9
Durante aquella noche, ni Sophia ni Agorén durmieron. Ella, porque ya había dormido bastante en su sanación y realmente quería disfrutar el mayor tiempo posible junto a Agorén, y él porque estaba demasiado apesadumbrado con lo sucedido aquel día, y lo que era aún peor: lo que ocurriría a la mañana siguiente. En silencio, Sophia lo acompañó durante toda la noche, abrazada a él sin más intención que su cercanía, y finalmente, cuando el primer resplandor de luz de aquel día los iluminó, ambos pudieron escuchar un sonido semejante a un cuerno de combate, grave y profundo.
—Bueno, ya es hora...
Agorén se irguió, levantándose de la cama de piedra, bajo la mirada inquisidora de Sophia. Realmente estaba preocupada por él, su aspecto era fatal, como si actuara por resignación y pesadumbre. Se levantó, también, y avanzó rápidamente para abrazarlo por la espalda.
—¿Te encuentras bien?
—No lo sé, supongo que no —murmuró—. Si la juzgan, va a ser duro de ver.
—Me imagino, pero no te dejaré solo. Si tengo que verlo contigo, entonces lo haré.
Él se giro, tan grande y robusto como era, pero a la vez tan tierno como un gigantesco oso de azúcar, según pensó ella. Entonces la envolvió entre sus brazos, mientras Sophia apoyaba la mejilla en su pecho.
—Gracias, todo esto es mucho más soportable si estás conmigo.
Ambos se vistieron con sus túnicas, ella con la blanca, él con la azul de galardones, y salieron de la casa de piedra. En las calles empedradas se encontraron con más Negumakianos, rezagados que también salían de sus casas rumbo al palacio real, donde se llevaría a cabo la ceremonia de juicio. A todos se les notaba una expresión de sorpresa y desconcierto bastante evidente, ya que Sophia desconocía esto, pero en realidad era el primer juicio que se hacía desde la fundación de Utaraa, hace miles de años atrás. Todos caminaban en silencio, apenas se miraban entre sí, y la intriga comenzó a inundar la psique de Sophia. ¿Tan malo era de ver aquello? Parecía que todos iban a un funeral, se decía al mirar de reojo a los demás.
Atravesaron la plaza central, con sus fuentes de piedra y sus eternas antorchas encendidas, y minutos después ya estaban subiendo las escalinatas hacia el interior del palacio de Ivoleen. Algunos pueblerinos miraban a Agorén junto a Sophia, le miraban las manos, embutidas dentro de aquellos recipientes transparentes llenos de líquido, y asentían con la cabeza en silencioso saludo sin decir nada más. El aire se tornaba pesado, muy denso, escalón por escalón, la tensión en todos ellos parecía aumentar a medida que subían hacia el salón real.
Finalmente, en cuanto llegaron, la gran mayoría de miradas tanto de los soldados como de algunos generales que estaban allí presentes, se posaron en Agorén y Sophia, quienes se ponían en fila junto a los pueblerinos. Anveeyaa estaba de pie en medio de la sala, frente al trono de Ivoleen, con las manos sujetas a las muñecas por grilletes y cadenas hasta el suelo. Iba tan solo vestida con una túnica blanca, como cualquier ciudadano común, y ya no tenía el pelo trenzado como siempre, sino que lo llevaba suelto y despeinado en gruesos bucles. Sophia la miró y dio un leve suspiro inaudible. Una parte de sí misma sintió pena por ella, a pesar de que siempre la había querído muerta. Anveeyaa era una gran guerrera y, a decir verdad, el único culpable de que ella estuviera allí era su propia determinación ante el honor y el deber. Cerca de la guardia personal de Ivoleen se hallaban los generales de más alto rango, mirando la escena intrigados.
—¿No deberías estar allí? —le susurró, pero Agorén negó con la cabeza.
—No importa, me quedaré aquí —y luego de decir aquello, tuvo el impulso de tomarla de la mano. Sin embargo, apenas hizo un leve movimiento cuando recordó que las tenía metidas dentro de los recipientes de líquido, por lo que Sophia, al darse cuenta de ello, le tomó por la muñeca, acariciándole con el pulgar.
En cuanto el último pueblerino, general y soldado a su cargo ingresó al gigantesco salón, Ivoleen apareció caminando desde los aposentos interiores del palacio, portando su típico cayado resplandeciente, que taconeaba en el suelo de piedra cada vez que lo apoyaba al dar un paso. Al llegar frente a su trono, asintió con la cabeza y tomó asiento.
—Habitantes de Utaraa, Negumakianos honrados y pacíficos, les hablo a todos ustedes y heme aquí, en este momento tan difícil por el que hemos de transitar —dijo—. En el día de hoy nos reunimos para impartir juicio contra Anveeyaa Oyuua Seeiaa, comandante de las tropas Ugaayee de las Yoaeebuii. Ha tenido un comportamiento intachable en cuanto a su vida personal, es cierto. También ha sabido ser una hábil comandante de nuestros ejércitos, una guerrera valiente, es verdad. Pero ha perdido el dominio sobre sí misma, se ha dejado llevar por la irracionalidad y ha atacado a Sophia dentro de los aposentos de sanación. No solo ha sido un ataque en el cual ha herido a otro general de más rango que el suyo, sino que además ha sido algo premeditado, ya que en el suelo había rastros de eyamoouee, un sedante vegetal que podría haber resultado en un veneno mortal para el organismo de Sophia. Por ello, ha sido despojada de todos sus títulos, ha pasado la noche en las mazmorras, y hoy quiero escuchar su defensa. ¿Qué tienes para decirnos? ¿Niegas estos actos? —preguntó, mirándola directamente. Anveeyaa, sin embargo, lo miró con despectivo odio.
—No, no los niego —ante aquella respuesta, los murmullos de asombro comenzaron a hacerse sentir entre los habitantes de Utaraa, hasta que ella volvió a hablar, exclamando: —¡Pero lo volvería a hacer si fuera necesario! ¡Solamente cumplí con mi deber!
—¿Y cual es ese deber, que te lleva a intentar asesinar a una Negumakiana?
—¡Ella no es una Negumakiana, nunca lo será! ¡Solo es una humana, y como tal, es una amenaza para nuestro pueblo! ¡Siempre lo han sido!
—¡Ella es una Negumakiana si yo digo que lo sea! —exclamó Ivoleen. —Al menos en mis leyes. Eso no te da derecho a querer matarla. Sophia ha demostrado ser una humana pacífica, nunca te ha hecho nada malo.
—Sí, lo ha hecho.
Al decir aquello, Sophia levantó la vista y la miró sin comprender, temerosa.
—Dínoslo, pues.
—Me ha robado a Agorén.
De nuevo, más murmullos. La mayoría de los Negumakianos allí reunidos no entendían de lo que hablaba, y era normal, pensó Sophia, mientras recordaba aquello que le había contado Agorén en la cueva, acerca de que eran seres totalmente incapaces de tener sentimientos.
—Nadie te ha robado nada, Agorén no es un objeto de tu propiedad. Lo que dices, lo dices desde la envidia, el despecho y la frustración. ¿Sabes que son estas cosas? —dijo el rey.
—No, no lo sé.
—Son sentimientos, Anveeyaa. Te has humanizado, y la presencia de Sophia te da celos.
Los murmullos ahora se convirtieron en charlas de asombro y dedos que señalaban hacia Anveeyaa como si fuera un ladrón en la noche. De pronto, ella exclamó:
—¡No es justo! ¡Esto no es para nada justo! ¿En verdad me está juzgando por intentar matar a la humana? ¿Usted, quien perdonó la vida del propio Agorén cuando mató a los guardias de las puertas, solo para meter a la humana dentro de Utaraa?
—Porque había una causa en su propósito, Anveeyaa. Es muy diferente. Él solamente quería demostrar que la humana no era una amenaza, darle refugio, protegerla de los propios guardias que intentaron atacarla, y además mostrarle la grandeza evolutiva de nuestra raza, porque ella quiere ayudarnos en nuestra lucha por salvar a su especie —respondió el rey Ivoleen—. En cambio, ¿cuál era la causa de tu propósito? ¿Simplemente matarla y ya? ¿Qué harías después? ¿Creerías que Agorén te lo perdonaría, o que lo tendrías a tu entera disposición como un vegetal al que riegas cuando se te da la gana?
—Solo es hipocresía, palabras que aparentan sabias pero que en realidad no dicen absolutamente nada, no es nada más que eso —Anveeyaa se paró firme en su lugar con el mentón en alto como señal de orgullo, y al hacerlo, las cadenas que la sujetaban al suelo chocaron entre sí—. Dígame de una vez que va a hacer conmigo, y terminemos con esto. Sea lo que sea, aceptaré mi destino como tal.
—Eres una amenaza para los pacíficos ciudadanos de Utaraa, eres una amenaza para ti misma, y por lo tanto no hay otra alternativa. Serás condenada a beber el Guyaanok, para desmaterializarte.
En los presentes hubo desde murmullos hasta exclamaciones de sorpresa. Uno de los generales allí presentes, que era compañero de tropa de Anveeyaa, abrió grandes los ojos, y salió de su formación para arrodillarse frente al rey.
—¡Mi señor, por favor, no haga eso! ¡Yo responderé por ella, si quiere, pero no la condene a la desmaterialización! ¡Destiérrela de nuevo a Negumak, pero no la mate! —exclamó, desesperado. Sin embargo, la voz de ella lo hizo voltearse hacia atrás.
—Déjalo, mi buen amigo. Está bien, no me molesta morir. Soñaba con la transferencia de un cuerpo más joven y fuerte, cuando ya fuera lo suficientemente vieja como para no ser capaz de dirigir a mis ejércitos, pero no importa —dijo—. Yo moriré, pero con esta decisión él también se ha cavado su propia tumba.
—¿Cómo? —preguntó el joven Negumakiano, negando con la cabeza sin entender. Anveeyaa entonces sonrió, satisfecha.
—Porque ahora todos han visto que de sabio no tiene un pelo, y de justo e imparcial aún mucho menos. ¡Ahora, dame de una vez el veneno, Ivoleen, y ya no alargues más esta farsa inútil!
El rey la miró ensombrecido, y entonces le asintió con la cabeza a dos de sus guardias personales, quienes se acercaron a ella con un recipiente pequeño, circular. Al estar frente a Anveeyaa, la destaparon y se la acercaron a la boca. Ella bebió con lentitud y entonces se giró tanto como las cadenas le permitían, para poder mirar a Agorén. Al verlo, le sonrió de forma sórdida. Él sufría, podía verlo en su forma de mirarla, y eso era más que suficiente para morir con dignidad, pensó. Si no era feliz con ella, entonces le dejaría una marca tan profunda que ni siquiera la propia Sophia podría subsanar.
Al terminar de beber, no ocurrió nada, y en el inmenso salón del palacio el silencio sepulcral era imponente. De pronto, Anveeyaa se dobló sobre su vientre con un quejido de dolor, y cayó de rodillas al suelo de piedra. Con unas violentas arcadas, comenzó a convulsionar al mismo tiempo que de sus ojos, nariz, boca y oídos emanaba sangre negra, mezclada con una viscosa espuma blanquecina. Sophia comprobó entonces que Agorén tenía toda la razón del mundo, era algo increíblemente atroz de ver. Desde adentro hacia afuera, primero en el vientre y luego en el pecho, extendiéndose hacia sus extremidades, el cuerpo de Anveeyaa comenzó a desintegrarse poco a poco, al mismo tiempo que se sacudía espasmódicamente. El efecto era similar a la quemadura de un potente ácido, la carne chisporroteaba y burbujeaba como si hirviera. Todo en ella se consumió, huesos, tejidos y sangre, quedando solamente reducida a una formación de cenizas en el suelo, y finalmente, aquellas cenizas se desvanecieron al desintegrarse también las partículas y los minerales que la conformaban. Anveeyaa había dejado de existir, y en su lugar tan solo quedaba amontonada la ropa en el suelo, aquella túnica blanca sin costuras que todos usaban como vestimenta común.
Agorén se giró sobre sus pies ignorando las exclamaciones de horror de los allí reunidos, no esperó a que terminara aquello, simplemente no podía soportarlo más, así que se encaminó de nuevo a la escalinata de salida a paso rápido, seguido de cerca por Sophia. Una vez afuera, se detuvo en seco mirando todo a su alrededor como si fuera la primera vez que veía la ciudad de Utaraa, y entonces comenzó a llorar como un niño al que acababan de golpear de forma salvaje. No podía limpiarse los ojos porque tenía las manos dentro de aquel recipiente, pero sí se los frotó con el antebrazo y luego se miró la propia piel humedecida por las lágrimas.
—¿Qué es esto? ¿Qué me pasa? —preguntó, balbuceando entre el llanto. Sophia entonces lo abrazó contra sí, con el corazón estrujado por la pena más absoluta.
—Pobrecito mi Agorén, estás llorando y ni siquiera sabes lo que te ocurre —le dijo, y entonces se apresuró a secarle las lágrimas de las mejillas—. Es algo normal, te sientes tan triste que no puedes evitarlo, lo sé.
—¡No tenía por qué haber acabado así, no tenía por qué condenarse de esa forma! —exclamó, con rabia. Estaba dolido, pero también enojado por la forma en que Anveeyaa había actuado. Si no los hubiera atacado, y no hubiera sido tan arrogante, pensó... Y al pensar aquello sintió el llanto incontenible brotarle de nuevo, por lo que apoyó su cabeza en el hombro de Sophia y no se contuvo en lo más mínimo. Ella entonces le acarició la nuca, aquel cabello largo y rubio, y le frotó la espalda.
—Eso, suéltalo todo... déjalo que salga.
Permaneció llorando en su hombro por casi quince minutos, sin detenerse tan siquiera, y para cuando acabó, tenía los ojos tan enrojecidos que el azul acristalado que a Sophia tanto le gustaba, casi no se notaba. En cuanto lo notó mas tranquilo, se acercó hasta una fuente de agua y tomando un cuenco de piedra, lo llenó y se lo acercó a la boca para que bebiera.
—¿Mejor? —le preguntó, en cuanto él dejó de tomar.
—Sí, supongo que sí.
—Vamos a casa, han sido demasiadas emociones en un día.
Caminaron en completo silencio hasta la casa de piedra de Agorén, atravesando la plaza central y algunas calles principales, y a mitad de camino, él le propuso de ir a la ensenada del lago, para sentarse un poco a la vera del agua. Sophia aceptó, encantada, y en menos de quince minutos ya estaban allí, sentados bajo el frondoso árbol con el que ella misma había practicado tiro al blanco, en sus épocas de entrenamiento.
—¿Qué va a pasar ahora con Ivoleen? —preguntó ella, con los ojos fijos en el horizonte del agua.
—¿Por qué lo dices?
—Por lo que dijo Anveeyaa, antes de... eso. Dio a entender que el reinado de Ivoleen es injusto.
Agorén negó con la cabeza.
—Solo son las palabras de alguien enojada, que busca lastimar una última vez. No deberíamos darle importancia —respondió.
—Yo no lo creo así. He visto como Lonak te mira, y no me da confianza. Y antes de que sucediera todo esto, me pareció haberlos visto juntos más de una vez, cuchicheando entre sí.
—¿Estás segura?
—Completamente.
—¿Y cómo me mira Lonak? No lo entiendo...
—He visto esa mirada antes, en otros humanos, pasa todo el tiempo —dijo Sophia, apoyándole una mano en la pierna—. Es la mirada de la envidia, de los celos por tu posición en los ejércitos y por tu cercanía con Ivoleen. Lonak me parece un traidor, sinceramente.
—No lo creo... —sonrió él, levemente. —Los Negumakianos no somos una raza que conozcamos la traición, eso no va con nosotros. No creo que Lonak esté conspirando para quedarse al mando de la ciudad, o con mi posición en los ejércitos como dices.
—De acuerdo, piensa lo que quieras. Pero sé lo que te digo, Agorén. No me da el minimo de confianza, y sé que eres inteligente, así que pon tu inteligencia en buen uso y por favor, confía en mi.
—Está bien, lo haré. ¿Qué me sugieres, entonces? ¿Que lo mantenga vigilado en cuanto regrese de la expedición?
—Podríamos vigilarlo, juntos. Yo te ayudaré.
—Todo esto me suena a locura, si me permites que te lo diga. Pero si tan segura estás, entonces confiaré en tu criterio.
Sophia lo miró con una sonrisa. Y entonces le dio un beso en la mejilla, suave y tierno.
—Gracias, Agorén.
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