8. Lluvia de lágrimas

La emoción de Dana al ver un regalo en su gorro era equiparable a la de los más pequeños. Melen le había regalado un abrigo largo y gris, de doble hilera de botones de madera adelante. Le había dicho que era suyo en su juventud, y como su hija mayor era más pequeña de estatura, no tenía a quién dejárselo. No sabía cómo agradecerle el gesto, aceptándolo con alegría, sintiendo su corazón encogerse. Se preguntó cómo pudo olvidar el lado amable de la humanidad, esa por la que valía la pena velar.

El desayuno fue tranquilo, lleno de miradas cómplices que intercambiaba con Loy que no pasó desapercibido a Mey. Después de comer, le pidió a Loy que acompañara a Dana, quien tenía que llevar a Clay a la escuela, porque necesitaban provisiones del supermercado. Él aceptó de buena gana y pronto los tres salieron en silencio por la carretera. La más pequeña iba dando saltitos al compás del tarareo de una canción, mientras Loy y Dana se mantenían detrás de ella, callados ante la ansiedad de decir algo pero sin saber el qué. La muchacha no podía de dejar de darle vueltas a lo que comenzaba a aflorar en su interior. Había estado toda una vida sin sentir nada en absoluto y desde que había escapado del Cubo guardaba dentro de sí un sinfín de cosas que más de la mitad no sabía explicar, no sabía qué eran. Y el beso había avivado esos sentimientos más allá de lo que podía imaginar.

Llegaron a Sigma a tiempo para dejar a Clay en la escuela. La niña corrió hacia los enormes portones del instituto y luego echó una mirada hacia atrás. Como si se hubiese olvidado algo, regresó sobre sus pasos y se abalanzó sobre la muchacha, abrazando sus piernas y tomándola por sorpresa.

—Te quiero, Dana.

La aludida quedó paralizada y luego bajó la mirada hacia la niña, quien no la había soltado. Se puso en cuclillas para quedar a su altura, aun sorprendida por tal muestra de afecto. La querían tal como era, como humana, como persona, y no como diosa. Todos las concepciones erróneas que tenía de la humanidad terminó por desmoronarse allí, cuando los ojos azules se cruzaron con los verdes idénticos a los de Loy.

—Yo también —le sonrió, sin aliento.

La niña, satisfecha, volvió a lanzarse hacia la escuela con el cabello castaño rebotando sobre su mochila.

—Y yo también —gritó Loy alzando una mano para despedirla. Su voz tenía un tono de enojo pero al mismo tiempo burlón por no recibir un gesto similar por parte de su hermana.

Clay respondió alzando la manita, apenas girándose para sonreírle y luego siguió su camino. Ya solos, los muchachos se dirigieron en silencio por la calle principal hacia el supermercado, sin embargo, el gentío amontonado frente a la Central Armada hizo que se detuvieran. Se mantuvieron atrás, a la espera. Loy le comentó a Dana que cuando los Ancestros tenían que hacer un comunicado en nombre de la diosa, lo hacían desde el balcón del piso más alto del edificio, para que pudieran oír con claridad y llegara a la mayor cantidad de gente posible. Lo que no dijo fue que él evitaba esos comunicados desde la última vez que había asistido a una. Fue cuando la guerra terminó y con ella se había ido la vida de su padre. Por alguna razón, sabía que volvería a tener malas noticias.

La Central Armada era un edificio ubicado a una cuadra de la plaza. Alto y de tres pisos, era una estructura de líneas rectas y con un sombrío color grisáceo que no hacía nada apetecible tener que pasar por allí. Sobre el balcón, en el último piso, salieron dos soldados, destacando con el uniforme morado oscuro sobre la lúgubre ceniza de la fachada de la Central Armada. En el balcón de madera pulida surgió un hombre de camisa blanca y pantalones oscuros que hacían juego con su cabello negro. Tenía ojos azules y fríos, tan helados que a Loy le dio mala espina. Le recordaban a alguien pero no sabía a quién.

El desconocido se paró erguido junto al balcón y el silencio que le siguió estaba cargado de ansiedad.

—Buenos días, violetas. Aunque no lo parezca, soy el Ancestro Ozai y vengo con malas noticias.

Dana se quedó inmóvil, temblando. El aire se le escapó de los pulmones y sintió como si tuviera una enorme y pesada piedra en el estómago. Sujetó la bufanda contra la cara tapándose la nariz, con los dedos crispados. Ozai estaba totalmente rejuvenecido por la magia.

—Seguramente han visto al Ejército buscando e indagando sobre una fugitiva, y no se han dado demasiados detalles porque no queríamos que cundiera el pánico. Pero ya es momento que sepan la verdad. —Hizo un silencio que generaba expectación. Nadie se atrevía a decir nada más que unos murmullos apresurados—. Nuestra Diosa Violeta ha abandonado el Cubo, a su gente, a todos nosotros. Se fugó, ignorando las leyes y las responsabilidades a la que estaba sujeta.

Entonces los susurros se hicieron más fuertes, más urgentes, cargados de incredulidad, nerviosismo y enojo. Loy sintió esa misma ira. ¿Es que la Diosa no se cansaba de hacer daño?

—El Ancestro Júpiter pereció al intentar detenerla y Lambda y yo estamos tratando de mantener nuestro Territorio a flote, pero esto ha salido de control. El Rojo se ha enterado y tiene intenciones de atacarnos, aprovechándose de nuestra vulnerabilidad. —Había algo extraño en su voz, no tenía emoción alguna, y Loy pensó por un momento que podría estar mintiendo. Apretó los dientes—. Entonces, por el momento me vi obligado a tomar su lugar. Pero por la máxima traición de la diosa —continuó, ignorando el bullicio que se alzaba bajo el balcón—, y siguiendo las leyes que ella misma debería velar, será ejecutada cuando sea encontrada, sea donde sea que se oculte. Arrancaremos de raíz esa diosa que se negó a protegerlos —concluyó, cerrando el puño en alto y sintiendo algunas voces vitorear con él. Eran pocas, pero suficientes. Esperaba que pronto fueran más alzándose contra la diosa Violeta.

Dana se sintió desfallecer. Retrocedió alejándose como empujada por una corriente eléctrica que vibraba en todo su cuerpo. Jadeó buscando el aire que había retenido durante todo el discurso, se echó a correr, siguiendo esa necesidad que crecía en su interior. Ignoró la voz de Loy, a las personas que se cruzaron en su camino. Ignoró el trayecto que tomó hacia las afueras de Sigma y la lluvia mansa que caía como las lágrimas en sus mejillas.

¿Por qué, Ozai?, se preguntó, ahogándose en desesperación. ¿Por qué ahora, si había tenido siglos para hacerlo? ¿Por qué justo en ese momento en el que ella había descubierto que el mundo no era lo que imaginaba y comenzaba a darse cuenta que valía la pena vivir en él?

«Porque huíste, le dejaste el Cubo en bandeja y él no dudó en tomar tu lugar», le respondió esa voz incómoda dentro de su cabeza.

La lluvia acompañó sus sentimientos de tristeza y dolor, empapándole la cara y enfriándole los dedos. Sintió que Loy trataba de darle alcance pero no se giró a mirar. No quería hablarle porque temía que la odiara, que la mirara con decepción o enojo. Temía que la rechazara.

Tropezó con una piedra, trastabilló pero se mantuvo de pie, tomando impulso y acelerando. Sin embargo, ese pequeño retraso hizo que Loy al fin llegara hasta ella. La tomó por el brazo con fuerza, frenándola con brusquedad y tirando para que girara hacia él. Ella se resistió.

—¡Suéltame!

Fue un chillido agudo, desesperado, acompañado por un rayo que intensificó la urgencia de su voz. Loy observó a Dana como si contemplara por primera vez. El cabello ya no era castaño oscuro, sino de un morado intenso, empapado por la lluvia y pegado a su cuello y mejillas. El mismo color que había visto por primera vez y que le había atribuido al reflejo de los relámpagos. Tenía los ojos violeta, como las pestañas y las cejas, en un color más bonito que el azul que había mostrado en un principio. Todo evocaba el color característico de la diosa, del Cubo y del Territorio. Entonces supo que de alguna forma, ella había ocultado su verdadera apariencia para esconder la verdad:

Dana era la diosa Violeta.

Le atrapó el otro brazo para colocarla frente a él, sujetándola con fuerza sintiendo la rabia apoderándose de él y nublándole la razón.

—¡Eres tú! ¡Maldita sea, Dana! ¡Me mentiste! —le increpó. La muchacha se retorció intentando soltarse, pero él la sostenía impidiéndole escapar—. Por tu culpa... ¡Por tu culpa mi padre está muerto!

Ella se quedó inmóvil. Los relámpagos y los truenos cesaron aunque la lluvia no se detuvo.

—¿Qué...? —dijo con un hilo de voz.

Se atrevió entonces a mirarlo a la cara. Sus ojos destellaban furia y decepción, y aquella mirada le partió el corazón. Loy soltó una risa seca ante su pregunta.

—¿Acaso no eres la diosa? ¿No deberías saberlo todo? ¡Mi padre murió defendiendo las puertas del Castillo! ¡Murió diciendo que estaba orgulloso de haber salvado a su diosa! ¡Murió en mis brazos adorándote!

A pesar de la lluvia, Dana pudo ver lágrimas en los ojos de Loy. Había crecido en una sociedad que se reconstruía de las cenizas, que trataba de sobrevivir en una tierra hostil. Había visto solo el lado malo de las cosas, la maldad que mostraba los humanos en las peores situaciones. Y se había encerrado en sí misma para no ver la realidad, pero su gente lo que había necesitado era una guía, y no a una diosa ausente. Había ignorado las guerras, las invasiones, la muerte que ello traía. Se culpó por no ser la diosa que debía ser, por fallar. No merecía ser la portadora del poder del Cubo y pensó que quizá Ozai tenía razón. Quizá debía ser ejecutada.

—¿Sabes cuántas veces recé para que no se muriera allí, o para que lo trajeras de vuelta? ¿Y luego para que le dieras un trabajo mejor a mi madre? ¿Para que tuviéramos de comer? ¿Qué no pasáramos hambre? ¿Alguna vez me oíste? ¿A mí o a alguien siquiera? —La voz de Loy se fue quebrando a medida que hablaba—. Por eso dejé de hacerlo, de creer en la diosa... De creer en ti.

Sentía la magia del Cubo a su alrededor, tentándola, instándola. Sintió que se colaba en su cabeza impregnando su mente con los recuerdos que él mencionaba. Pudo oír su llanto, sus plegarias, sus súplicas. El último aliento de Ray Sturluson. Vio a un chico de cabello castaño claro y corto inclinado sobre un cuerpo bañado en sangre. Vio a Mey llorando con el vientre hinchado por el embarazo, abrazada a un ataúd en el funeral de su marido. Y así que la magia se acercó, se fue, dejándola con las piernas débiles y un nudo en la garganta.

—Perdón. —Su voz salió quebrada, sintiéndose tonta por lo que acababa de decir. Pedirlo con palabras no iba a cambiar las cosas, él ya se lo había dicho una vez.

Pero Loy estaba cegado por sus emociones negativas. Seguía sujetándola con fuerza y los dientes apretados.

—Todo este tiempo pensaba que te tenía que proteger... ¡Pero eres tú quien tienes que hacerlo! ¡Tienes que protegernos a todos! ¡Y escapaste como una cobarde!

Dana lo sintió como una puñalada, porque sus palabras crudas eran una verdad para ella. Había actuado como una cobarde, intentando refugiarse en la familia Sturluson como si nada ocurriera, como si todos los siglos en los que había dormido e ignorado el mundo no existieran. La magia seguía girando a su alrededor, reaccionando a sus sentimientos, sacudiendo los árboles y la maleza que los rodeaba. Estaban en las afueras del pueblo, al lado de la carretera. Apenas se veían algunas casas que habían dejado atrás.

—Loy, suéltame —susurró en una súplica aunque no supiera qué responder.

—¡Y yo como un tonto —continuó él, suavizando la voz en un tono resignado y soltando el aire de golpe—, pensé que lo nuestro era algo sincero! Que podíamos llegar a ser más que amigos...

Dana sintió que algo en su pecho se rompía en mil pedazos. Se estremeció, ajena al frío de la lluvia, con un dolor inexplicable que le llenaba las entrañas. No quería seguir oyendo, no podía seguir viendo a Loy con aquella expresión desesperada, enojada y dolida.

—¡Ya basta, Loy! —chilló

El muchacho la soltó como si hubiese tocado acero caliente y cayó de rodillas con los ojos vidriosos y los brazos caídos a ambos lados del cuerpo. Intentó moverse, pero sentía que estaba paralizado. Solo podía quedarse observándola sin entender qué ocurría, a merced de los poderes de la diosa.

Dana se inclinó hacia él con las manos temblorosas, acunando con ellas su rostro. La miradas que intercambiaron estaban cargadas de dolor y culpa. Ella le acarició las mejillas mojadas y frías y posó su frente sobre la de él.

—Sé que pedirte perdón no solucionará nada, pero quiero que sepas que no tenía otra opción. O escapaba, o seguía encerrada sin enterarme de nada de esto, de lo que es vivir —murmuró, hipando—. Pero tienes razón. No debo estar aquí, no lo merezco. Solo te hice daño, a ti, a todos...

Él quiso hablar, responder, hacer más preguntas, mas no lograba gesticular o moverse. Dana le besó la frente en un contacto húmedo y tibio que estiró lo más que pudo, hasta que se separó con dolor y se alejó, con el corazón golpeándole desbocado en el pecho. Lo único que pudo hacer Loy fue contemplarla mientras desaparecía bajo la lluvia incesante, inmovilizado y dolorido, tanto física como emocionalmente.

No supo cuánto tiempo estuvo así hasta que llegó el atardecer, con el cielo que había dejado de llorar y se teñía de rojo anunciando un bello crepúsculo. Sin embargo, no lograba encontrarle lo hermoso a ese día tan largo y abrumador. Sintió un hormigueo en los dedos y cayó hacia un lado, recuperando la movilidad. Aún atontado, se irguió con dificultad y dio un paso tras otro, tomando velocidad y se echó a correr hacia donde había desaparecido la muchacha.

—¡Dana!

No sabía cuánto tiempo había corrido. Sus piernas se entumecieron y le faltaba el aire.

—¡DANA!

No había nada en la carretera más que gravilla, maleza y árboles. Le dolían los pulmones. La noche cayó sobre él y no tuvo otra opción que volver sobre sus pasos, decidido a buscar a Rufus y regresar a buscarla.

Al llegar al rancho, agotado y fatigado, notó que todo estaba a oscuras. La puerta había sido derrumbada y la casa estaba hecha un caos, aunque una mirada rápida alrededor le indicó que ya no había nadie. Con el corazón en la boca, tanteó la pared hasta dar con el interruptor de luz y se acercó a un par de papeles que le llamaron la atención encima de la mesa. La primera era una orden directa del nuevo dios Violeta que obligaba al menos a un miembro de cada familia mayor de dieciséis años a alistarse al ejército. Debían defender el Castillo de inminente ataque por parte del Territorio Rojo y acatar la orden de busca y captura de la diosa fugitiva. Arrugó la hoja y la arrojó a un lado soltando una grosería.

La segunda era una orden de arresto a Mey Sturluson por refugiar a un traidor del Territorio. Volviendo a maldecir entredientes, se dejó caer sentado en la silla, apoyando los codos sobre la mesa y cubriendo el rostro con ambas manos. Soltó un suspiro prolongado, uno arrancado de lo más profundo de su pecho. ¿Cómo alguien como Dana podía causar tantos problemas? Levantó los ojos con la mirada perdida, metido en sus cavilaciones, hasta que vio el vacío dormitorio de Clay.

Si a su madre la habían arrestado...

¿Dónde estaba su hermana?

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