15. Cuestiones importantes

El olor a café rodeaba el desayuno silencioso y tenso. Greenwich revisó el periódico  mientras Loy se mantenía callado parado al lado de la ventana observando el tráfico de la mañana. El Director Iwan los había dejado al tanto de las manifestaciones y de las protestas de los últimos dos días desde la asunción de Ozai, pero el muchacho seguía contrariado. 

Soltó un suspiro y se pasó la mano por la frente. Tenía la cabeza dolorida por la noche mal dormida, cargada de sueños que se volvían pesadillas. Soltó un suspiro, con un millón de dudas en la cabeza y otras tantas preguntas en los labios. 

—Teniente...

Greenwich no quitó la mirada de lo que leía, pero soltó un gruñido que Loy tomó como un permiso para hablar. Sin quitar la mirada de la ventana, el muchacho tomó un sorbo del café antes de comenzar. 

—¿Qué le hace creer que está del lado correcto?

Perplejo ante el peso de aquella pregunta, Thomas dejó el periódico sobre la mesa y lo contempló con las cejas arqueadas, pero Loy evitó su mirada, con el borde de la taza de café en los labios y la amargura metida en los huesos. 

—Mira, mequetrefe —soltó después de cavilar un segundo. A pesar del apodo, no había molestia en su voz, sino más bien una confianza que el muchacho no le había otorgado—, no es cuestión de haber un lado correcto o no. Uno bueno o uno malo. 

Se levantó de la mesa, anudando las manos detrás de su espalda, y se acercó, mirando también a través del vidrio al exterior.

—Se trata de hacer lo que corresponda dada las circunstancias del momento. 

Loy bufó en una risa sin humor.

—¿Incluso si eso implica asesinar a una diosa? ¿Perseguir y hostigar a quienes la apoyan?

—Si es para asegurar el bien común, sí —respondió Greenwich sin dejo de duda. Su voz estaba tranquila, sin su habitual rudeza—. ¿O ya olvidaste lo que ocurrió hace cinco años?

El muchacho apretó los dientes, sosteniendo la taza con demasiada fuerza. El frío que se colaba por las rendijas de la ventana era tan helado como los recuerdos dolorosos que llegaron a él.

—No.

Thomas asintió, abstraído, y se le marcó la mandíbula al apretar los dientes. 

—Defendimos nuestras tierras, protegimos a la diosa y no cedimos ante el enemigo. Las vidas que se perdieron aseguraron que el territorio continuara libre e independiente, ajeno al yugo del dios rojo Seteh. Sin embargo —Entonces se giró hacia el muchacho—, la diosa por la que esa gente murió escapó, despreciando lo que hicimos por ella. Nuestro señor Ozai fue el que se quedó, haciendo frente al desastre que dejó atrás. ¿Es correcto lo que él hizo, tomando el lugar que no le correspondía? No, pero recuerda que fue ella la que cometió un error primero. Uno muy grave.

Loy no lograba justificar los actos de Ozai con los errores de Dana. No importaba las circunstancias, él estaba actuando con malicia y maldad, y ella apenas sabía lo que estaba ocurriendo a su alrededor. No quería quitarle la culpa tampoco, era consciente de que ella también había cometido errores, pero no lograba empatizar con la forma de pensar de Greenwich. 

El teniente, al ver que el muchacho no iba a responder, se dio media vuelta, tomando el saco del uniforme del respaldo de la silla donde había estado sentado. Se lo colocó y le hizo un gesto con la cabeza. 

—Vamos, Sturluson. Las preguntas no van a llevar a nada y tenemos un deber que cumplir. —Frunció el ceño mientras lo observaba moverse por la pequeña cocina buscando su gorro militar y poniéndoselo con parsimonia—. Y necesitamos cortarte ese cabello. 

El muchacho se mordió los labios pero no replicó. Cortárselo implicaría que volvería a los viejos hábitos, a estar subyugado. Continuó callando, saliendo primero del apartamento. Greenwich lo siguió. 

Sus dedos tocaron la superficie fría del cubo de amatista, recordando la calidez del interior de aquel artefacto mágico donde había dormido durante tanto tiempo. «Saliste, pero aún sigues encerrada en ti misma» dijo la voz, y Dana sintió cómo aquellas palabras la herían. Le dolía porque tenía razón, porque deseaba seguir mintiéndose a sí misma que podía seguir escapando. Tomó aire y alejó la mano del pedestal.

William no emitió palabra, dándose cuenta que, a pesar de las dudas, ella estaba dispuesta a hablar. Le hizo un gesto con la cabeza y la muchacha lo siguió. Salieron del templo y se dirigieron al gran salón donde los demás la habían visto por primera vez. Era casi mediodía, por lo que el lugar estaba lleno de gente, ocupando las mesas aún envueltos en ese aroma matutino que mezclaba el café con el pan recién horneado. 

Cuando la vieron llegar, el bullicio se convirtió en un silencio abrumador, con rostros incrédulos y otros que se inclinaron en una señal de respeto. Dana no se había dejado ver desde que había llegado, más allá de la gente con la que se cruzó en las pocas veces que había salido del dormitorio. Entendía que muchos estuvieran escépticos con el rumor de que la mismísima diosa estuviera entre ellos, pero su aparición pública apagó todo tipo de especulaciones. 

Se quedó inmóvil, con la respiración agitada, y solo reaccionó cuando sintió el codazo de William.

—Hola —soltó, sin aliento—. Mi nombre es Dana y soy... 

Titubeó, moviendo los ojos por todos los presentes. Los nervios se habían instalado en el estómago, dándole una horrible sensación de náuseas. Se tragó la acidez y levantó la cabeza. Iba a decirlo en voz alta por primera vez en toda su vida y debía afrontar la importancia que eso implicaba con la cabeza en alto.

—Soy la diosa del Cubo Violeta. 

El silencio que sobrevino fue abrumador. No esperaba nada, pero muchos se movieron para poder inclinarse, otros, como Dylan, se arrodillaron con la cabeza gacha. Por un momento quiso decirles que no se merecía tales muestras de respeto, pero lo que había dicho aquella voz aún resonaba en su cabeza. Quería que volviera a decirle algo para animarla, pero había desaparecido por completo, dejándola sola. Se aferró entonces a aquella idea con ahínco. No quería seguir encerrada, ni en el cubo ni en sí misma.

—Pueden levantarse —dijo con una firmeza que no sabía que tenía, y todos obedecieron de inmediato. Esperó un momento para poder continuar, afirmándose en esa confianza que la cubría por completo—. Cuando llegué hasta aquí, estaba escapando. Estaba llena de dudas y miedos, y aún lo estoy, pero aquello de lo que estoy huyendo me va a seguir a donde quiera que vaya. 

Algunos rostros se contrajeron, quizá pensando que ella se refería a Ozai.

—Pero si quiero paz, debo enfrentarlo. Por todos —Se estrujó las manos temblorosas y tomó aire—, y por mí. Sé que he sido ausente, que muchos dejaron de creer... —Se quedó con la imagen de Loy en la cabeza, con su expresión furibunda mientras le increpaba todo el daño que ella le había causado como diosa. Quería cambiar la imagen que muchos, como él, tenían de la diosa, esa que era vengativa, malvada y cruel. —Sé que muchos no me perdonarán y lo entiendo, lo acepto. Sin embargo, seguiré luchando para que, de aquí en adelante, no les vuelva a fallar. 

Notó miradas esperanzadas y otras llenas de dudas. No iba a complacer a todos de primera, pero estaba contenta por haber podido hablar, sincerarse, aunque solo había podido decir unas pocas palabras. 

William, al ver la incomodidad de Dana por no saber qué más añadir, y la expectativa creciendo entre los presentes, aplaudió. Dylan le siguió ferviente y otras manos más los imitaron. Sin embargo, unos pocos seguían escépticos. 

—¿Cómo podemos estar seguros de que no mientes? ¿De que no te haces pasar por ella? —gritó una voz anónima desde el fondo de la habitación. 

Dana se estremeció. Esperaba dudas y desconfianzas, pero oírlas por sí misma hizo que la motivación que había generado en un principio se derrumbara a sus pies. 

—Fíjate en su pelo, no miente sobre quién es, pero no sabemos sus intenciones...

—¿Qué si no es más diosa? ¿Acaso no debería tener poderes?

—¿Y si realmente Ozai tomó su lugar? ¡Estamos perdidos!

Se dio cuenta que estaba retrocediendo cuando sintió la mano de William sobre su hombro, sujetándola en su lugar. Ella lo miró con urgencia, aterrada ante la perspectiva de ser rechazada por su gente, cuando en un principio siquiera quería que supieran quién era en verdad. Él le sonrió con sinceridad, y Dana sintió alivio al saber que él seguía a su lado, confiando en sus palabras y en sus acciones a pesar de saber la verdad de su huida. 

Entre el bullicio que siguió, algunas personas, en su mayoría de edad avanzada, se acercaron cabizbajos a la espera de una bendición de su diosa. Dana, perpleja, apenas atinó a levantar una mano que una señora tomó y posó su frente fría contra sus nudillos temblorosos. La reconoció como la señora que rezaba en el templo un momento atrás . 

—Su divinidad, yo creo en usted —dijo, con la voz quebrada por la emoción y alzando los ojos empañados. Entonces se apartó, inclinándose levemente con la mano cerrada en puño sobre el pecho y dejó que su esposo tomara su lugar y también le tomó la mano.

Dana, sorprendida ante tal declaración, apenas asintió a ambos. Ella y su esposo habían oído todo lo que había conversado con William, sobre sus dudas y sus mentiras. Sin embargo, habían decidido quedarse de su lado.

De repente, más allá de las personas que seguían dubitativas o escépticas, la muchacha se vio rodeada de gente que pedía bendiciones y corroborar con sus propios ojos que estaban ante la diosa. La última en acercarse fue una mujer joven con el vientre abultado por el embarazo avanzada. Clavó las rodillas en el suelo con cansancio mientras jadeaba y tomó la mano de Dana casi con brusquedad. 

—¡Perdóneme, mi señora! —exclamó con la voz entrecortada. Dana tomó su mano, preocupada, porque la mujer se veía realmente mal. Los rizos chocolate se le pegaban a la cara y tenía las mejillas rojas—. ¡Perdóneme, por favor, es mi culpa!

William, quien se había mantenido atrás, se acercó al ver la urgencia de la desconocida, mientras Dana le lanzaba una mirada confundida a la mujer, sin entender por qué le pedía disculpas. Otra señora mayor, al parecer más experta, gritó que estaba dando a luz. 

En un revuelo que se transformó en un instante a uno más urgente, William ayudó a un par de mujeres a cargar a la embarazada a la habitación más próxima, subiendo las escaleras. La depositaron en la cama sencilla y pequeña mientras chillaba y se retorcía y las demás echaron al muchacho a los gritos mientras corrían de un lado a otro buscando lo necesario para que el parto que se avecinaba. Dana, quien había sido llevada casi a la fuerza por la mujer que no la había soltado en ningún momento, se quedó estupefacta, parada al lado de la cama. La mano le dolía por la fuerza que le estaba ejerciendo con su agarre. 

—Júpiter... Necesito saber... de Júpiter —exclamó entonces la mujer, tirando de su mano para que se acercara. Apretó los dientes mientras soportaba otra contracción—. ¿Está bien? ¿Llegó con usted?

Dana palideció. 

—¿Ju... Júpiter? —tartamudeó mientras sentía que los huesos de su mano iban a quebrarse en cualquier momento si ella seguía apretándosela con fuerza—. ¿Lo conocías?

—¡Él es el padre del bebé!

El aire no le llegó a los pulmones, como si le hubieran dado un golpe de lleno en el pecho. Se le hizo un nudo en la garganta y la picazón en los ojos no se hizo esperar. Recordó la última vez que había visto a su ancestro en el callejón de Sigma desintegrándose en sus manos, y pensó lo desafortunado que iba a ser ese bebé al no conocerlo. 

No respondió. No tenía el valor de hacer, así que se quedó inmóvil en lo que duró el parto, hasta que oyó el llanto del bebé. Aliviada porque todo saliera bien —y su mano estaba libre al fin del agarre— miró en dirección a las señoras, quienes habían soltado una exclamación que ella no entendió. La señora que había realizado el parto alzó al bebé, le cortó el cordón umbilical y lo envolvió en una manta. En silencio y con las manos temblorosas, se lo estiró hacia Dana. 

No había ningún tipo de ruido, salvo los jadeos de la mujer y el llanto del bebé. Dana no se movió, con la mirada fija en aquella criatura que la anciana quería poner en sus brazos, sin entender por qué se lo estaban entregando a ella y no a la madre. 

—¿Qué pasa? —dijo la mujer que acababa de dar a luz, en un susurro ronco y presintiendo que algo ocurría.

—Es una niña sana y fuerte —habló la señora sin expresión, volviendo a tenderle el bebé con insistencia. Dana, después de vacilar medio segundo, estiró las manos para tomarlo en sus brazos.

Tenía la piel tan blanca como la suya propia, con los cachetes sonrojados como los de la madre. Una mata rizada de cabello rojo carmesí le cubría la cabeza y sus ojitos, que se abrieron expectantes en búsqueda del pecho para alimentarse, eran de un color carmín tan profundo que parecían dos pétalos de rosa.

Entonces Dana lo supo:

Tenía en sus brazos a la diosa Roja.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top