rojo al verde con la misma velocidad que las luces del semáforo. Y no se detuvo ahí. En segundos adquirió el blanco grisáceo de un plato de avena cocida reseca.
—¡Ro... se... Rosemary! —bufó. Cassidy trató de coger la carta para leerla, pero tío Albert la mantenía muy alta, fuera de su alcance. Tía Rosemary la cogió con curiosidad y leyó la primera línea. Durante un momento pareció que iba a desmayarse. Se apretó la garganta y dejó escapar un gemido.
—¡Albert! ¡Oh, Dios mío... Albert! Se miraron como si hubieran olvidado que Hermione y Cassidy todavía estaban allí. Cassidy no estaba acostumbrada a que no le hicieran caso. Golpeó a su padre en una de sus piernas con uno de sus puños.
—Quiero leer esa carta —dijo a gritos.
—Yo soy quien quiere leerla —dijo Hermione con rabia—. Es mía.
—Fuera de aquí, las dos! —exclamo tío Albert, metiendo la carta en el sobre. Hermione no se movió.
—¡QUIERO MI CARTA! —gritó.
—¡Déjame verla! —exigió Cassidy
—¡FUERA! —gritó tío Albert y, tomando a Hermione y a Cassidy del brazo, las arrojó al recibidor y cerró la puerta de la cocina. Hermione y Cassidy iniciaron una lucha, furiosa pero callada, para ver quién espiaba por el ojo de la cerradura. Ganó Cassidy, así que Hermione, se tiró al suelo para escuchar por la rendija que había entre la puerta y el suelo.
—Albert —decía tía Rosemary, con voz temblorosa—, mira el sobre. ¿Cómo es posible que sepan dónde duerme? No estarán vigilando la casa, ¿verdad?
—Vigilando, espiando... Hasta pueden estar siguiéndonos —murmuró tío Albert, agitado.
—Pero ¿qué podemos hacer, Albert? ¿Les contestamos? Les decimos que no queremos... Hermione pudo ver los zapatos negros brillantes de tío Albert yendo y viniendo por la cocina.
—No —dijo finalmente—. No, no les haremos caso. Si no reciben una respuesta... Sí, eso es lo mejor... No haremos nada... —Pero...
—¡No pienso tener a uno de ellos en la casa, Rosemary! ¿No lo juramos cuando recibimos y destruimos aquella peligrosa tontería? Aquella noche, cuando regresó del trabajo, tío Albert hizo algo que no había hecho nunca: visitó a Hermione en su alacena.
—¿Dónde está mi carta? —dijo Hermione, en el momento en que tío Albert pasaba con dificultad por la puerta—. ¿Quién me escribió?
—Nadie. Estaba dirigida a ti por error —dijo tío Albert con tono cortante—. La quemé.
—No era un error... —dijo Hermione enfadada—. Estaba mi alacena en el sobre!
—¡SILENCIO! —gritó el tío Albert, y unas arañas cayeron del techo. Respiró profundamente y luego sonrió, esforzándose tanto por hacerlo que parecía sentir dolor.
—Ah, sí, Hermione, en lo que se refiere a la alacena... Tu tía y yo estuvimos pensando... Realmente ya eres muy mayor para esto... Pensamos que estaría bien que te mudes al segundo dormitorio de Cassidy
—¿Por qué? —dijo Hermione.
—¡No hagas preguntas! —exclamó—. Lleva tus cosas arriba ahora mismo.
La casa de los Middleton tenía cuatro dormitorios: uno para tío Albert y tía Rosemary, otro para las visitas (habitualmente Justin, el primo de Albert), en el tercero dormía Cassidy y en el último guardaba todos los juguetes y cosas que no cabían en aquél.
En un solo viaje Hermione trasladó todo lo que le pertenecía, desde la alacena a su nuevo dormitorio. Se sentó en la cama y miró alrededor. Allí casi todo estaba roto. Las muñecas no tenían cabezas, y en un rincón estaba el primer televisor de Cassidy, al que dio una patada cuando dejaron de emitir su programa favorito.
También había una gran jaula que alguna vez tuvo dentro un loro, pero Cassidy lo cambió en el colegio por unas paletas de sabor a fresa. El resto de las estanterías estaban llenas de libros. Era lo único que parecía que nunca había sido tocado, pero que la castaña si tomaría. Desde abajo llegaba el sonido de los gritos de Cassidy a su madre.
—No quiero que esté allí... Necesito esa habitación... Sacala...
Hermione suspiró y se estiró en la cama. El día anterior habría dado cualquier cosa por estar en aquella habitación. Pero en aquel momento prefería volver a su alacena con la carta a estar allí sin ella. A la mañana siguiente, durante el desayuno, todos estaban muy callados.
Cassidy se hallaba en estado de conmoción. Había gritado, había pegado a su padre con sus puños, se había puesto mal a propósito, le había dado una patada a su madre, arrojado la tortuga por el techo del invernadero, y seguía sin conseguir que le devolvieran su habitación.
Hermione estaba pensando en el día anterior, y con amargura pensó que ojalá hubiera abierto la carta en el vestíbulo. Tío Albert y tía Rosemary se miraban misteriosamente. Cuando llegó el correo, tío Albert, que parecía hacer esfuerzos por ser amable con Hermione, hizo que fuera Cassidy. La oyeron quejarse en voz baja hasta la puerta. Entonces gritó.
—¡Hay otra más! Señorita H. Granger, El Dormitorio Más Pequeño, Privet Drive, Nume... Con un grito ahogado, tío Albert se levantó de su asiento y corrió hacia el vestíbulo, con Hermione siguiéndolo.
Allí tuvo que forcejear con su hija para quitarle la carta, lo que le resultaba difícil porque Hermione le tiraba del cuello. Después de un minuto de confusa lucha, en la que todos recibieron golpes, tío Albert se enderezó con la carta de Hermione arrugada en su mano, jadeando para recuperar la respiración.
—Vete a tu alacena, quiero decir a tu dormitorio... —dijo a Hermione sin dejar de jadear—. Y Cassidy.. Vete... Vete de aquí. Hermione paseó en círculos por su nueva habitación. Alguien sabía que se había ido de su alacena y también parecía saber que no había recibido su primera carta.
¿Eso significaría que lo intentarían de nuevo? Pues la próxima vez se aseguraría de que no fallaran. Tenía un plan. El reloj despertador arreglado sonó a las seis de la mañana siguiente. Hermione lo apagó rápidamente y se vistió en silencio: no debía despertar a los Middleton. Se deslizó por la escalera sin encender ninguna luz.
Esperaría al cartero en la esquina de Privet Drive y recogería las cartas para el número siete antes de que su tío pudiera encontrarlas. El corazón le latía aceleradamente mientras atravesaba el recibidor oscuro hacia la puerta.
—¡AAAUUUGGG! Hermione saltó en el aire. Había tropezado con algo grande que estaba en el felpudo... ¡Algo vivo! Las luces se encendieron y, horrorizada, Hermione se dio cuenta de que aquella cosa grande era el cuerpo de su tío.
Tío Albert estaba acostado en la puerta, en un saco de dormir, evidentemente para asegurarse de que Hermione no hiciera exactamente lo que intentaba hacer. Gritó a Hermione durante media hora y luego le dijo que preparara una taza de té. Hermione se marchó arrastrando los pies y, cuando regresó de la cocina, el correo había llegado directamente al regazo de tío Albert. Hermione pudo ver tres cartas escritas en tinta verde.
—Quiero... —comenzó, pero tío Albert estaba rompiendo las cartas en pedacitos ante sus ojos. Aquel día, tío Albert no fue a trabajar. Se quedó en casa y cerro el buzón.
—¿Te das cuenta? —explicó a tía Rosemary, con la boca llena de clavos—. Si no pueden entregarlas, tendrán que dejar de hacerlo.
—No estoy segura de que esto resulte, Albert...
—Oh, la mente de esa gente funciona de manera extraña, Rose, ellos no son como tú y yo —dijo tío Albert, tratando de dar golpes a un clavo con el pedazo de pastel de fruta que tía Rosemary le acababa de llevar. El viernes, no menos de doce cartas llegaron para Hermione.
Como no las podían echar en el buzón, las habían pasado por debajo de la puerta, por entre las rendijas, y unas pocas por la ventanita del cuarto de baño de abajo. Tío Albert se quedó en casa otra vez. Después de quemar todas las cartas, salió con el martillo y los clavos para asegurar la puerta de atrás y la de delante, para que nadie pudiera salir. Mientras trabajaba, tarareaba De puntillas entre los tulipanes y se sobresaltaba con cualquier ruido. El sábado, las cosas comenzaron a descontrolarse. Veinticuatro cartas para Hermione entraron en la casa, escondidas entre dos docenas de huevos, que un muy desconcertado lechero entregó a tía Rosemary, a través de la ventana del salón. Mientras tío Albert llamaba a la oficina de correos y a la lechería, tratando de encontrar a alguien para quejarse, tía Rosemary trituraba las cartas en la picadora.
—¿Se puede saber quién tiene tanto interés en comunicarse contigo? —preguntaba Cassidy a Hermione, con asombro. La mañana del domingo, tío Albert estaba sentado ante la mesa del desayuno, con aspecto de cansado y casi enfermo, pero feliz.
—No hay correo los domingos —les recordó alegremente, mientras ponía mermelada en su periódico—. Hoy no llegarán las malditas cartas... Algo llegó zumbando por la chimenea de la cocina mientras él hablaba y le golpeó con fuerza en la nuca. Al momento siguiente, treinta o cuarenta cartas cayeron de la chimenea como balas. Los Middleton se agacharon, pero Hermione saltó en el aire, tratando de atrapar una.
—¡Fuera! ¡FUERA! Tío Albert cogió a Hermione por la cintura y la arrojó al recibidor. Cuando tía Rosemary y Cassidy salieron corriendo, cubriéndose la cara con las manos, tío Albert cerró la puerta con fuerza. Podían oír el ruido de las cartas, que seguían cayendo en la habitación, golpeando contra las paredes y el suelo.
—Ya está —dijo tío Albert, tratando de hablar con calma, pero arrancándose, al mismo tiempo, parte del bigote—. Quiero que estéis aquí dentro de cinco minutos, listos para irnos. Nos vamos. Tomen alguna ropa. ¡Sin discutir!
Parecía tan peligroso, con la mitad de su bigote arrancado, que nadie se atrevió a contradecirlo.
Diez minutos después se habían abierto camino a través de las puertas tapiadas y estaban en el auto, avanzando velozmente hacia la autopista. Cassidy lloriqueaba en el asiento trasero, pues su padre le había pegado en la cabeza cuando la atrapo tratando de guardar el televisor, sus muñecas y sus vestidos.
Condujeron. Y siguieron avanzando. Ni siquiera tía Rosemary se atrevía a preguntarle a dónde iban. De vez en cuando, tío Albert daba la vuelta y conducía un rato en sentido contrario.
—Quitárnoslos de encima... perderlos de vista... —murmuraba cada vez que lo hacía. No se detuvieron en todo el día para comer o beber. Al llegar la noche Cassidy aullaba. Nunca había pasado un día tan malo en su vida.
Tenía hambre, se había perdido cinco programas de televisión que quería ver y nunca había pasado tanto tiempo sin hacerles peinados a sus muñecas. Tío Albert se detuvo finalmente ante un hotel de aspecto lúgubre, en las afueras de una gran ciudad.
Cassidy y Hermione compartieron una habitación con camas gemelas y sábanas húmedas y gastadas. Cassidy roncaba, pero Hermione permaneció despierta, sentada en el borde de la ventana, contemplando las luces de los autos que pasaban y deseando saber...
Al día siguiente, comieron para el desayuno copos de trigo, tostadas y tomates de lata. Estaban a punto de terminar, cuando la dueña del hotel se acercó a la mesa.
—Perdonen, ¿alguno de ustedes es la señorita H. Granger? Tengo como cien de éstas en el mostrador de entrada. Extendió una carta para que pudieran leer la dirección en tinta verde: Señor H. Granger Habitación 17 Hotel Railview Cokeworth Hermione fue a agarrar la carta, pero tío Albert le pegó en la mano. La mujer los miró asombrada.
—Yo las recogeré —dijo tío Albert, poniéndose de pie rápidamente y siguiéndola.
—¿No sería mejor volver a casa, querido? —sugirió tía Rosemary tímidamente, unas horas más tarde, pero tío Albert no pareció oírla.
Qué era lo que buscaba exactamente, nadie lo sabía. Los llevó al centro del bosque, salió, miró alrededor, negó con la cabeza, volvió al coche y otra vez lo puso en marcha. Lo mismo sucedió en medio de un campo arado, en mitad de un puente colgante y en la parte más alta de un aparcamiento de auto.
—Papá se ha vuelto loco, ¿verdad? —preguntó Cassidy a tía Rosemary aquella tarde.
Tío Albert había aparcado en la costa, los había encerrado y había desaparecido. Comenzó a llover. Gruesas gotas golpeaban el techo del auto. Cassidy casi lloraba.
—Es lunes —dijo a su madre—. Mi programa favorito es esta noche. Quiero ir a algún lugar donde haya un televisor. Lunes.
Eso hizo que Hermione se acordara de algo. Si era lunes (y habitualmente se podía confiar en que Cassidy supiera el día de la semana, por los programas de la televisión), entonces, al día siguiente, martes, era el cumpleaños número once de Hermione. Claro que sus cumpleaños nunca habían sido exactamente divertidos: el año anterior, por ejemplo, los Gravers le regalaron una percha y un par de calcetines viejos de tía Rosemary. Sin embargo, no se cumplían once años todos los días.
Tío Albert regresó sonriente. Llevaba un paquete largo y delgado y no contestó a tía Rosemary cuando le preguntó qué había comprado.
—¡He encontrado el lugar perfecto! —dijo—. ¡Vamos! ¡Todos fuera! Hacía mucho frío cuando bajaron del coche. Tío Albert señalaba lo que parecía una gran roca en el mar. Y, encima de ella, se veía la más miserable choza que uno se pudiera imaginar. Una cosa era segura, allí no había televisión.
—¡Han anunciado tormenta para esta noche! —anunció alegremente tío Albert, aplaudiendo—. ¡Y este caballero aceptó gentilmente alquilarnos su bote! Un viejo desdentado se acercó a ellos, señalando un viejo bote que se balanceaba en el agua grisácea.
—Ya he conseguido algo de comida —dijo tío Albert—. ¡Así que todos a bordo!
En el bote hacía un frío terrible. El mar congelado los salpicaba, la lluvia les golpeaba la cabeza y un viento gélido les azotaba el rostro. Después de lo que pareció una eternidad, llegaron al peñasco, donde tío Albert los condujo hasta la desvencijada casa. El interior era horrible: había un fuerte olor a algas, el viento se colaba por las rendijas de las paredes de madera y la chimenea estaba vacía y húmeda.
Sólo había dos habitaciones. La comida de tío Albert resultó ser cuatro plátanos y un paquete de patatas fritas para cada uno. Trató de encender el fuego con las bolsas vacías, pero sólo salió humo.
—Ahora podríamos utilizar una de esas cartas, ¿no? —dijo alegremente. Estaba de muy buen humor. Era evidente que creía que nadie se iba a atrever a buscarlos allí, con una tormenta a punto de estallar. En privado, Hermione estaba de acuerdo, aunque el pensamiento no la alegraba. Al caer la noche, la tormenta prometida estalló sobre ellos.
La espuma de las altas olas chocaba contra las paredes de la cabaña y el feroz viento golpeaba contra los vidrios de las ventanas. Tía Rosemary encontró unas pocas mantas en la otra habitación y preparó una cama para Cassidy en el sofá.
Ella y tío Albert se acostaron en una cama cerca de la puerta, y Hermione tuvo que contentarse con un trozo de suelo y taparse con la manta más delgada. La tormenta aumentó su ferocidad durante la noche. Hermione no podía dormir. Se estremecía y daba vueltas, tratando de ponerse cómoda, con el estómago rugiendo de hambre.
Los ronquidos de Cassidy quedaron amortiguados por los truenos que estallaron cerca de la medianoche. El reloj luminoso de Cassidy (un regalo inútil según Cassidy de parte de tío Justin), colgando de su muñeca, informó a Hermione de que tendría once años en diez minutos. Esperaba acostada a que llegara la hora de su cumpleaños, pensando si los Middleton se acordarían y preguntándose dónde estaría en aquel momento el escritor de cartas.
Cinco minutos. Hermione oyó algo que crujía afuera. Esperó que no fuera a caerse el techo, aunque tal vez hiciera más calor si eso ocurría. Cuatro minutos. Tal vez la casa de Privet Drive estaría tan llena de cartas, cuando regresaran, que podría robar una.
Tres minutos para la hora. ¿Por qué el mar chocaría con tanta fuerza contra las rocas? Y (faltaban dos minutos) ¿qué era aquel ruido tan raro? ¿Las rocas se estaban desplomando en el mar? Un minuto y tendría once años. Treinta segundos... veinte... diez... nueve... tal vez despertara a Cassidy, sólo para molestarla... tres... dos... uno... Y BUM. Toda la cabaña se estremeció y Hermione se enderezó, mirando fijamente a la puerta. Alguien estaba fuera, llamándola...
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