22. Prisioneros

El alba teñía el horizonte y el cielo estrellado pasaba con pereza de un índigo a un celeste pálido sobre sus cabezas. La tierra donde pasaban las vías de tren era dura y seca, pero pronto lo bordeaba un bosque tupido y denso, de un color verdoso oscuro a causa de la noche, con algunas hojas de las copas brillando con el amanecer. No había dudas que estaban en Territorio Verde, pero al parecer no habían sido bien recibidos. Soldados habían surgido de la nada mismo, tres por el pasillo del vagón donde estaban, otros tres en el vagón contiguo por donde había venido Loy, apuntándolos con arcos desde el balcón.

Loy rodeó la cintura de Dana con el brazo izquierdo atrayéndola hacia sí y con la derecha alzó su espada con determinación. Los dedos de la muchacha se aferraron rígidos a los pliegues de su uniforme, con las piernas temblorosas.

Los soldados, metidos en sus uniformes verde oscuro, no mostraban ninguna expresión, como si fueran estatuas, señalándolos con sus armas con decisión y presteza. Loy estaba seguro que, además de superarlo en número, eran mucho más rápidos y entrenados que él. No quería pelear, pero ni él ni Dana se encontraban en las mejores condiciones para negociar.

—Han ingresado a nuestro Territorio de forma ilegal —anunció el que tenía un uniforme distinto a los demás. Parecía ser el que daba las órdenes ya que era el único que no llevaba un arma en las manos. Sin embargo, tenía una espada en la vaina del cinturón.

El muchacho se pasó la lengua por los labios resecos.

—Lo siento, señor —dijo, tratando de que su voz no fallara. Sintió una gota de sudor frío que se deslizó por su sien—. Ella es una fugitiva de mi Territorio y mi deber es regresar con ella para su debido castigo.

Dana temió por un momento que aquellas palabras fueran ciertas, pero la firmeza de su agarre le indicaba lo contrario. Para los soldados, la mentira era bastante obvia. El muchacho del Ejército Violeta aferraba a la supuesta fugitiva con tal protección y cariño que contradecía con lo que acababa de decir. Ni siquiera optaron por bajar sus armas.

Percatándose de inmediato que no le habían creído, Loy apenas movió la cabeza hacia Dana sin quitarle los ojos de encima al hombre que había hablado.

—¿Puedes hacer algo de tu magia? —le preguntó casi en un susurro, pero pudo sentir la tensión en el cuerpo de la muchacha ante tal petición.

—No, no puedo... No estamos en mi Territorio. Fuera, soy una humana más —murmuró en respuesta, pegándose aún más a él. Sabiéndose inútil, le aterrorizaba lo débil que se encontraba y lo fácil que sería para ellos matarla junto a Loy.

Temió también por William, Lia y Violett, quienes habían ingresado con ella y se sintió culpable por haberlos involucrado. La ignorancia sobre los otros territorios y sus dioses la dejaban a merced de los demás y no sabía qué debía hacer o cómo actuar.

Separándose apenas de Loy, se paró de frente al hombre. A pesar de los miedos que la embargaban, debía hacerse cargo de sus errores para evitar que los demás salieran lastimados.

—Soy Dana, la Diosa Violeta. La situación en la que nos encontramos es urgente y le pido que nos entienda. Quizá podría hablar con su Dios...

—Desconocemos su identidad y no podemos confiar en lo que nuestros ojos ven —interrumpió el hombre, hablando por encima de ella con su voz fuerte—. Nuestra señora Selba será quien defina su destino y el de los suyos. Por ahora, temo que no podrán hacer nada más que seguirnos.

Loy soltó un suspiro, maldiciendo en voz baja. Estaban en una encrucijada de la cual ninguna de las opciones eran buenas. Pensó que debían entregarse de forma pacífica, sin faltarle el respeto a la gente verde y a sus leyes y su diosa —quien al parecer se llamaba Selba—, sin embargo, un grito en un vagón lejano les llamó la atención. Entre las palabras ininteligibles, pudieron distinguir el nombre de Dana.

—¡Lia! —exclamó la muchacha, aterrada por completo y moviéndose con inercia para volver sobre sus pasos, pero un par de soldados le impidieron seguir—. ¡¿Qué le están haciendo?!

Ignoró todo dolor y cansancio, empeñada en ayudar a Lia, Violett y William, pero sintió que la tomaban del brazo con una fuerza que pareció que iban a partírselo y chilló. Tomaron su actitud como hostil y, sin decir una palabra, procedieron a intentar reducirlos. Entendiendo lo que estaba a punto de ocurrir, Loy sujetó la mano libre de Dana y con la derecha levantó la espada. Dio un golpe certero en el brazo del soldado que tenía prisionera a la muchacha, logrando así que la soltara.

—¡Dana! ¡Corre...! —le gritó, pero su voz se cortó cuando una flecha se incrustó en su hombro.

Dana se quedó blanca, muda de la impresión. Lo llamó por el nombre mientras él lanzaba una estocada hacia adelante, intentando hacer que los soldados retrocedieran, pero estaban rodeados. Entonces, Loy entendió que debían haberse rendido cuando sintió el acero de un arma enemiga que se incrustaba a un lado de su abdomen. Oyó que la muchacha gritaba mientras caía de rodillas al suelo con un dolor insoportable y la vista nublada. Se inclinó hacia adelante sosteniendo la herida y sintiendo la humedad de la sangre en sus dedos.

—¡Loy!

Alzó los ojos hacia Dana, quiso gritarle de nuevo que corriera, que se salvara, pero solo pudo ver entra la neblina del dolor que le golpearon en la cabeza. Ella cayó inerte frente a él con una herida abierta que teñía de sangre su cabello violeta. En seguida, Loy sintió el duro golpe de una empuñadura a un lado de su sien y cayó de bruces.

Lo último que pensó fue que le había roto la promesa a su madre, y que ella y Clay se iban a quedar solas. Estiró el brazo para tomar la mano de Dana, pero apenas pudo rozar sus dedos con los suyos y se sumió en la oscuridad de la inconsciencia.

La magia lo golpeó, inmensa y cargada de poder como si hubiese estado aprisionada y reducida y de un momento a otro se liberara en su máximo esplendor. Ese golpe dejó a Ozai imposibilitado por un buen tiempo, así que para cuando despertó, habían pasado unas tres horas en las cuales el conflicto casi se había reducido por completo.

Los soldados habían atrapado a los rebeldes y rojos que pudieron, mientras que los demás huyeron y desaparecieron, entre ellos, Dana y Loy. Buscó a ambos por si estaban juntos, rastreó cada movimiento desde la última vez que los había vigilado, pero él simplemente se perdía entre la multitud, dejando de existir como si hubiera muerto. De ella, lo último que vio fue que estaba junto a un rubio en un callejón lateral. Luego nada más.

Sería demasiado pedir que todos estuviesen muertos, aunque de seguro no iba a ser así. No podía haber sido tan fácil. Rastreó todos y cada uno de los rincones del Territorio, buscando sus cuerpos o algún rastro o pista que corroborase su hipótesis, pero no había absolutamente nada.

Que toda la magia estuviera completa solo podía indicar que ella había perecido y el Cubo volvía a tener toda la magia para sí, y por consiguiente, disponible para él. Aunque también era una opción que el mismo artefacto mágico estuviese protegiéndola. Debía ser cauteloso con lo que fuera a hacer y lo que ocurriera a su alrededor.

Sin embargo, habían más problemas además de Dana. Había nacido una diosa roja en su territorio que había logrado escapar en uno de los pocos trenes que partían hacia el Verde. Conocía lo suficiente de los demás territorios para saber que tendría problemas con la diosa Selba por ello. Además, si el dios rojo Seteh llegaba a descubrir que su sucesor había estado en sus tierras, la venganza iba a ser muchísimo peor.

Eso, sumado a la supuesta muerte de Dana, podría acarrear con ello un nuevo sucesor. Tendría que encargarse de él pronto si quería mantenerse en el poder, así como lo había estado haciendo Seteh, e ignoró las palabras de advertencia de Lambda que se repetían en sus recuerdos:

"No te conviertas en el dios rojo Seteh".

Era demasiado temprano para que ya hubieran problemas. Selba ignoró la magia que la llamaba con urgencia, intentando dormir cinco minutos más después de una noche larguísima de reuniones con los principales representantes del comercio de Sauta, la capital de Territorio Verde. Envió adormilada a su Ancestro Aram a encargarse de lo que fuera que estuviese ocurriendo. Sin embargo, que él le dijera al cabo de un rato que supervisara la situación, hizo que al fin abriera los ojos.

El Cubo Verde que pendía de su cuello proyectó un cuadro gigante y espectral frente a su rostro. Vio el mapa del Territorio Verde, cerca de la frontera con el Violeta, y un tren en movimiento. En su interior podía ver las centenas de puntos que indicaban cada pasajero, con su respectivo color dependiendo de su lugar de nacimiento. Entre ellos habían dos estrellas que le indicaban que eran dioses. Uno era rojo —y saltó de la cama al pensar en Seteh—, y el otro era el desconocido violeta.

Con el corazón a mil pensando que el dios rojo quería atacarla aliado con el violeta, se levantó chasqueando los dedos para cambiarse el pijama por una ropa más formal, y se dirigió con apuro hacia el salón principal. El Cubo se proyectaba a su alrededor como una caja etérea e invisible para los ojos de los demás, y palpó el aire para observar bien a Seteh, pero se dio cuenta que era solo una niña, una nueva diosa.

Extrañada, contempló también a la joven diosa Violeta, gobernante del único Territorio que nunca fue parte del Consejo de dioses y que cuya identidad era totalmente desconocida. Rebuscó con curiosidad lo que había ocurrido en los últimos momentos antes que sus soldados los atraparan con la eficiencia que los caracterizaba, y se quedó con la imagen de la diosa abrazada al soldado violeta.

Esbozó una sonrisa carente de humor, se talló las sienes y con un suspiro se dirigió sin prisa a los calabozos de su castillo.

Dana sintió que el dolor le atravesaba la cabeza de lado a lado por el golpe que había recibido y también le llenaba el pecho por la incertidumbre de no saber de Loy. Al despertar, se encontró encerrada en una pequeña celda maloliente y húmeda, cuya única iluminación provenía de una antorcha colgada en la pared del pasillo. Había una pequeña puerta de rejas de metal y la rodeaba unas gruesas paredes de piedra. Gritó por ayuda, por alguien que pudiera oírla, pero no había más que un par de ratas que vivían en el pozo que servía de orinal.

Luego de una espera que pareció eterna, oyó el sonido de unos tacones que se aproximaban. Una sombra aproximándose se dibujó en el suelo del pasillo. Al llegar hasta ella, la silueta de una mujer alta tapó la luz de la antorcha. Dana se abalanzó esperanzada pero se detuvo en seco, con los pies fríos y las piernas rígidas, al reconocerla a contraluz incluso sin haberla visto nunca.

Debería tener unos treinta y tantos años, con el cabello del color de las hojas de los árboles que brillaban bajo el sol, encrespados como una madeja de enredaderas. Llevaba un vestido anaranjado que resaltaba el color moreno de su piel y tenía una mano sobre la cadera, con un par de pulseras de plata. Alzó el mentón para verla con la autoridad que le correspondía por su condición de ser la diosa Verde.

—Vaya, nunca pensé que fuera a conocerte en estas condiciones, diosa Violeta —dijo a modo de saludo y su voz era afilada como una espada—. Al menos uno de ustedes da la cara al fin después de siglos.

Dana había esperado un trato distinto de su compañera diosa, pero podía hasta entender su tono acusatorio. No entendió del todo qué había querido decir con lo último, pero su tono la dejó encogida y nerviosa.

—Disculpe, su divinidad —balbuceó, bajando la cabeza. No tenía idea de cómo debía hablarle, así que se limitó a mostrarle respeto y demostrarle que no era hostil ni tenía malas intenciones—. Lamento que nos conozcamos de esta forma, pero la situación lo requería... Somos fugitivos de nuestro propio Territorio y necesito saber si quienes me acompañaban están bien. —Su voz sonó débil, temiendo por la vida de Loy, de William, de Lia y Violett.

—Si quieres saber de la pequeña diosa y la pareja que iba con ella, están bien. Pero el soldado que iba contigo... —Hizo una pausa soltando un bufido molesto. Tiró un mechón de cabello hacia atrás y alzó las cejas—. Pues, hermana, lamento decirte que está muerto.

No muy lejos de allí, en otra celda de iguales condiciones, un joven soldado del Territorio Violeta despertó. Se veía terrible, tenía ojeras y estaba pálido, así como múltiples magulladuras y vendajes en la cabeza y el abdomen. Su hombro estallaba de dolor con cada movimiento de su brazo así como su abdomen cuando intentó ponerse de pie, pero lo ignoraba como a su cabeza que punzaba, machacando sus sesos.

Porque el dolor que sentía por dentro superaba todo aquello. Le había fallado a Dana. Le había fallado a su madre y a Clay. A su padre en el pasado. A su Territorio porque no había logrado llevar a su diosa sana y salva. Sentía que era merecido podrirse en una celda de un Territorio desconocido.

Si había que maldecir a un dios, ese de seguro sería Ozai.

Continuaba tendido en su dura litera de piedra, rendido, cuando oyó pasos. Apenas movió la cabeza para poder mirar a través de las rejas de la puerta metálica y vio que pasaban por el pasillo un par de soldados que llevaban a un prisionero herido.

Loy se apoyó en un brazo para girarse y poder ver mejor. Frunció el ceño y lo observó atento ya que se le hacía familiar. El prisionero sintió que una mirada caía sobre él y movió la cabeza en esa dirección de forma instintiva. Él sí lo reconoció de inmediato. Era el soldado que había sido el novio de Dana. El culpable de que ella hubiese saltado del tren.

Un par de tacones llegaron detrás de él mientras lo arrastraban a la celda y trancaban el cerrojo. Los soldados se inclinaron hacia la mujer y se fueron, dejándola a solas con los dos prisioneros. Ella se puso bajo la luz de la antorcha y el reflejo verdoso de su cabello les indicó sin dudas de quién se trataba.

—Antes que pregunten, muchachos, lamento decirles que la diosa Violeta ha muerto.

William se levantó incrédulo. Con el movimiento el brazo le dolió y se lo sostuvo para mitigar, en vano. Tenía el rostro magullado y un moretón en el ojo que le dejaba los párpados hinchados. Trató de ver con el que le quedaba sano, pero la diosa, haciendo un gesto de disgusto, dio media vuelta y desapareció. El muchacho maldijo en voz alta varias veces, luego señaló hacia Loy.

—¡Tú, maldito traidor, es tu culpa! —le gritó y el aludido se dejó caer en la litera agotado y con el alma destrozada. Trató de ignorarlo pero un cascote le dio en la cabeza en ese instante y el dolor le retumbó en el cráneo. Él apenas se quejó, creyéndose merecerlo—. ¡Yo le dije que era una trampa!

—¿Y tú quién crees que eres? —indagó Loy con voz molesta, aunque ya pudo reconocerlo como el rubio que estaba con Dana antes que tomara el tren.

—¡El que te arrancará las pelotas cuando salga de aquí! —contraatacó William ya fuera de sí, sujetando las rejas con fuerza en un intento vano de arrancarlas.

—Pues adelante, mátame; me haces un favor. —Su voz no era más que un ronquido ahogado. Le dio la espalda al rubio y se recargó con el hombro sano contra la pared.

William volvió a maldecir y Loy pudo oírlo sollozar. 

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