4. Ejército violeta
Dana contempló el parque eólico desde la distancia con asombro, boquiabierta. Había visto los molinos desde el Cubo, sin embargo nada se comparaba a tenerlos a apenas unos kilómetros de distancia. El parque estaba más allá del pueblo, sobre una zona elevada que precedía el bosque que rodeaba la ciudad de Soros. Era un lugar donde corría más viento; ella misma varias veces se había encargado de impulsar las hélices en algunos veranos. O eso creyó, mientras estaba sumida en la inconsciencia y soñaba que era parte de la naturaleza.
Por fortuna no se habían dañado con el terremoto.
Sigma, por otra parte, estaba sumida en un caos. El pueblo era pequeño, con calles adoquinadas y lleno de casa pequeñas y amontonadas de aspecto precario, las cuales contrastaban con los edificios y mansiones que se divisaban en la distancia a medida que se acercaba al centro. El sismo no había dañado la infraestructura del pueblo, pero los habitantes estaban nerviosos y caminaban de un lado a otro preocupados y verificando que todo estuviera en orden. Incluso el cableado eléctrico se había salvado en la mayoría de las zonas.
Dana se acercó de forma involuntaria a Loy a medida que avanzaban por las veredas. Observó desconcertada a los vagabundos que dormitaban en los rincones o a los que pedían limosna en las esquinas y callejuelas. Con dolor, concluyó que su ausencia sí había afectado a su gente, que los Ancestros quizá hacían lo posible pero no lograban hacer todo lo necesario. Si así estaba el pequeño pueblo de Sigma, ¿cómo estaban las ciudades de Soros y Mires?
Se quedó inmóvil cuando una niña pequeña, de no más de cuatro años, se acercó con las manitos sucias pidiendo una moneda. Loy la sujetó del brazo, estiró una moneda de cobre con la mano libre y se la llevó con pasos rápidos. No redujeron la velocidad hasta que llegaron a la zona comercial.
Tenía muchas preguntas mas supuso que no podría hacerlas sin tener que revelarle quién era en verdad.
—¡Dana, cuidado! —Oyó que le decía Loy y sintió un tirón en su brazo que la sacó del camino de un carro de metal. Pasó por ella veloz sin apartarse ni frenar, mientras el conductor le lanzaba una sarta de insultos—. ¿Estás bien? —preguntó al verla tan consternada.
—Sí... Eso creo... ¿Pero qué fue eso? —indagó un tanto asustada y molesta a la vez.
La tecnología había avanzado en su ausencia, ya que no conocía tal medio de transporte. Los edificios también eran más modernos, más altos, más espaciosos. Las calles tenían adoquines y la electricidad había permitido crear aparatos electrónicos que facilitaban la labor diaria, como el lavarropas que tenía Mey en su casa, o ese medio de transporte extraño y ruidoso.
Sin embargo, le llamó aún más la atención las personas que viajaban en el interior, estaban bien vestidas, llevaban joyas y peinados extravagantes y le habían lanzado una mirada despectiva.
—Los dueños del supermercado principal del Territorio. El hombre que se queda con el dinero de nuestro trabajo —soltó Loy aborrecido y Dana entendió que los humanos eran tal cual sospechaba: soberbios, avariciosos y codiciosos. O por lo menos, la mayoría de ellos—. Él me compra los peces por chirolas y luego los revende a unos doscientos o trescientos por ciento más. Pero bueno, así es la vida, o te roban o te estafan. Tendrás que acostumbrarte.
Dana no lo podía tolerar y apretó los dientes para no decir nada.
Loy la llevó al supermercado y ella, como una niña pequeña, casi corría por los pasillos entusiasmada con todo lo nuevo que encontraba. Ver las cosas por el Cubo, saber que existen, no era lo mismo que poder tocarlo o descubrirlo con sus propios ojos. Después fueron hasta la farmacia por unos analgésicos para Mey. La muchacha percibió que cada vez que tenía que pagar, él se daba la vuelta para que no pudiera ver su billetera casi vacía. Sin embargo, estaba consciente que su familia era humilde y que vivían de lo poco que hacía Mey en el club y de la pesca de Loy. Se sintió como una intrusa que estaba aprovechándose de su hospitalidad, sabiendo que ellos no podían darse el lujo de gastar por una cuarta persona.
—¿Quieres ir ya a la Central Armada? Quizá sepan de alguien perdido —preguntó Loy sacándola de sus pensamientos mientras salían de la farmacia—. Siempre tienen retratos de desaparecidos.
—Sí... —dijo Dana nerviosa y se enroscó un mechón de pelo con los dedos, asegurándose que no se había vuelto violeta—. Pero no, gracias. No creo que sepan algo de mí.
Loy, que se había percatado de su reticencia, la miró de forma inquisitiva mientras seguían atravesando el pueblo hasta la ruta que llevaba a Soros.
—¿Estás huyendo de algo?
Dana se detuvo en seco, mirándolo con los ojos muy abiertos
—¿Por qué dices eso?
—No lo sé —dijo él deteniéndose a observarla. Dana soltó la respiración, esquivó sus ojos y volvió a caminar. Loy continuó a su lado—. Mentiste sobre tu amnesia, ¿verdad? Aunque supongo que habrás tenido tus motivos. Si te hicieron daño, entiendo que no quieras volver a hablar de ello —declaró dedicándole una mirada compasiva.
Ella solo se limitó a sonreírle a modo de agradecimiento.
Un ruido marcado de pasos les llamó la atención. Por la calle principal, un ejército armado con lanzas, escudos y espadas se acercaba marchando, ocupando toda la calzada. Las personas, temerosas, se apartaban del camino sin decir nada. La muchacha sintió que la bilis se le subía por la garganta mientras observaba el uniforme violeta oscuro con el símbolo del Cubo en los hombros y el pecho: un cuadrado con dos diagonales en forma de X y una corona con tres puntas en la parte superior.
Aterrada, se acercó a Loy y lo sujetó de la manga del abrigo con ambas manos.
—¿Quiénes son? —indagó con un hilo de voz, aunque la respuesta era obvia.
—Son los soldados de la diosa: el Ejército Violeta.
Dana sintió un escalofrío recorrer su columna vertebral. ¡¿Mis soldados?!
—¿Los soldados de la diosa? —preguntó.
—Sí. Protegen el Castillo de las invasiones de los territorios enemigos, para evitar que alguien más tome el control del Cubo y de la diosa —explicó Loy y echó una mirada fría a la tropa—. También son los encargados de mantener el orden y, de vez en cuanto, forzarlo. Todo en nombre de la diosa, claro —añadió con la voz llena de sarcasmo.
Dana se sentía muy confundida. ¿Por qué los Ancestros tenían a su gente, oprimida y pobre? ¿Por qué había la necesidad de tener un ejército? Y Loy se había referido a "territorios enemigos", entonces debía suponer que habían más territorios además del suyo. Con la cabeza llena de dudas, se dejó guiar por el muchacho que la instaba a continuar y salieron del pueblo por la carretera, en dirección a Soros, en el otro extremo.
Loy le había dicho que iba a pedirle a su amigo Jonas para reparar el techo, por lo que llegaron al hogar de la familia Godoy así que pasaron las últimas viviendas de la periferia del pueblo.
La casa era demasiado pequeña para la cantidad de integrantes que tenía que albergar. Vivían la pareja, dos abuelas, cinco hijos y un nieto, todos bajo aquel pequeño y precario techo. Loy golpeó las manos y una mujer regordeta y bajita salió, ajustándose los lentes y sonriéndole con cariño. Tenía el cabello rizado y oscuro prendido en un moño desarreglado y traía un delantal azul chillón. Ante la expresión de felicidad al verlo, el muchacho presintió que se venía el parloteo habitual con el que lo recibía Melen Godoy.
—Loy, mi niño, ¿como estás? —Le sujetó la cara con las manos y le besó ambas mejillas—. ¡Qué cosa de locos, un terremoto! ¡Gracias a la Diosa no fue nada grave! ¿Están todos bien en el rancho? —Loy iba a responder, pero la mujer se dirigió hacia Dana, besándole las mejillas también—. ¡Por fin traes una novia contigo, qué muchacha más bonita! —Loy abrió la boca, pero la mujer, sin esperar respuesta, hizo ademanes para que la siguieran—. Vamos, pasen, pasen. Cuéntame qué los trae por acá.
Dana sintió que los cachetes le quemaban con intensidad y por el carraspeo de Loy notó que él también se había puesto incómodo, pero ninguno de los dos se atrevió a contradecirla. Pasaron por la puerta y entraron a un living pequeño donde una señora muy mayor leía el periódico y unos gemelos de unos seis años estaban concentrados en un juego de mesa armado en el sofá.
—¿Jonas está? —preguntó Loy sin rodeos, deseando que la mujer no lo invitara a almorzar como solía hacer cada vez que iba. Estaba famélico, no había comido nada desde el café en la mañana, pero no podía perder más tiempo—. Cayó una viga del techo y mamá está herida, nada grave —añadió al ver la cara de preocupación de Melen.
—¡Por el amor del Cubo, ¿está bien?!
—Sí, sí, Dana es muy hábil con los curativos —dijo él, señalando a la muchacha a su lado. Melen volvió a sonreírle—. Pero necesito que Jonas me de una mano con el techo.
—Sí, claro, corazón.
Que mencionara a Dana y al Cubo en exclamaciones habituales la desconcertaban un poco. Nunca se había puesto a pensar en cómo la gente la veía. La mujer se paró en el rellano de la escalera que llevaba al piso superior y llamó por Jonas, quien bajó casi de inmediato de dos en dos. Tenía los rulos despeinados y los ojos caídos, de color oscuro muy vivaces. Traía el uniforme de un colegio, con la insignia del Cubo en el lado izquierdo del pecho que hizo a Dana pensar en el ejército. Llegó hasta ellos y saludó a su amigo con un choque de puños, pero se detuvo casi en seco al ver a la muchacha, un poco sorprendido. Loy también la miró como pensando cómo presentarla.
—Ella es Dana —titubeó—. Mi mamá se está haciendo cargo de ella por un tiempo. —No era del todo mentira, pero por alguna razón a Loy no le pareció conveniente decirles que la había encontrado desnuda y casi muerta.
Jonas asintió la cabeza hacia Dana a modo de saludo. Luego dirigió los ojos hacia Loy, quien le comentó lo que necesitaba. Su amigo aceptó a buen gusto ayudarlo, así que partieron sin demora —no sin antes Melen decirles que tuvieran cuidado— hacia el rancho de los Sturluson. Mientras caminaban en un ambiente un tanto incómodo, la muchacha quedó rezagada contemplando cosas que le llamaban la atención y los chicos se pusieron a conversar.
—Hay soldados en el pueblo, y no parecían estar ayudando por el sismo —comentó Loy, echando una veloz mirada hacia la muchacha, quien los había alcanzado y caminaba a su lado, con varias hojas marrones, amarillas y rojas de distintas formas y tamaños en las manos, encantada.
Jonas asintió despacio, tanteándose el escudo bordado en la camisa. Él estudiaba en el Colegio Militar de Sigma. Si alguien podía saber algo de lo que pasaba, era él.
—Sí. Hay un peligroso fugitivo suelto, se escapó del calabozo del castillo o algo así.
Dana entonces quitó los ojos de las hojas para fijarse en los muchachos. No tenía idea de que tenía prisioneros justo debajo de sus pies y eso que tenía una cara del cubo dedicada exclusivamente a lo que ocurría en el castillo.
Loy sacudió los hombros.
—Pff —bufó él con una sonrisa seca. Los delincuentes que tenían el placer de estar en los calabozos del castillo eran las peores escorias—. Yo también huiría del castillo, quién sabe si era inocente y estaba siendo torturado por los caprichos de la diosa.
Dana lo miraba con los ojos abiertos de par en par, con la boca entreabierta. ¿Por qué tenía tan mala reputación? Parecía que Loy la tenía como una diosa tiránica y malvada, y no había descripción más alejada de la realidad. Se estremeció.
Jonas le lanzó a su amigo una mirada de advertencia.
—Si la diosa te oye, te podría castigar.
Loy desvió la mirada, concentrándose en el camino. Su expresión se ensombreció.
—Ya lo hizo.
Dana dejó de caminar, sin poder respirar. No entendía nada de lo que estaba pasando y menos qué había hecho para que todos pensaran eso de ella. ¿Qué habían estado haciendo los Ancestros mientras había estado dormida? Con un nudo en el pecho, se quedó contemplando la espalda de los dos muchachos que se alejaban. Loy percibió que ya no los seguía y se dio la vuelta.
—¿Vienes?
Ella asintió con torpeza y siguió sin decir nada en lo que quedó del camino.
Lambda terminó de hablar con el Teniente Greenwich por la orden de búsqueda y captura de Dana y volvió a la habitación del Cubo. Ozai continuaba en el interior de aquel objeto mágico y en ese tiempo había rejuvenecido de forma notable. Su cabello y barba habían vuelto a ser de color carbón como en su juventud y las arrugas habían desaparecido, aparentando tener no más de veintitantos.
—Ozai... Ya todo está estabilizado, puedes salir.
Lambda temía por su compañero, que el poder del Cubo lo estuviera consumiendo y controlando. Él se giró, flotando en el interior del Cubo, para mirar la pared que reflejaba a las personas sin quitar la vista de los puntos rojos que veía entre los de color violeta que representaba a la gente de su territorio. Habían unos pocos de otro color, sin embargo el rojo era señal de peligro. Ya se habían infiltrado y atacado una vez, no lo volvería a permitir.
—Ozai... —volvió a insistir la mujer.
Él volvió a ignorarla.
—Ese Júpiter siempre soltando la lengua donde no debe... —dijo Ozai rompiendo el silencio después de unos minutos, hablando para sí mismo. Su voz sonaba apagada desde el interior del Cubo—. Seguramente fue a ver esa prostituta roja chismosa y terminó atrayendo espías. Pero no te preocupes, Lambda —añadió con una sonrisa que la Ancestra nunca vio en él—, ese traidor no lo volverá a hacer.
La mujer se estremeció. Sabía que Júpiter mantenía una relación con una muchacha en el Territorio Rojo, aunque nunca imaginó que pudiese contarle algo de su trabajo o de la diosa que los pudiese afectar de forma directa, como la huida de Dana. El territorio Rojo era conflictivo y el Acuerdo de Paz que ambos mantenían desde la última guerra pendía de un hilo.
—¿Qué vas a hacer? —se atrevió a preguntar, frunciendo el ceño y acercándose un par de pasos.
—Lo que debería haber hecho hace tiempo con ese irresponsable.
—Él salvó nuestras vidas, ¿lo olvidaste? ¿Así se lo vas a pagar? —rebatió ella.
Ozai se giró. Sus manos atravesaron el Cubo hacia el exterior y las usó para impulsarse y salir. Lambda se quedó inmóvil, contemplándolo mientras él se acercaba. Llevaba puesto apenas unos pantalones de algodón negro y se le notaba delgado en extremo.
—Eso fue hace demasiado tiempo.
—Por si no lo sabes, las deudas no se olvidan con los siglos —dijo Lambda en un tono cínico, molesta y Ozai soltó el aire por la nariz, incrédulo ante la actitud de la mujer.
Había enterrado esos recuerdos. Esos que habían ocurrido mucho antes que encontraran el Cubo, cuando el mundo era un paraje hostil que renacía de sus propias cenizas producto de la guerra. Tanto él como Lambda y Júpiter se habían ganado la vida como ladrones, sobreviviendo con lo que podían robar. Habían viajado tanto tiempo que no recordaban su hogar o si habían tenido familia en la infancia, ya que fueron las calles quien los vio crecer.
Cuando uno de sus viajes los llevaron a un sitio despoblado, se habían encontrado con el Cubo. Habían oído rumores de tal objeto mágico que había surgido en varias partes del Continente, pero hasta que no lo vieran con sus propios ojos, no iban a creer en ello. Al encontrarlo pensaron que era como hacerse con una mina de oro.
Sin embargo, el Cubo tenía otros planes. No se dejaba tocar y se metía en sus cabezas, mostrándoles cosas que debían hacer. Primero se negaron, temieron su poder y buscaron quién estuviera interesado en comprarlo. Solo un hombre de cabellos y ojos verdes mostró interés, dispuesto a matarlos para obtenerlo. Fue entonces cuando Júpiter casi pierde su vida al salvarlos.
Con el tiempo, descubrieron que los Cubos no aceptaban a cualquiera, que debía nacer alguien con el poder de controlarlo y que sería un dios. Si querían tener una porción de poder, deberían ser los Ancestros consejeros.
Ozai no estaba conforme con ello, pero aceptó. Aceptó la buena vida que eso conllevaba.
—Ya saldamos la deuda cuando aceptamos todo esto. Ya no le debo nada más que hacerlo pagar por su traición.
Sin esperar que Lambda respondiera, volvió al Cubo y tocó desde su interior a una de las paredes, haciendo estallar una porción de magia a través de él. Una maligna y destructiva.
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