2. Rancho

Loy se cubrió la cabeza con la capucha de su capa, agitando las riendas de su caballo Rufus. El animal profirió un bufido de protesta como si dijera que también estaba helándose hasta los cascos. La lluvia no daba tregua y la noche amenazaba con alcanzarlos, pero ambos ya estaban cerca de su hogar. El muchacho no había tenido suerte con la pesca ese día, así que se había limitado a recoger leña para calentar el rancho en esa tormenta infernal.

Un trueno sonó sobre su cabeza y maldijo a la diosa, ese ser que siempre se las ideaba para castigarlos cada vez que le apetecía. Solía ser malvada, como en ese momento que, con esa tormenta anómala, había logrado subir el caudal del río y amenazar el pueblo con un desborde.

Volvió a arrear al caballo, pero en un detenimiento brusco, Rufus se levantó sobre sus cuartos traseros soltando un relincho que tomó a Loy por sorpresa.

—¡Oe, oe, tranquilo, Rufus!

Vio entonces a un bulto blanco que caía al borde de la carretera frente a ellos y Loy pensó que quizá era un animal herido. Pero por alguna razón le llamó la atención lo albo de su color. Se quitó la capucha y sacudió los cabellos mojados, apeándose de la carreta y acercándose con cautela. La lluvia arreciaba con fuerza y le impedía ver bien, así que se pasó la manga de la capa por la cara y dio un par de pasos más.

Quedó paralizado al ver a una muchacha de más o menos su edad tirada boca abajo como si estuviera muerta. El cabello le cubría toda la espalda y se esparramaba por el suelo en un tono violeta muy extraño. Sacudiendo la cabeza sin encontrarle explicación, se arrodilló a su lado para darle la vuelta.

Estaba completamente desnuda. Era blanca como la luna y muy delgada; podía notar las costillas bajo la piel, lo que hacía que sus voluminosos senos le llamaran la atención. Rufus pateó el suelo y soltó un relincho para que su amo reaccionara. El muchacho dio un brinco.

—¡Voy, voy! —gritó él a su vez, avergonzándose por haberse fijado en esos detalles ante el riesgo de vida de la muchacha. Se inclinó sobre su rostro para verificar que estuviese respirando.

Aún estaba viva.

Actuando con rapidez, Loy se quitó la capa y la envolvió en ella, tomándola en sus brazos. Se subió a su carreta luchando contra el viento y maldijo por no traer nada más que leña en la parte trasera. Debería haber oído a su madre cuando le dijo que llevara un par de mantas por si lo agarraba la noche.

Subió al vehículo colocando a la muchacha en su hombro y sosteniéndola con un brazo. Al sentarse, la acomodó en su regazo de tal forma que quedara con el torso apoyado contra él para transmitirle calor y, al mismo tiempo, poder pasar el cinturón alrededor de ambos, asegurándolos a la carreta. Cuando verificó que estaban bien sujetos, tomó las riendas con la mano derecha mientras abrazaba a la chica con la izquierda.

—¡Vamos, Rufus!

El caballo no dudó en arrancar como un rayo por la carretera, arremetiendo contra la tormenta y el viento. Loy hizo un esfuerzo para que la desconocida recibiera lo mínimo de frío, pero era imposible. Pocos minutos después, divisó con alivio su rancho en el horizonte, la cual resistía firme contra aquel clima.

En realidad, llamarlo rancho era una forma cariñosa de referirse a su hogar, aunque fuera una casa de madera que más se parecía a una cabaña, instalada a unos pocos kilómetros de Sigma. Había sido herencia de su padre, por eso insistían en quedarse, lejos del bullicio del pueblo. Tenían lo justo y necesario para vivir: un huerto pequeño de donde obtenían sus verduras y hortalizas, un establo donde se resguardaban su vaca, el ternero y Rufus. El tendido eléctrico y el agua potable llegaba desde la ruta, por lo que tenía que agradecer que tuvieran todos los servicios.

Se detuvo al pasar la portera de madera, saltó de la carreta y acomodó a la muchacha sobre su hombro mientras soltaba el caballo, quien galopó hasta el establo para refugiarse sacudiendo las crines.

—¡Mamá! —gritó Loy, acercándose a la puerta y abriéndola de una patada. La muchacha se sacudió inerte en su hombro por el brusco movimiento, golpeándole la mejilla con las caderas—. ¡Aviva el fuego de la estufa!

La mujer surgió de la cocina con una expresión preocupada por la urgencia en la voz de su hijo. Tenía el cabello recogido en un moño desaliñado y llevaba un delantal con estampas de corazones.

—¿Qué ocurre? ¿Por qué...? —Se detuvo en seco al ver un par de nalgas blancas y unas finas piernas que colgaban del hombro del muchacho—. ¡Por el Cubo! ¡Acuéstala en el sofá, por el amor de la diosa y trae unas mantas! —Lo ayudó a recostarla y le tanteó las mejillas frías, le apartó el flequillo de la frente, luego le dirigió una mirada furiosa a su hijo que volvía con lo que había pedido. —Siempre te he dicho que consiguieras una novia, ¡pero no que secuestraras una!

—¡Mamá, por favor! —exclamó exasperado mientras la envolvía con un enorme acolchado de lana, evitando a cualquier costo mirarle los senos o tocarle la piel que se estaba volviendo azulada—. ¡El fuego! ¡Sino se va a morir antes siquiera de pensar que sea mi novia! —Quedó rojo al darse cuenta de lo que había dicho y trató de ocultarlo pasándose las manos por la cara.

Su madre le dedicó una mirada de advertencia y se dirigió hacia la cocina para traerle algo caliente. Loy se sentó en el suelo con la espalda recargada en el sofá para poder quitarse el frío él también. Estaba helado y empapado, sin contar lo famélico que se sentía. Su madre Mey le alcanzó ropa limpia y seca y un cuenco con sopa de cebolla que devoró con ganas, evitando mirar a la muchacha mientras su madre la vestía con uno de sus pijamas.

—Loy Sturluson, exijo una explicación —dijo la mujer mientras terminaba de arropar a la muchacha y se giraba hacia su hijo con los brazos en jarras.

El muchacho se terminó el tazón y su madre lo tomó con un movimiento rápido y brusco.

—La encontré en la carretera, tirada así como estaba, cerca de acá.

Mey sirvió más sopa y se lo entregó, con el ceño fruncido.

—¿Sin más? ¿No llevaba nada?

Loy negó con la cabeza, cansado y su madre se quedó mirándolo hasta que soltó el aire, resignada.

—Mañana acompáñala a la Central, ¿sí?

Él asintió, terminándose el segundo tazón. Soltó un suspiro y volteó la cara para observar a la joven que continuaba inconsciente. Estaba muy cerca de su rostro y podía notar su piel pálida, sus labios que estaban recobrando el color rosado, y su cabello castaño oscuro caía como una cascada sobre el reposabrazos del sofá. Por un momento se preguntó por qué lo había visto de color violeta intenso, pero lo atribuyó a la lluvia y a los relámpagos.

¿Qué habría pasado para que terminara moribunda en una carretera? Loy pensó en muchas posibilidades, ninguna era buena. Su mente cansada se apagó antes de formular más dudas.

Dana se sentía helada. Los dedos le dolían y los escalofríos se hicieron presentes así que despertó, aunque una fuente de calor desconocida la ayudaba a no tener tanto frío. Recordó entonces el escape del Cubo, del castillo, y de correr hasta desfallecer. Abrió los ojos con lentitud, pestañeando, y lo primero que vio fue fuego crepitando en una chimenea, ardiendo con fuerza calentando el hogar de donde sea que estaba. Con un dolor de cabeza abrumador, se movió con torpeza para ver el brazo que sentía entumecido.

Había alguien durmiendo sobre él. Se quedó paralizada de miedo, con la respiración retenida, observando el gorro de lana que cubría unos cabellos castaños que se asomaban por debajo cubriéndole las orejas, con las puntas quemadas por el sol que le daban un tono más claro. En su rostro bronceado tenía varias pecas que le adornaban los pómulos y la nariz. Respiraba por la boca soltando un sonido que parecía un ronquido.

Nunca, durante toda su existencia, había estado tan cerca de alguien.

Se incorporó de un salto y jaló la manta como si fuera un escudo protector. El desconocido dio un respingo al sentir la ausencia de su almohada improvisada y la miró adormilado desde el suelo donde estaba sentado. Se incorporó de inmediato al notar el pánico en su expresión, llevando las manos hacia adelante como quien quiere tranquilizar a un animalillo asustado y Dana abrió la boca para gritar, pero de ella no salió ningún sonido. Se alejó de él, bajando del sofá y retrocediendo unos torpes pasos, notando que alguien la había vestido con un pijama que le quedaba holgado. Sintió las mejillas quemando al imaginarlo a él viéndola desnuda y tardó en darse cuenta que lo que sentía se llamaba vergüenza.

—Tranquila, no te haré nada —dijo él con voz conciliadora, pero Dana no se fiaba de la palabra de nadie. Cuando salió del Cubo quería conocer el exterior y conocer las sensaciones y la naturaleza, sin embargo no quería cruzarse con la humanidad. Había visto en el Cubo de lo que era capaz, tendía a ser avariciosa, malvada y egoísta—. Te encontré en la carretera y te traje a casa porque ibas a morir de hipotermia...

Ella no dijo nada. Nunca había pensado que podía morir al salir al exterior, y eso que sabía muchas cosas gracias al Cubo, pero no había prestado atención a detalles. Asintió una vez con la cabeza y se limitó a escudriñar el lugar. Estaba en una pequeña casa de madera, en una habitación que tenía unas pocas cosas: un armario, el sofá, la chimenea y una mesa con un par de sillas. Por el hueco de una puerta pudo ver una diminuta cocina, donde una olla humeaba y desprendía un delicioso olor a comida.

—¿Tienes hambre? ¿Quieres un poco de sopa? —indagó el muchacho al ver lo que ella observaba—. Te hará bien, mi madre es excelente cocinera.

Ella volvió a asentir, abrumada. Nunca pensó que algo podía oler tan bien ni que pudiera sentir tanta hambre, todo era nuevo para ella. Inmóvil, parada todavía abrazada a la manta, contempló al chico dirigirse hacia la cocina y colocar un cucharón dentro de la olla, vertiendo el contenido en un tazón de porcelana. Se volvió y se acercó para entregarle la sopa, manteniendo distancia y estirando el brazo.

Dana observó primero el contenido y luego levantó los ojos hacia el muchacho. Dudaba en si podía confiar o no, aunque el estómago le rugía en una sensación extraña y nueva. Dejó la cobija en el sofá con movimientos lentos y alzó las manos temblorosas, tocando la tibia porcelana y sonriendo por la calidez que sentía en su piel. Pensando que esa sería su primer comida en toda su vida, se sentó en el sofá sin borrar su expresión.

El muchacho la contempló satisfecho y se mantuvo de pie cerca de ella.

—Por cierto, mi nombre es Loy —dijo rascándose el gorro y esperando una respuesta de su parte. Por un momento temió que fuera muda o que hubiera pasado por una situación terrible como para volver a hablar.

Ella levantó los ojos del tazón ya casi vacío. Lo había devorado con ansias. Loy observó que tenía el iris azul, pero con un brillo violeta que desapareció así que lo notó.

—Soy Dana —respondió sin más, con la voz rasposa.

Notó que él esperaba que dijera más, pero no tenía intenciones de decir que era la diosa del Cubo ni mucho menos que había huido del castillo. Si lo hacía de seguro la llevaría con los Ancestros y la volverían a encerrar, y no quería separarse de la calidez de ese hogar ni de la amabilidad de ese ser humano. Por lo menos por el momento.

Todo lo que había vivido desde que había salido del Cubo era, sin lugar a dudas, lo mejor que le había pasado en esos siglos, sea despierta o dormida. Había experimentado un sinfín de cosas que nunca hubiese podido imaginar con sólo verlas en los lados fríos y sin vida del Cubo. Como la sopa tibia y deliciosa que le acariciaba la garganta y las entrañas; como el fuego que le abrazaba la piel con su calor; como el ruido de la lluvia que golpeaba la ventana... Como los ojos verde esmeralda de Loy.

El muchacho se movió inquieto, pasando el peso del cuerpo de un pie a otro.

—¿Te sientes mejor? ¿Te duele algo? —preguntó entonces, aproximándose cauteloso hasta sentarse en el borde del sofá al lado de Dana. Ella no se movió. —¿De dónde eres? ¿Dónde están tus padres? —insistió al ver que ella no respondía, pero se dio cuenta de que quizá la estaba molestando—. Perdón, no quería ser grosero, pero supongo que tus padres deben estar preocupados. En cuanto termine esta tormenta, si es que la diosa nos deja en paz, te llevaré a tu casa.

Dana quedó paralizada cuando oyó mencionar a la diosa, más aún con el tono despectivo en que lo hizo. Alzó los ojos hacia él, con el tazón vacío entre las manos.

—¿Diosa?

Loy la miró frunciendo el ceño.

—La diosa... del Cubo —dijo despacio, pero la expresión de la muchacha era de confusión, o terror. No lograba descifrar con seguridad—. ¿No has oído hablar de la diosa?

Ella se quedó quieta, apretando los labios. Si le decía que ella era la diosa, ¿qué haría Loy? ¿Le pediría que detuviera la tormenta? ¿Que lo dejara en paz?

Cuando invocaba tormentas, rayos, o lo que fuere dentro del Cubo, siempre le había parecido divertido. Ver las luces de los relámpagos, el silbar del viento, el oleaje del mar. Sin embargo, al mirar por la ventana, con los relámpagos recortando la silueta de Loy, le pareció aterrador, como si el viento quisiera arrancar todo a su paso. Y la cabaña de madera hacía un esfuerzo sobrenatural por resistir.

Por un segundo, pensó en volver al Cubo y detener aquella locura.

—Perdona —murmuró Loy sacándola de su ensimismamiento—. Debes estar cansada y yo estoy molestándote... —Se movió incómodo y miró hacia la puerta abierta de una habitación que Dana supuso que era la de él—. Si quieres puedes quedarte en mi cama. No es gran cosa pero es más cómodo que el sofá y...

—Estoy bien, gracias —lo interrumpió con una media sonrisa.

Ella estiró las manos para devolverle el tazón y él lo tomó, rozando sus dedos con los suyos, pero Dana se apartó con un movimiento brusco, asustada con la electricidad que le cosquilleó el brazo y la columna vertebral. Él murmuró unas disculpas y se levantó, dejando que ella volviera a cubrirse con las mantas, notando el estremecimiento de su cuerpo. No sabía si estaba con frío o temblaba de miedo, así que no quería seguir presionándola.

Dana, por su parte, notó algo que no había visto hacia el momento: su cabello. No lucía con su característico color morado, sino que se había vuelto castaño oscuro como la corteza de un árbol. Frunciendo el ceño, se tanteó las puntas, observándolas anonadada. ¿Quizá al salir del Cubo sus rasgos se volvían más normales? Entonces por ese motivo Loy nunca sospechó que ella podría ser la diosa que tanto odiaba.

El viento comenzó a soplar con más fuerza, un relámpago iluminó la habitación y un trueno resonó sobre sus cabezas. Dana nunca había oído semejante ruido, como si el mundo se fuera a partir en dos desde el cielo. Saltó del sofá, aferrándose a lo primero que encontró a su alcance: el brazo de Loy. Hundió los dedos en la manga de su abrigo y escondió el rostro.

—¿Estás bien? —preguntó Loy, inmóvil. Al darse cuenta, Dana lo soltó sonrojada hasta las orejas—. ¿Le tienes miedo a los truenos? —Reprimió una sonrisa.

La muchacha, que nunca había experimentado tal sensación, se dio cuenta que así era y asintió con un único balanceo de cabeza. Hubo otro estruendo y Dana soltó un gritito, volviendo a aferrarse a él.

—¿Quieres que... —Loy tragó saliva— ...me quede?

Ella lo miró, implorándole con los ojos, y lo soltó. No quería admitirlo, pero agradecía tener a alguien junto a ella mientras experimentaba ese mundo lleno de sensaciones nuevas. Loy asintió y se sentó en el suelo como había estado antes, con la espalda apoyada en el sofá y atizó el fuego para avivarlo. Se acomodó y cruzó los brazos para conservar el calor. Dana se recostó flexionando las piernas y apoyando la cabeza en el reposabrazos, contemplando el gorro y el cabello del muchacho.

Se quedó dormida casi al instante.

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