13. Refugio

Los puntos rojos se hicieron más y más presentes en la ciudad de Soros, algunos pocos se habían trasladado hasta Sigma, pero ninguno se había interesado en la ciudad costera de Mires. La última vez había comenzado así, con ocupaciones aisladas, mezclándose entre el gentío hasta que se armaron y decididos a tomar el poder por la fuerza y entregar el Cubo Violeta al Dios Rojo Seteh. Sin embargo, el ejército había respondido con rapidez derrotándolos a cambio de muchas vidas.

Sin embargo, esta vez Ozai contaba con el poder del Cubo y podía seguirles el rastro. O al menos lo intentaba, cuando aquel artefacto se dignaba a cooperar con él. Por culpa de Júpiter, tenía que enfrentarse una vez más a los rojos. Sin embargo, esta vez esperaba detenerlos a tiempo y derrotarlos de forma avasalladora.

—Ozai...

La voz de Lambda lo sacó de sus pensamientos y la miró a través de las paredes del Cubo. La mujer llevaba un bloc de notas debajo del brazo y parecía preocupada.

—¿Qué pasa? —gruñó, molesto—. Estoy ocupado.

—Lo sé y lo siento, pero debes saber esto —dijo la mujer empujando los anteojos con el dedo índice—. Hay reportes de rebeldes en Soros. Gente que está contra del nuevo Dios.

Ozai se giró bruscamente hacia la cara del Cubo que le mostraba las personas. Además de los puntos rojos, que era con lo que había estado preocupado todo ese tiempo, había unos de un color violeta oscuro a los cuales no había prestado atención. Tocó a uno con la mano y varias imágenes pasaron delante de sus ojos: protestas luego de su discurso, desaprobación ante las medidas de asesinar a la Diosa, rebeliones contra el Dios Ozai.

Había mucha gente desconforme. No querían a un nuevo Dios y menos uno que no había sido elegido por el Cubo. Quizá fueran un pueblo que estuviera casi aislado de los demás, que eran pocos los inmigrantes que se instalaban y traían las noticias del exterior, pero casi todos conocían las reglas básicas: los dioses eran elegidos por el Cubo, asignándolos al nacer el color de ojos y de cabello correspondiente al territorio. Por esa razón no querían a alguien que había aprovechado su posición como Ancestro para tomar el poder por la fuerza y mandaba ejecutar a la verdadera para asegurar su autoridad. Y los que defendían a la diosa Violeta parecían esparcir sus ideas como plaga.

Trató de rastrear algún punto de encuentro, alguna reunión, mas no había nada. Era como rastrear a Dana, cuya información desaparecía antes que él pudiera verla. Entonces llegó a una conclusión espeluznante, una que le heló hasta la médula: Dana estaba con ellos.

El cabello violeta cayó sobre sus hombros y espalda y sus ojos se abrieron por la sorpresa, tan morados y brillantes como su cabello. Deseó haber podido mantener la apariencia normal que tenía mientras vivía con los Sturluson, pero no siempre se obtenía lo que deseaba. Con un estremecimiento de horror, observó anonadada cómo los presentes, después de asimilar lo que estaban contemplando, se pusieron de rodillas y se inclinaron, incluso Dylan, el amigo de William. El muchacho a su lado solo hizo una reverencia hacia ella con una sonrisa triunfal.

Dana se quedó estática, con un nudo en la garganta y la presión de todas aquellas personas para que hiciera algo por ellos. Algo que no sabía el qué, ni cómo, solo sabía que no quería volver al Cubo para solucionarlo. Desesperada por escapar, alzó las manos moviéndolas en un gesto de negación y retrocediendo.

—¡No, no! —exclamó—. ¡Levántense, por favor! —Todos obedecieron sin replicar y ella, presa del pánico, miró a William con los ojos anegados en lágrimas—. ¡William! ¿Por qué has hecho eso?

El aludido ensanchó su sonrisa pero no dijo nada en su defensa, por lo que ella se giró hacia Dylan, volviendo a echarse la capucha sobre la cabeza. No le agradaba la idea de que todos la observaran como si esperaran algo extraordinario.

—Necesito irme de aquí... —le urgió al hombre, susurrando—. No fue un buen viaje —se excusó al darse cuenta de que estaba sonando grosera.

El hombre, pasmado, asintió con fervor. Dana hizo una pequeña reverencia hacia los presentes disculpándose y siguió al hombre por una serie de pasillos. William les dio alcance después de saludar a otro par de conocidos y le palmeó el hombro a Dylan.

—¿Cómo va todo por aquí?

El hombre sacudió un poco la cabeza, desanimado.

—El ejército nos está cazando. Si bien las protestas que levantamos ayer eran pacíficas, ellos levantaron las espadas contra nosotros. Varios fueron enviados a la cárcel sin motivo aparente... Ozai ya tenía influencia en todos los rincones del ejército, pero ahora es peor, porque amenaza o compra a los directivos y jefes. Además, sabemos que los rojos están aprovechando la situación y están armando bases aquí, como la última vez, pero ahora tienen la ventaja de que nuestra diosa no está.

William balanceó la cabeza de un lado a otro en un gesto de desaprobación, chasqueando la lengua.

—Para Ozai, o estás de su lado, o estás en su contra —añadió Dylan con tristeza—. Y sabemos que usted, su divinidad, es la que debe ocupar ese lugar, no él. Él es un usurpador.

La muchacha se encogió, acercándose a William. Para sus seguidores, era una víctima. Para Ozai, era una fugitiva, una irresponsable, una escoria que debería morir. Sin embargo, no era más que una persona que quería vivir, que quería conocer el mundo, que quería ser libre. Pero las obligaciones siempre la iban a perseguir, y no importaba lo que quisiera aparentar o lo que quisiera hacer.

«Eres una diosa. Es lo que eres y eso no cambiará, no importa las veces que huyas.»

Apartó la impertinente vocecita de su cabeza y se detuvo cuando los dos lo hicieron, junto a una puerta gastada de madera. Dylan la abrió y el olor a humedad les llegó de inmediato, pero Dana lo ignoró al ver una cama limpia y disponible, sintiendo que todo el cansancio se le caía encima como una pila de rocas enormes.

—Perdone, su divinidad, pero es lo mejor que tenemos... —se disculpó el hombre.

—Gracias —murmuró ella con timidez, esbozando una pequeña sonrisa de agradecimiento.

Entonces Dylan se giró hacia William y le señaló el pasillo.

—El tuyo está disponible como siempre, Will.

—Gracias, hombre, te debo otra.

Dylan hizo otra reverencia hacia la Diosa se quedó parado, evitando mirarla a la cara con el respeto que se merecía. Apretaba los labios como si quisiera añadir algo más que no se atrevía. Dana supo que debía darle la palabra.

—¿Qué pasa?

—Nos gustaría... —Tomó aire y levantó la cabeza, siempre evitando sus ojos—, que mañana dedicara unos minutos para dar unas palabras de aliento. Hemos luchado por usted y ahora que está aquí con nosotros a muchos les alegrará que usted nos anime.

Dana sintió un nudo en la garganta. Se estrujó las manos con nerviosismo y desvió los ojos, evitando mirar a ninguno de los presentes. No quería dar una respuesta por obligación, porque tampoco quería hacerlo, eso sería comprometerse con algo que no quería. Sin embargo, se vio diciendo que sí, que lo haría.

Dylan, satisfecho con la respuesta, se fue deseándoles buenas noches. Soltando un suspiro profundo cargado de culpa, Dana entró al dormitorio y cuando pretendió cerrar la puerta William la sostuvo bloqueando el paso. Ella se alejó de inmediato, molesta con su actitud fanfarrona y por haber revelado su identidad sabiendo que se oponía por completo a ser identificada. 

—Vete.

—No.

Dana soltó un bufido y la puerta se movió de golpe, empujando al rubio al exterior y cerrándose. Se sentía muy furiosa y molesta, y le estaba costando controlar la magia que acumulaba en su interior. Por su parte, el muchacho no se rindió. Volvió a abrir la puerta para entrar con rapidez y pasó el cerrojo detrás de sí.

—Preciosa...

—¡No me llames así! —cortó ella, sintiendo que las lágrimas se acumulaban en sus ojos otra vez.

—Está bien, Dana, si así prefieres —aceptó. A Dana ya le estaba fastidiando que nunca dejara de sonreír—. ¿No ves que ellos están aquí para pelear por ti? Ese tipejo Ozai se ha apoderado de tus poderes y ahora nos obliga a pelear una guerra que no es nuestra.

La muchacha lo contempló con los ojos entrecerrados.

—¿Qué dices?

—¡Oh, por favor! —dijo él en tono de burla—. Eres la Diosa, deberías saberlo.

—¡Ya te he dicho que no! ¡No estoy dentro del Cubo, no puedo saber nada ahora! —Era absurda la forma en que él la exasperaba. Nunca le había hablado así a nadie.

—Oh... —exclamó él, extrañado—. Es raro cómo funcionan tus poderes.

Dana volvió a mirarlo perpleja. Se sentía agotada, pero no tenía ganas de dormir con todas las dudas carcomiéndole la cabeza. Soltó un suspiro y se dejó caer sentada en la cama, sorprendida con el hecho de que él la tratara como una igual, no como los demás que la reverenciaban y la trataban de su divinidad. Era como si no le importara en absoluto que era una diosa y solo estuviera enfocado en sus propios intereses. Deseaba tener al Cubo consigo para hurgar en su vida para saber sus verdaderas intenciones.

—Solo... Cuéntamelo, ¿sí? Dime por qué me trajiste acá y qué está pasando.

William pareció más que satisfecho con aquella pregunta. Se acercó a la cama con desenvoltura y se sentó a su lado, demasiado cerca para la incomodidad de Dana. Se pasó la mano por el pelo y volvió a mostrar sus dientes en otra de sus sonrisas, sin quitar sus ojos de los de ella.

—El nuevo dios está obligando a al menos un miembro de cada familia mayor de dieciséis años a que se una al ejército para declararle la guerra a los rojos. Desgraciadamente, el elegido de mi familia fui yo. —Su expresión de volvió seria, muy distinta a la que solía llevar—. Y bien, oí que habían otras personas contrariadas con las nuevas resoluciones y me quise unir a ellos. Varios son conocidos míos porque este es un refugio de todos aquellos a los que el gobierno ha abandonado a la deriva. Nos ayudamos, nos apoyamos y tratamos de mantenernos vivos. Los negocios con los demás territorios están pendiendo de un hilo y hay muchas cosas que comenzaron a escasear en los supermercados, como el arroz o la soja, por ejemplo. Hay una tapadera por parte de los que tienen el dinero, pero nosotros no somos estúpidos.

Hizo una pausa, mirando hacia adelante con la mirada perdida. Dana se quedó viéndolo, pensando que ese era el William que le había inspirado confianza en primer lugar: el que se importaba con el bienestar de quienes lo rodeaban.

—Nunca esperé que la mismísima diosa fuera de polizón en en tren —agregó volteándose a mirarla y sonriéndole otra vez, volviendo a su faceta socarrona. Estiró una mano para tomarle un mechón de cabello pero ella se separó de forma abrupta, moviéndose por la cama para sentarse más lejos de él.

—Pero no entiendo —dijo Dana, frunciendo el ceño y él la miró con la cabeza inclinada hacia un hombro. Se le veía cansado aunque quisiera demostrar lo contrario—, ¿por qué se hacen llamar mis seguidores? ¿Cuál es mi causa?

William suspiró.

—Bien. Los rumores dicen que Ozai te expulsó del Cubo para quedarse él en el poder, ya que se dicen que él es como un marionetista y tú su muñeca. Solo que se cansó de fingir y ahora quiere asesinarte para asegurar ese cargo. —Movió la mano en el aire y luego la dejó caer sobre su pierna—. Entonces no serías más que una víctima en todo esto. Ellos están seguros que si pelean en tu nombre, pueden hacer que vuelvas a tu Cubo y expulses a los Rojos para que vuelva todo a lo que era antes.

Un escalofrío le recorrió la espina cuando Dana entendió que, si querían que volviera todo a lo que era antes, significaba que debía volver al Cubo. Sintiendo el calor que subía por sus mejillas, supo que esa nunca había sido una opción desde que había huido. No volvería, nadie la obligaría a hacerlo. Se puso de pie de un salto, con la magia arremolinándose a su alrededor, revoloteándole el cabello y la ropa maltrecha. William sintió que era arrastrado al exterior del dormitorio por una fuerza irracional y la puerta se cerró en su narices, incapaz de volverla a abrir.

Dana soltó el aire de golpe, agotada y somnolienta, y se tiró en la cama pensando que ni bien tuviera oportunidad, se iría lejos.

Había soñado con su padre.

Loy despertó amodorrado, tratando de aferrrarse a la imagen de Ray, de poder pedirle perdón por no protegerlo en aquel entonces, pero se dio cuenta que se había ido así como lo había hecho en la realidad. Soltó un suspiro resignado y se levantó con muy pocas ganas. Se aseó con parsimonia y se preparó un café cargado que acompañó con pan duro. Había olvidado hacer las compras y su madre, si estuviera, no se lo perdonaría.

La casa continuaba vacía y el silencio le dolió como nunca antes. Apuró el precario desayuno para huir de la soledad de su hogar y fue por Rufus para empezar otro día penoso. Pensó que debía visitar a su madre otra vez y que en la tarde iría por su hermana Clay antes que la llevaran al Orfanato. Deseó esta vez que de verdad hubiera una diosa que velara por ellos y los ayudara a encontrar una solución, pero por desgracia ella había huido y no tenía intenciones de hacerse responsable por ellos.

Dejó a su cabalo en el establo de la Central Armada y se dirigió a la recepción con paso cansino, pensando que vida no podía empeorar más de lo que ya estaba.

—¡Sturluson! —La voz del Teniente Greenwich resonó por el lugar, sobresaltando al soldado que estaba sentado detrás del mostrador. Se acercó a Loy con paso decidido y las manos anudadas a la espalda, con una expresión severa en el rostro.

El muchacho apenas observó el retrato de Dana que colgaba detrás del mostrador, recordándole que todo había sido su culpa, por haberse cruzado frente a su carreta aquella noche. Por haber hecho que se enamorara de ella. Trató de concentrarse en el teniente, quien parecía molesto por alguna razón.

—¿Señor? —dijo Loy, y su voz salió ronca.

—Recoge tus cosas. Iremos de viaje a Soros.

El muchacho se quedó inmóvil, pestañeando.

—¿Disculpe?

—¿Está sordo?

—¿Por qué tengo que ir a Soros? —exclamó, incrédulo.

Greenwich entrecerró los ojos.

—Son órdenes de nuestro dios, el señor Ozai. Hay células rojas que debemos investigar.

Con un estremecimiento, entendió que quizá soñar con su padre había sido una advertencia. 

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