CAPÍTULO DOS - NUEVA VIDA

Para Sophia, los primeros dos días conviviendo con la gente de Negumak en aquel pueblo llamado Utaraa, fueron difíciles y maravillosos al mismo tiempo.

Fueron difíciles, porque los habitantes del poblado la evitaban, o la miraban con miedo. Cuando Agorén la llevó a recorrer la ciudad, con sus calles empedradas, sus casas de roca caliza con enormes y finos telares cubriendo sus puertas, Sophia se sintió como si estuviera viviendo en la plenitud de la edad media, y aquello le fascinaba. Sin embargo, la gente la esquivaba al pasar, la miraban de soslayo y cuchicheaban entre sí en aquel peculiar idioma lleno de vocales repetidas. Solo un niño se acercó a ella por detrás mientras caminaba en la plaza central, y le tocó el dorso de la mano. Se dio cuenta de ello porque pudo notar por un segundo sus dedos fríos, y en cuanto ella se dio vuelta, ilusionada por al fin poder hacer contacto con alguien, el niño salió corriendo y gritando "¡Amayasee! ¡amayasee!". Confundida, miró a Agorén y este le dijo que aquello significaba "La he tocado". Y por primera vez, Sophia se sintió como si fuera una simple atracción de circo.

Sin embargo, vivir allí también era maravilloso en muchos otros aspectos. La pureza del agua y el oxígeno eran increíbles, tenía total libertad para recorrer la ciudad a sus anchas, y las costumbres de los pobladores eran muy pacificas. Algunas personas tocaban en las calles instrumentos de cuerda que ella jamás había visto en su vida, y que emitían un sonido similar a un arpa, pero un poco mas grave. También acostumbraban pasear con lo que Sophia dedujo que eran sus mascotas, unas quimeras híbridas con cuerpo de perro, patas prensiles como el mono, sin ojos y con una boca redonda que podían expulsar fuera de la mandíbula para comer, además que estaban llenos de pelo, a excepción de la cabeza que parecía ser completamente escamosa. Agorén le explicó que se llamaban "Yagaasaa", y eran, tal como había pensado en un principio, sus mascotas. No podía evitar que le parecieran horribles, pero tanto los niños como los adultos que allí vivían parecían disfrutar con aquellos bichos.

Las casas, confeccionadas en su mayoría de piedra caliza, eran preciosas y sencillas, y las únicas residencias confeccionadas en roca basáltica negra —o "aposentos" como le llamaba Agorén—, eran las destinadas para los generales y obviamente el palacio del rey Ivoleen, aunque este último ostentaba otros lujos mucho más avanzados en comparación. El agua dulce que bebían todos los habitantes del pueblo era sacada directamente de las fuentes que había por doquier, conectadas a manantiales subterráneos y ubicadas en todas partes, tanto en la plaza central como en las calles comunes. Y aunque al principio Sophia se asombró, lo cierto era que todo aquello era de consumo totalmente libre. Cualquiera que estuviera caminando y sintiera sed, podía acercarse a la fuente más cercana y beber cuanto quisiera.

La comida también era otro misterio, ya que siempre comían lo mismo: una papilla blanca y espesa que todos los días tenía un sabor diferente, a juzgar por ella. El primer día que la había probado, le había sabido a tomates y ensalada de zanahoria con lechuga y brócoli. Luego, en la segunda ingestión de alimento, sintió gusto a carne de cerdo asada, y asombrada, le preguntó a Agorén que era aquello. Él entonces le explicó que se trataba de un compuesto multivitamínico fabricado por ellos mismos a base de algas, microorganismos y ciertos vegetales oriundos de su propio planeta, que en realidad no tenía ningún tipo de sabor. El truco consistía en que aquellos vegetales alteraban las sensaciones del lóbulo parietal del cerebro, para adoptar el gusto de la comida que se prefiera en el momento de comer.

Había otras cuestiones que le parecían un tanto incomodas, al menos hasta que se acostumbrara, según pensó. En los recintos de piedra donde vivían no había un baño como tal, sino una extraña maquinaria similar a un sarcófago confeccionado con una aleación de metal grisácea. Dicha máquina en cuestión parecía activarse en cuanto alguien se detenía frente a ella, abriendo sus compuertas, y dentro de ella se encontraban dos especies de filamentos o tentáculos muy finos. Según le explicó Agorén, la máquina introducía aquellos filamentos en el cuerpo de quien la usara, uno en el ano y el otro en la uretra, con el fin de succionar de forma muy suave e indolora los desechos del cuerpo, los cuales eran conducidos al interior de la tierra para evitar la contaminación. Al principio, Sophia intentó contenerse lo más que pudo, porque el simple hecho de pensar que se le metiera algo adentro le daba asco y temor, sin embargo, cuando ya era imposible de aguantarse, no tuvo más remedio que ceder y utilizar la maquinaria. Para su sorpresa, no fue tan desagradable como pensaba, pero de todas maneras imaginó que le costaría bastante tiempo adaptarse a ella.

Sin embargo, todo eso no importaba. Por fin estaba en un lugar donde realmente se sentía bien, aunque la mirasen como un bicho raro, aunque la creyeran peligrosa. Era mejor sentirse peligrosa a sentirse una don nadie, un cero a la izquierda a la que la sociedad solo utiliza para hacer bromas acerca de su cuerpo y su obesidad. Y realmente, si alguien le hubiera dicho que luego de soportar tantas cosas, iba un día a conocer a un ser de otro planeta con el que compartiría un ecosistema perfecto e inalterado por el hombre, nunca lo hubiera creído. Había algo de todo aquel lugar que parecía casi mágico, como si viviera en una constante ensoñación. Sabía que no había luz del sol, a fin de cuentas, estaban varios kilómetros bajo tierra. Sin embargo, la bioluminiscencia que destellaba en el techo de la gigante cueva daba la sensación de estar viviendo en una noche de verano, y el resplandor del fuego de las antorchas en los alfeizares de las ventanas de cada casita de piedra daba unos maravillosos colores anaranjados al paisaje de Utaraa. Aunque, por extraño que le pareciera, durante el día parecía haber claridad. No sabía si era por algún mecanismo tecnológico que imitaba el resplandor del sol o que demonios, y aunque Agorén no se lo explicó, lo cierto era que seguramente ella tampoco hubiera querido que le explicase. Algunas cosas eran mejor así, escondidas en su mágica imaginación.

No había duda, era lo que ella siempre había querido.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top