17. Traición
La ironía de la vida lo perseguía por dondequiera que fuera. Primero, se había cruzado con la fugitiva diosa violeta en el tren. Después, presenciaba el surgimiento de una nueva diosa roja, un nuevo intento del Cubo para destronar a Seteh. No creía del todo en las coincidencias, por lo que William apuró el paso por las calles bajas de Soros hasta alejarse lo suficiente del refugio dirigiéndose a una dirección en particular.
Al cabo de un rato, divisó el edificio que buscaba, rodeado por otros tantos ruinosos y de fábricas que llenaban la zona del vapor característico de sus actividades. Tomó la precaución de asegurarse que no lo seguían u observaban antes de meterse por un callejón hasta una puerta pequeña detrás de unos enormes contenedores de basura. La abrió sin golpear y la tenue luz de la habitación del otro lado lo recibió junto al aroma de tabaco que le hizo picar la garganta.
Del otro lado, un hombre estaba tirado en una silla destartalada, con los pies cruzados sobre la mesa de madera y un sombrero ocultándole el rostro. La humareda del puro se levantó en vetas hasta el techo y William no pudo evitar hacer un gesto de desaprobación. Por fortuna, estaban prohibidos desde los primeros años del Nuevo Inicio y solo lo obtenían gente de su calaña. Se quedó esperando, observando la barba desgreñada entre las sombras y la ropa polvorienta, como si hubiese atravesado un desierto para llegar hasta allí.
—¿Novedades? —indagó con voz rasposa, levantando la visera con una mano. En uno de sus dedos llevaba un anillo de plata con el símbolo del Cubo Rojo.
William se movió incómodo en su lugar, sus ojos expertos pudieron ver a dos personas más en las sombras, vigilándolo. Esbozó una de sus sonrisas de suficiencia mientras pensaba en Dana y en la bebé que acababa de nacer.
—Naah —dijo él con desdén, metiéndose las manos en los bolsillos—. En Sigma no encontré nada útil, parece que la diosa huyó de allí. Y el refugio sigue igual de aburrido, siguen a la espera de novedades también.
Sintió aquellos ojos negros y sagaces posarse en él, estudiándolo. Los dos se trataban porque tenían un trabajo de cumplir, pero ninguno confiaba demasiado en el otro.
—Me consta que llegaste ayer, Eccho —añadió con lentitud.
William asintió.
—No pude venir de inmediato, quería asegurarme que no se me escapara nada.
—Bien —gruñó, dando una calada al puro y soltando la humareda hacia el muchacho—. No es que me importes en absoluto, peor si no quieres morir, sal de ese edificio pulgoso antes de mañana a medianoche. Habrá un ataque.
—¿Por qué? —se exasperó William, con su tono casi delatando sus dudas—. Ya te dije que no hay nada allí, solo gente inocente.
Los ojos de águila seguían fijos en él como si fuera una presa fácil.
—Te encariñaste demasiado rápido con esa gentuza... —apuntó, señalándolo con el puro y esbozando una sonrisa desdeñosa—. No fue mi idea, claro está. Son órdenes. —Levantó la mano que tenía el anillo—. Hará que las ratas pululen al exterior y entreguen a esa maldita diosa fugitiva de una vez.
William se quedó quieto, controlando el temblor en sus manos que seguían metidas en sus bolsillos. Asintió, despacio, queriendo mostrarle que estaba de acuerdo con la idea aunque muy en el fondo no le parecía del todo bien. Los planes de su dios Rojo siempre habían sido apoderarse de ese territorio pequeño y cerrado cuyo dios nunca había dado la cara. Habían invadido y arrasado hasta llegar a las puertas del Castillo, donde habían sido detenido por el ejército violeta y obligado a retroceder. Sin embargo, no todos se habían ido, y el hombre frente a él era uno de los que había esperado la oportunidad para volver a alzarse.
Después de cinco años, la noticia de que la diosa había huido se esparramó como hojas al viento e hizo que el dios Seteh moviera cielo y tierra para poder hacer posible su sueño de conquista. William había sido enviado como espía hacía ya varios meses y con su labia y simpatía, no le fue difícil compenetrarse con la gente violeta. Se hizo con la ubicación del refugio y entabló amistad con varias personas, viéndose en seguida envuelto en la calidez de esas personas y con la generosidad del refugio, cosas que ya casi no existían en su propio territorio.
Pero todo el plan fue al carajo cuando conoció a la diosa Violeta, a Dana. Con sus dudas, sus miedos e inseguridades, pero con la valentía de hacerle frente a sus defectos incluso con todo en contra, le hizo ver las cosas desde otra perspectiva. Pensando que quizá ella y la nueva diosa roja prometían algo más que el propio Seteh, terminó omitiendo información relevante.
—Está bien —dijo, sin mostrar emoción en la sonrisa que formó. Se giró para irse, pero se detuvo en seco cuando oyó la voz helada a sus espaldas.
—No te atrevas traicionarnos. Iré por ti en persona si lo haces.
William le echó un vistazo por encima del hombro y levantó una mano a modo de despedida.
—Tranquilo, hombre, no lo haré.
—Mañana a medianoche —anunció el director Iwan mientras entraba a la habitación y dejaba un par de carpetas amarillentas sobre la mesa. Posó las manos sobre el respaldo de su silla, sin intenciones de sentarse en ella y miró a los presentes—. Los rojos van a dar un paso adelante, nosotros también.
La coronel Alisson alzó el puño murmurando "¡lo sabía!". Greenwich, en cambio, se echó hacia atrás cruzando los brazos. Loy se mantuvo de pie detrás de él, deseando fundirse con la pared para no ser partícipe de esa reunión.
—Además, nuestro señor Ozai ya nos corroboró la ubicación de la fugitiva.
—¿No hay riesgos de que ella desaparezca en este día y medio que tiene de ventaja? —indagó una mujer que estaba sentada frente al teniente, arqueando una ceja finísima.
El director negó con la cabeza, tomando su lugar al fin. Cruzó los dedos y la contempló con ojos entrecerrados.
—No tiene de qué sospechar. Mientras no haya amenaza, no se va a mover.
Loy no pudo evitar soltar un bufido sarcástico.
—¿Algo que aportar, Sturluson?
Negó con rapidez.
—No, lo siento, señor.
La reunión se disolvió después de coordinar el avance, una hora y media después. Fueron saliendo uno a uno y Loy siguió al teniente por el pasillo de la Central de Soros mientras cavilaba. Además de atrapar a Dana (y asesinarla, que era la orden implícita que había detrás de todo aquello), también querían detener la comitiva roja.
Su lado que odiaba a la diosa violeta le decía que ella volvería a huir. Por otro, ese que guardaba sentimientos por Dana, aún guardaba esperanzas de volver a verla. Sin embargo, no sabía qué haría si esto último pasaba.
Greenwich lo miró por encima del hombro. Ese muchacho le traería problemas y no estaba seguro si quería interceder por él. Sin embargo, tenía una promesa que cumplir.
Habían energías renovadas en el refugio desde el día anterior, en el que Dana dio el pequeño discurso y había nacido Violett. El bullicio era mayor, incluso había más gente de lo normal, y la muchacha no podía estar evitando a las personas todo el tiempo. Habían muchas que se habían enterado del rumor de que la diosa estaba allí y fueron a verla, pero sabía que si comenzaba a esparramarse demasiado, la encontrarían en seguida.
Mientras visitaba a Lia y la bebé, se preguntó qué debía hacer. Si se iba, en un intento de proteger a la gente del refugio, dejaría a la hija de Júpiter a la deriva. Si se quedaba, en algún momento Ozai daría con ella y quién sabe qué ocurriría con todos los que la protegieron.
En una disyuntiva horrible, Dana pasó el tiempo con el corazón estrujado. Si pudiera, se iría sin despedirse, huyendo una vez más, pero había un nuevo sentimiento con el que estaba luchando: su deber como diosa. Le hubiera gustado discutirlo con alguien, pero tanto William como la voz molesta de su cabeza habían decidido desaparecer.
Se sentó en una mesa alejada de la algarabía. Las personas que la vieron llegar le dedicaron inclinaciones respetuosas, pero no la molestaron. Se quedó observando cómo las personas conversaban, reían y bailaban. Más allá, del otro lado, unos cuantos jóvenes tocaban una guitarra, unos bongos y panderetes en una música alegre y jovial, animando la cena. Entonces la melancolía se fue acercando despacio mientras ella recordaba la salida al Conejo llameante con Loy. Un par de niños de la edad de Clay pasando por ella corriendo mientras jugaban, y sonrió nostálgica preguntándose cómo estaría la familia Sturluson y la Godoy.
Sus ojos vagaron hasta el umbral de la entrada, por donde venía llegando William. Él esbozó una sonrisa amplia y sincera que Dana percibió incluso en la distancia.
—Hola, preciosa —saludó al llegar hasta ella. Se sentó en el asiento vacío a su lado y se inclinó sobre la mesa para tomar un bocadillo que ella no había notado siquiera que estaban.
—Ya te he dicho que no me llames así —replicó, pero no había enojo en su voz.
Había algo en la voz de William que le hacía sentir incómoda. No era la alegría de siempre, se sentía forzada.
—Como gustes, mi chica del Cubo. ¿No bailas?
Le volvió a sonreír mientras lanzaba el bocadillo al interior de su boca. Dana solo hizo una mueca.
—Sería de lo más extraño si la chica del cubo, como dices, bailara y riera como si nada estuviese ocurriendo afuera —murmuró, y aunque en parte fuese cierto, ese no era el motivo principal.
Él la miró con una ceja alzada mientras masticaba. Entonces, sus ojos opacos brillaron con malicia y ella vio venir al William de siempre.
—¿No sabes bailar, es eso? —largó, y su voz estaba cargada de burla.
Dana volteó la cara mientras sentía que sus mejillas quemaban, odiándolo por tener una facilidad increíble para adivinar sus pensamientos. Él soltó una carcajada mientras echaba la cabeza hacia atrás, haciendo que ella se muriera de la vergüenza. Había estado siglos en el Cubo, la mayoría del tiempo durmiendo, nunca en su vida se le había ocurrido siquiera bailar.
William se levantó aun riendo y le tomó ambas manos para jalarla de la silla.
—Vamos, no quiero que pierdas esta fiesta sentada ahí. Tienes a todo un galán a tu disposición para enseñarte.
—¡No, Will! —se escandalizó mientras miraba a su alrededor abochornada, pero nadie se fijaba en ellos, inmersos en su propia diversión.
El muchacho no tenía intenciones de dejar pasar esa oportunidad, así que aprovechó su altura y fuerza para tomarla por la cintura con ambos brazos para alzarla y girarla en el aire. La depositó en el suelo mientras ella lanzaba un gritito y la jaló por el salón hasta un lugar apartado, donde habían pocas personas.
—Eres un tonto —murmuró ella mientras se mordía para contener una sonrisa y William, satisfecho, se colocó frente a ella con su típica pose presuntuosa. Se relamió mientras contemplaba a la muchacha y con una mano le indicó que tomara la suya y con la otra que la posara sobre su cintura, haciendo él lo mismo.
—Son dos pasos para un lado y dos para el otro. No es difícil, solo trata de no pisarme —rio él mientras la miraba a los ojos. Dana apretó los labios ante aquella mirada celeste más que penetrante—. ¿Lista?
La chica asintió y trató de seguirle el ritmo, pero se perdía con mucha facilidad, ya que siempre iba hacia el lado opuesto que él tomaba. Minutos después ambos estaban riendo y dando giros por toda la estancia al compás de la música. Él la hizo girar sobre sí y Dana, ya mareada de tanto ajetreo, tropezó sobre sus propios pies y cayó sobre William, quien la sostuvo con fuerza sin dejar de reír.
—Estás hecha para bailar, mi diosa —dijo él en tono burlón. Con la respiración agitada, ella se apartó un poco, poniendo un espacio entre los dos.
—Para nada —se quejó ella.
La música alegre dio lugar a una más lenta y las parejas cercanas comenzaron a bailar más acaramelados. William miró la hora en su reloj pulsera y le sonrió, pero esta vez era una mueca triste, cargada de un sentimiento de culpa. Dana frunció el ceño ante el cambio brusco y le tomó las manos con cuidado, tirando un poco de ellas para llamarle la atención.
—¿Qué pasa?
Él la miró, mordiéndose el labio inferior.
—¿Qué planeas hacer de ahora en adelante? —tanteó y Dana sintió el golpeteo de su corazón desbocado por él poner en palabras lo que se estuvo cuestionando durante todo el día. Le aterraba lo mucho que William acertaba sobre sus pensamientos y dudas.
Lo soltó, apartándose mientras se estrujaba las manos sudadas. Él la observó mientras ella titubeaba, evitando sus ojos mirando hacia los lados con incomodidad. Llevaba el cabello violeta recogido en un moño, con mechones violetas escapándole al lado de la cara, y vestía el mismo sacón gris con el que la había conocido.
—¿Podemos hablar de esto en otro lado? —pidió entonces, mientras hacía un gesto con la cabeza.
Él asintió mientras comenzaron a caminar hacia el pasillo, alejándose del bullicio. Apenas caminaron un tramo cuando ella habló:
—No lo sé qué voy a hacer. Quiero quedarme, por la bebé... Pero quiero irme, por el bien de todos... —Desvió la mirada, frotándose los brazos sintiendo frío de repente—. Este lugar en algún momento no será seguro, y Ozai al parecer le gusta ser vengativo con quienes me ayudan.
Mientras decía eso recordaba a Júpiter. Sin embargo, se vio pensando también que quizá las familias que dejó atrás también estaban en problemas por su culpa. Aunque Loy se había vuelto en su contra, no podía asegurar que tanto él como los Sturluson o los Godoy estuvieran siendo castigados.
William se detuvo cuando llegaron al tramo de escalera que conducía a los pisos superiores y estiró una mano para tomar la suya. Le apretó los dedos con suavidad y sonrió con pesar mientras se recargaba contra la pared y Dana se quedaba parada frente a él.
—¿Sabes...? —comenzó a decir el muchacho, mojándose los labios y observando los dedos de la muchacha con distracción—. Te mentí.
—¿Por qué? —soltó ella casi de inmediato. Sus cejas se juntaron en una mueca de incomprensión y le devolvió el apretón en la mano.
Él rio sin humor. Seguía sin mirarla a los ojos.
—Acabo de decirte que te mentí, ¿y me preguntas por qué y no en qué?
—No sé por qué, pero confío en ti. Me has ayudado a creer más en mí misma. —Dana se encogió de hombros restándole importancia—. Así que si tuviste que hacerlo, sé que fue por un buen motivo.
William volvió a mirar el reloj con inquietud y soltó un suspiro. Ella inclinó la cabeza para verle la cara, obligándolo de forma implícita a que le devolviera la mirada. Sabía que solía reír para ocultar sus verdaderos sentimientos, mientras que él podía leerla como un libro abierto. Esperó con paciencia a que respondiera, tomándose su tiempo.
William tomó aire y trabó sus ojos celestes con los suyos violeta.
—Soy un espía rojo. Mi misión principal era hallarte y, si se daba el caso, asesinarte.
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