12. Soros

La compuerta se cerró con un golpe seco y el silencio se le hizo abrumador. La mano que sujetaba su brazo aflojó y Dana sintió que se desvanecía, dejándose caer sentada con el temblor del llanto sacudiendo su cuerpo. El muchacho desconocido se quedó a su lado, sentándose con las piernas flexionadas y apoyando los brazos en las rodillas. Miró el techo, el polvo que bailaba con las vetas de luz, incómodo por el llanto de la diosa a su lado. Dejó que se desahogara por unos minutos antes de romper el silencio.

-¿Era tu novio? -preguntó.

Dana lo miró, hipando y con los ojos rojos.

-¿Qué?

-Que si era tu novio. -Señaló hacia la puerta con un gesto de la mano-. El muchacho del uniforme.

Se quedó mirándolo boquiabierta, con el ceño fruncido y terminó negando con la cabeza. Flexionó las piernas y abrazó sus rodillas, sintiendo un nudo en la garganta que no lograba tragar. Además, se sentía mareada y con náuseas. El tren vibró y traqueteó poniéndose en marcha al fin, alejándose del peligro y de los recuerdos de Sigma.

Sintió unos dedos en su mejilla y dio un respingo, alejándose por inercia. El desconocido le sonreía de lado, con una expresión socarrona.

-No imaginé que fueras tan linda. El retrato no te hace justicia. -Fue lo que dijo a modo de justificar su gesto. Dana lo miró perpleja, con las mejillas teñidas y la boca abierta-. Ahora sí me entusiasma más la idea de unirme a los que te siguen -añadió entre risas por su expresión.

-¿Los que me siguen? -preguntó entonces, confundida. Las lágrimas se habían ido, pero el dolor aún persistía.

El muchacho le dio un golpecito con el dorso de la mano en el hombro y se sintió incómoda con la confianza que se estaba tomando.

-Sí, ¿acaso no lo sabes? ¿Acaso vuestra divina majestad no debería saberlo todo? -se burló él y Dana se alejó un poco, moviendo el trasero por el piso y apretujándose entre una caja y la pared. El muchacho no quitó la sonrisa burlona de su rostro-. Perdona, pero es que es algo obvio. Eres una diosa, ¿no?

-Lo sé, no necesito que me lo recuerdes -murmuró Dana ya harta. La falta de sueño y el hambre estaban afectando su humor. No había comido y tenía un mareo que hacía que su cabeza punzara de dolor. La cara le quemaba.

-Perdón -dijo él alzando las manos a modo de disculpa-. Yo no quería...

No pudo oír lo que él iba a decirle. El dolor de cabeza se hizo más intenso y todo se volvió oscuro a su alrededor, sintiéndose desfallecer.

Era noche cuando Loy salió de la Central Armada, saliendo a las calles cargadas de sombras y silencio. El pueblo estaba tranquilo como era habitual, con aromas de la cena llenando el aire y con algunos grillos chirriando escondidos en los rincones. Bajó los escalones de la entrada de dos en dos y se dispuso a ir a visitar a su hermana, ansioso. Aunque confiaba en la familia Godoy, quería asegurarse que estaba bien, porque sabía que toda aquella situación la estaba afectando demasiado.

-¡Eh, Loy!

Se giró al reconocer la voz de Jonas. Su amigo lo alcanzó, cojeando mientras bajaba los escalones despacio. Llevaba también el uniforme del ejército y al parecer también le habían negado una espada reglamentaria. Estiró el brazo para chocar los puños con su amigo y caminaron lado a lado por la calle.

-¿Vas a casa? -preguntó Jonas. Loy asintió-. ¿Pudiste ver a Mey? ¿Cómo está?

-Está viva, no sé si decirte que está bien porque no lo está -respondió con pesar. Su amigo le dio unas palmaditas en el hombro a modo de consuelo.

Una sombra se movió y Loy se irguió, caminando con más cautela y mirando alrededor de soslayo. Quizá era estrés, aunque no iba a bajar la guardia. A su lado, Jonas también parecía atento y ambos caminaron en silencio, en un acuerdo tácito de protección. Un gato callejero maulló sobre un muro en una esquina, desapareciendo cuando pasaron por allí.

La casa estaba en su habitual jaleo con los miembros de la familia caminando de un lado a otro -o corriendo, como era el caso de los más pequeños-, y Melen estaba en la cocina terminando la cena junto a su hija mayor. Loy llegó al living buscando a Clay con la mirada y la encontró sentada en una esquina, apartada y sola, con la cabeza recostada en la pared y mirando al vacío. Cuando al fin vio a su hermano, saltó como un resorte y corrió hacia él. Las lágrimas no demoraron en llegar a sus ojitos esmeralda.

-¡Quiero ir a casa! ¡Quiero ir a casa! -le pidió en llanto-. ¡Quiero ver a mamá!

-Tranquila -le dijo Loy acariciándole el pelo y alzándola en brazos. No iba a prometerle llevarla a ver a Mey porque no quería que la pequeña viera el estado en el que estaba viviendo.

Se sentó sobre el sofá con la niña aún aferrada a él.

-¿Por qué no puedo ver a mamá? -preguntó Clay cuando se tranquilizó un poco. Tenía la voz quebrada y sorbía por la nariz.

Loy la separó, secándole las lágrimas con las manos. Le dedicó una sonrisa triste. Él también quería volver a su hogar con ambas.

-Es... complicado...

-Pero quiero a mamá. -Clay hizo un puchero, con el labio inferior temblando-. En la escuela nos dijeron que tenemos un nuevo dios, que tenemos que servir para él, y yo dije que yo no quería, que él era malo. Y la maestra me llevó con la directora. Me dijeron que no puedo decir eso -dijo en un sollozo-. Pero yo sé que Dana hace magia porque es una diosa. Quiero que ella siga siendo diosa. Ella es muy buena.

Loy chasqueó la lengua, molesto con todos los cambios que Ozai estaba haciendo y que nadie se atrevía a replicar. No podía imaginar a Clay replicando algo así, mas la niña debería estar demasiado afectada con todo lo que estaba ocurriendo. De seguro estaría culpando a ese nuevo dios por arrebatarle a su madre y a su nueva amiga.

Melen los obligó a comer y le pidió a Loy que se quedara a dormir. No quería que él se quedara solo en el rancho, pero él se negó, diciendo que tenía que ver que sus animales estuvieran bien y regar la huerta. Se despidió con dificultad de Clay, que no quería dejarlo ir y volvió a la Central a buscar a Rufus.

Cuando llegó a su hogar, se dio una ducha y se acostó, sintiendo el silencio cortante de la ausencia de su familia. Se sentía agotado, dolorido y agobiado. Habían pasado tantas cosas en los últimos días que no había parado ningún momento ni para pensar. Sin embargo, el cúmulo de sentimientos que había estado reprimiendo se desbordó y, por primera vez en muchos años, se permitió llorar.

Despertó con un dolor de cabeza atroz, pero de un momento a otro desapareció. Dana apretó los párpados y suspiró, atreviéndose al fin a abrir los ojos. Su visión estaba borrosa, pero reconoció el vagón de carga del tren, tendida boca arriba en el suelo con el traqueteo de las vías sacudiéndola. Se sentó de golpe, con el dolor acompañándole el movimiento, y un paño húmedo cayó en su regazo. Se tocó la frente por inercia, pestañeando y mirando a su alrededor hasta ver al muchacho rubio que dormitaba en una posición incómoda apoyando todo el cuerpo contra uno de los baúles.

Se preguntó qué había pasado, mientras bajaba la vista y agarraba el pañito húmedo sintiéndolo tibio. Al parecer se había desmayado afiebrada y el desconocido la había cuidado. Frunció el ceño, extrañada al sentir la presencia de la magia a su alrededor y fluyendo a través de ella, con más fuerza de lo normal. Era como volver a estar dentro del Cubo.

-¿Estás ahí? -murmuró mirando hacia el techo del vagón.

Sí, esa magia extra era él. Podía notar en su calidez que había estado pendiente de ella, ayudándola y cuidándola. Al fin y al cabo, habían sido un solo ser por más de ocho siglos. Incluso supo que había sido el causante del cambio de su apariencia durante su estadía en el rancho pero por alguna razón no podía hacerlo más. Quizá era culpa de Ozai, usando la magia en su beneficio y restringiendo la que llegaba hasta ella.

Entonces oyó un murmullo. Era la voz de Mey, en una plegaria elevada con dolor y preocupación. Hacía mucho tiempo que no oía ningún rezo u oración, desde que había dejado de hacerlo cuando pequeña. En los últimos años en el que había estado en el Cubo antes de dormir, había aprendido a hacer oídos sordos a los pedidos egocéntricos, vanidosos y codiciosos, y luego lo hizo con todos.

La voz se oía en su cabeza, en un susurro que no la dejó en paz, como si el Cubo quisiera regañarla y recordarle todos los problemas que había llevado a la humilde familia Sturluson. Mey pedía que Loy y Clay estuvieran bien, y rezaba también por Dana. Que donde sea que estuviera, que sea a salvo, ya que estaba preocupada, y ese afecto maternal tan ajeno a lo que conocía le llegó al corazón en un doloroso sentimiento de culpa.

Quiso indagar más, pero la magia del Cubo se fue y Dana sintió que hubiesen arrancado una parte de ella. Levantó las rodillas y las abrazó, incapaz de llorar. El vacío que sentía calaba hondo y comenzaba a pensar que debía hacer algo por cambiar las cosas. Era una diosa y no estaba haciendo nada por quienes la querían de verdad.

El tren se detuvo y el muchacho se despertó de un salto, aturdido, pero así que la vio, le dedicó una sonrisa maliciosa.

-Preciosa, creo que llegamos -anunció.

Esperaron a que comenzaran con las descargas para salir apresurados, aprovechando una distracción. El muchacho sostenía a Dana por el brazo para que no hiciera nada que llamara la atención ni se apartara demasiado y caminaron por la zona de carga y descarga de mercadería que era mucho más grande que la de Kanniss y había mucha gente trabajando. El tramo siguiente era la zona de pasajeros y había mucho movimiento incluso para ser casi medianoche, así que ella se mantuvo con la capucha del sacón echada sobre la cabeza para ocultar el cabello.

Él la guió hasta que salieron a la calle, al otro lado de la estación. Dana se quedó inmóvil un momento y el muchacho se detuvo al sentir el tirón en el brazo. La miró, confundido.

-¿Preciosa?

Ella cerró la boca y soltó el aire.

-Es enorme. Soros ha crecido un montón -dijo, anonadada mientras se soltaba y él le hacía señas que lo siguiera mientras esbozaba una sonrisa compasiva.

A última vez que había visto a Soros debería ser menos de un quinto de lo que podía ver. Habían muchos edificios, movimiento y calles más cuidadas y anchas que en Sigma y la iluminación era más brillante y presente en todos lados. Habían algunos carros como el que casi la había chocado en el pueblo y la poca gente que transitaba a esa hora apenas si les prestaba atención.

-Vamos, tomaremos el tranvía.

Dana lo siguió, sin encontrarle motivo aparente para la confianza que estaba poniendo en él. Supuso que era porque no la había entregado al ejército cuando tuvo oportunidad, sino que la ayudó a esconderse. O quizá era para que no lo descubrieran a él también. De todas formas, tenía una deuda con aquel desconocido.

Caminaron un par de cuadras hasta que dieron con los rieles en el suelo. Dana se quedó mirando aquellas líneas metálicas que surcaban el suelo y el sonido de una campanilla hizo que alzara la cabeza. Un vehículo de dos vagones, con ventanas grandes y dos aberturas para el ascenso y descenso de psasjeros, se acercó con velocidad hasta donde estaban parados. El muchacho trepó así que se detuvo junto a ellos en la esquina y la ayudó a subirse cuando el tranvía ya arrancaba otra vez sin esperarlos demasiado. Ella ahogó un grito y se sujetó con terror.

Saber de la existencia de esos vehículos era muy distintos que abordarlos en persona. Había muchas cosas que debía aprender aún de ese mundo enorme y desconocido. Él pagó por ambos con un par de monedas de plata, y Dana se preguntó por qué él no había podido pagar el boleto de tren, pero supuso que su precio sería bastante superior. Se ubicaron en un par de asientos vacíos al fondo.

-Entonces, preciosa -dijo él mientras pasaba el brazo por detrás de ella y lo apoyaba en el respaldo de forma casual. Ella se separó un poco, frunciendo el entrecejo-. ¿Cómo te llamas? Porque supongo que tendrás un nombre y no te dicen por ahí "Diosa" a todo momento.

Ella desvió los ojos hacia la calle. Los edificios comenzaban a quedar atrás y las casas se sumían en la penumbra. La iluminación en aquella zona se estaba volviendo escasa y ella no veía a ninguna persona desde hacía varias cuadras. El tranvía no se había detenido desde que habían arribado y solo un par de pasajeros quedaban por bajarse.

-Dana -respondió escueta.

Él sonrió de lado mostrando sus dientes blancos y mirándola de soslayo con sus orbes color cielo.

-Dana... significa la que juzga. Encaja perfecto con una Diosa -acotó. Hizo una pequeña inclinación con la cabeza-. Yo soy William Eccho, a vuestra disposición.

Ella asintió, agradecida por saber al fin su nombre. Él se separó un poco y se inclinó para agarrar su mochila y revisar su interior. Sacó entonces una bolsa de papel que contenía un sándwich seco, que él partió en dos y le entregó una porción a ella. Dana le agradeció con vehemencia, ansiando tener algo en el estómago. Estaba desabrido, pero no comía desde el día anterior y estaba famélica.

-¿Hacia dónde vamos? -indagó cuando se lo devoró en pocos segundos, mirando hacia todos los lados. Las casas vacías y abandonadas la estaban asustando y poniendo nerviosa.

-Al refugio. -Y como si eso fuera una señal, le indicó que se levantara y jaló de un cuerda que hizo que unas campanillas tintinearan sobre la cabeza del conductor, quien se detuvo en la siguiente parada apenas dándoles tiempo a bajar-. Es donde se están reuniendo tus seguidores. Iba hacia ahí cuando te me cruzaste en el camino. ¡Y gracias al Cubo que fui yo el que te encontré! Todos están como locos buscándote para asesinarte.

Otra vez lo había mencionado: sus seguidores. Sostuvo la capucha de su tapado por encima de sus ojos, mirando el suelo donde pisaba, ya que las veredas en aquella parte de la ciudad eran bastante descuidadas. Agradeció en silencio que aquel muchacho no le diera demasiada importancia al hecho de que ella era la Diosa de ese territorio, y por defecto, también su Diosa.

-No es agradable que me lo recuerdes a cada instante -murmuró ella mordiéndose los labios.

Doblaron una esquina y se toparon con un edificio abandonado y ruinoso. William se dirigió hacia él sin miramientos, acercándose a una puerta de metal adyacente y abriéndola sin golpear o anunciar su llegada. Dana pensó que no sería necesario ya que no debía de vivir nadie allí y solo iban a pasar la noche y descansar.

Lo siguió por un pasillo apenas iluminado hasta que llegaron a un área amplia donde algunos hombres conversaban en una esquina en un tono que variaba entre el enojo y la frustración. A pesar de lo tarde que era, en el aire aun se mantenía el olor a cena que recordó a Dana que debía comer. Se detuvieron en el umbral y ella terminó por retroceder un paso para ponerse detrás de William, temerosa que la reconocieran. Un par de personas saludaron al muchacho con una sonrisa, mientras que un hombre moreno y de cabeza calva se acercó, golpeándole los omóplatos con las manos en un efusivo abrazo.

Luego inclinó la cabeza hacia Dana a modo de bienvenida, pero ella mantuvo la mirada en sus rodillas. No quería quedarse expuesta y que la reconocieran por sus ojos morados.

-¿Y quién te acompaña, Will? ¿Se une a nuestra causa también? -preguntó el hombre.

William le dedicó una sonrisa que cargaba muchas intenciones.

-Ella, Dylan -Sostuvo a la muchacha con una mano y la obligó a dar un par de pasos torpes hacia adelante que intentó resistir en vano-, es nuestra causa.

Y con un único movimiento, jaló la capucha de Dana hacia atrás.

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