8

Al día siguiente, Agorén salió de su casa de piedra en cuanto hubo terminado de desayunar. No iba con armadura, tan solo llevaba su túnica blanca con ribetes dorados, la misma con la que Sophia le había conocido la primera vez. Muchos Negumakianos descansaban, ya que aún era temprano, pero muchos otros paseaban charlando por la plaza del pueblo, bebían sorbos de agua directamente de las fuentes centrales, y charlaban preocupados acerca de todas las noticias que concernían respecto a los Sitchín y las recientes incursiones en sus bases. A decir verdad, Utaraa era un pueblo en el que generalmente no había demasiado que hacer, más que admirar los jardines ornamentales, beber agua de las fuentes, y charlar con otros habitantes.

Caminando por las empedradas calles, se dio cuenta que en realidad sentía mucha melancolía, por el simple hecho de pensar en tener que irse de allí. Le gustaba aquel entorno, le gustaba el planeta como tal, y aunque no había nada que se le comparase al hogar, lo cierto era que le tenía mucho cariño a aquel sitio. Todo aquello, evidentemente, no hizo más que hacerle recordar las palabras del rey Ivoleen la tarde anterior. A decir verdad, no había cesado de pensar en ello durante toda la noche y parte de la mañana, mientras aún desayunaba. Tal vez había otra alternatíva, quizá podría quedarse aquí en la Tierra con Sophia, se repetía una y otra vez. Si no cambiaba de aspecto frente a otros humanos, bien podría mimetizarse y vivir junto a ella en sociedad. Tendría que ocultar sus ojos, eso era lo único malo, ya que por el color se evidenciaba que no era normal como cualquier otra persona. Pero ya buscaría la forma de arreglárselas.

Mientras recorría la plaza central, con las manos a la espalda, vio que a lo lejos Ivoleen salía de su palacio, seguramente dispuesto a llevar adelante sus caminatas diarias. Agorén entonces trotó hasta él, apurando el paso para alcanzarlo.

—Mi señor, buenos días —le saludó.

—Ah, buenos días, Agorén. ¿Cómo está Sophia?

—Supongo que no le debe faltar mucho tiempo para terminar de sanar —le respondió—. De ella quería hablarle, ¿podemos dar una vuelta?

—Claro que sí —asintió el rey.

Emprendieron el rumbo hacia la plaza central, donde una familia de Negumakianos servía una mesa de comida para desayunar, con aquella misteriosa papilla de diferentes sabores y carne blanca. Al pasar a su lado, les ofrecieron tanto a Ivoleen como a Agorén que comieran con ellos, ya que era su costumbre compartir todo, pero ambos rechazaron la propuesta amablemente. Continuaron caminando sin rumbo alguno, llegando minutos después a los verdes prados que bordeaban la ciudad.

—Quiero pedirle disculpas por lo de ayer, señor —dijo Agorén, una vez que estuvieron a solas—. No he parado de pensar en sus palabras, y tiene toda la razón del mundo. La despedida va a ser difícil, mucho peor que la muerte incluso.

—Bueno, me alegra que lo entendieras...

—Por eso he pensado en quedarme aquí, con ella. Podré quedarme con esta apariencia, y no habrá problema. Tendré que camuflar mis ojos de alguna manera, y viviré casi el triple de años que los que ella pueda vivir, pero lo soportaré.

Ivoleen lo miró de reojo, y negó con la cabeza. No lo hizo de forma impaciente o molesta, sino más bien con una leve sonrisa, comprendiendo que Agorén tan solo quería compartir el resto de su vida mortal con ella, y no había maldad alguna en aquel deseo.

—Es noble de tu parte, pero también imposible.

—¿Por qué?

—Por muchas razones que no evaluaste —dijo Ivoleen—. Tu genética es muy diferente a la de ella, y su gente no tiene la medicina que tenemos nosotros. Si enfermas, o algo te ocurre, es cuestión de tiempo para que descubran lo que en verdad eres. La sociedad humana es muy violenta e impredecible. Imagina que un día alguien intenta atacar a Sophia, y tú la defiendes, obviamente. Bastaría que una sola persona viera tu fuerza desmedida, o cualquier cosa de tu aspecto real, para que seas atrapado y exhibido como una aberración. O aún peor, sometido a estudios científicos horribles y torturantes. Serías la primer y única prueba viva de inteligencia extraterrestre luego de que una nave de Grises se estrellara en el cuarenta y siete.

Tenía razón, otra vez, pensó Agorén, con la frustración creciéndole en el centro del pecho. Sin embargo, no se iba a rendir.

—Nada malo va a ocurrirnos, nos iremos a un lugar donde estemos solos, donde nadie pueda molestarnos. Lejos de las grandes ciudades —dijo.

—Podría funcionar por un tiempo, de todas maneras, ella está muerta a los ojos de su comunidad, pero... ¿Y si enfermase? ¿Cómo harías para sanarla si están solos en el medio de la nada? No tendrás medicinas de ningún tipo, ni nuestras ni suyas, ¿y qué vas a hacer? ¿Llevarla a la ciudad a cuestas? —Ivoleen lo miró a los ojos, y vio el atisbo de la frustrante rabia invadirle, entonces clavó su cayado en la tierra y le tomó por los brazos—. Te aprecio como nunca aprecié a nadie, Agorén, y por tu bien te digo esto: debes entenderlo, y aceptarlo. El final es inevitable, sea cual sea. Y cuanto antes lo asuman, menos sufrirán cuando llegue el momento.

Agorén no le respondió absolutamente nada, solamente quedó con la mirada perdida, como si observara hacia un punto más allá por encima del hombro de Ivoleen. Su mente atenta, sus oídos agudizando aún más sus capacidades, entonces giró de repente la cabeza hacia la ciudad a su lado, como si vigilase a un lugar que solamente el podía ver.

—¿Estás bien? ¿Ocurre algo? —preguntó Ivoleen, extrañado por su reacción.

—¡Sophia! —exclamó.

Entonces, en el mismo instante en que giró sobre sus pies, cambió la forma de sus piernas adaptando sus patas reales, marrones y escamosas, aumentando su altura. Emprendió una loca carrera hacia el pueblo, corriendo y saltando tan lejos y rápido como podía, rogando que no fuera demasiado tarde para llegar a los aposentos de sanación. Porque mientras ellos charlaban, Sophia había comenzado a despertar. Aquel ungüento brillante y verdoso se había evaporado por completo de su piel en cuanto cumplió su función, y poco a poco comenzaba a salir de su sopor. Sin embargo, su sorpresa fue tremenda cuando abrió los ojos y, además de reconocer su desnudez, el sitio en el que se encontraba y la futurista camilla donde yacía, se percató de que tampoco estaba sola en aquel recinto. Anveeyaa estaba allí, vestida con su atuendo de capitana, y de espaldas a la camilla.

—¿Anveeyaa? —preguntó, confundida. Al parecer, buscaba algo en donde se guardaban todas aquellas botellas alargadas y en punta. —¿Qué haces aquí?

Al escucharla, se giró sobre sus pies, y la miró con una sonrisa y los ojos muy abiertos. Fue allí, en aquel preciso instante, donde Sophia comenzó a temer por su propia vida. La mirada de Anveeyaa era desencajada, tenía los ojos muy abiertos, una enorme sonrisa, y llevaba una botella en la mano.

—Oh, querida, solo venía a visitarte. Agorén nos pidió que seamos buenas una con la otra, ¿no? —le respondió. —Me alegra saber que estás despierta.

—De acuerdo, gracias —Sophia se bajó de la camilla puntiaguda y recogió su túnica de la cabecera, comenzando a vestirse—. Ya estoy mejor, así que a volver a casa.

—Espera —Anveyaa se apresuró a ponerse delante de la puerta, mientras destapaba la botella—. Tu sanación aún no esta completa, debes tomarte esto.

—Agorén no me dijo nada de que debía beber algo, ¿qué es?

—Medicina, te hará sentir mejor.

—Ya me siento bien. Ahora, si me haces el favor, quiero volver con Agorén, así que apártate —le respondió Sophia, comenzando a ponerse un tanto incomoda con la situación. En cuanto dio un paso hacia adelante, Anveeyaa saltó hacia ella, y la tomó por el cuello con su mano libre.

—¡Que lo bebas, he dicho! —exclamó, empujándola hacia la camilla. Sophia comprendió entonces lo que intentaba hacer, sintiendo como le apretaba con todas sus fuerzas en la yugular. Quería dejarla sin aire, hacer que abriera la boca, y volcarle el contenido de la botella directamente adentro. ¿Sería veneno? Se cuestionó en una fracción de segundo. Estaba segura que sí.

Sophia intentó forcejear con Anveeyaa por todos los medios posibles, pero no había forma de vencerle. A pesar de ser una hembra, tenía tanta fuerza como dos gorilas juntos, y en el momento en que Anveeyaa la empujó contra la especie de camilla en medio de aquella sala, supo que estaba perdida. No podría resistirse, no había comparación de su fuerza con respecto a la de Anveeyaa. Sin embargo, por el puro instinto adrenalínico de supervivencia, continuó forcejeando con ella lo más que podía, sintiendo que cada movimiento le arrancaba de sus pulmones el poco aire que le quedaba dentro. Hasta que, por fin, de una forma que ni siquiera ella misma supo como lo hizo, logró hacer que la botella se le resbalara de la mano y se cayera al suelo, derramando su contenido. Anveeyaa entonces la soltó, mirando el líquido oscuro y espeso desparramarse en la piedra.

—¡Que has hecho! —exclamó.

Sophia se alejó lo más posible de ella, al mismo tiempo que daba roncas inspiraciones con toda la boca abierta, tosiendo también de forma ahogada. Aún podía sentir la mano izquierda de Anveeyaa sobre su garganta, era increíble. Quiso gritar el nombre de Agorén, pero no tenía voz, solamente podía dar bocanadas como un pez fuera del agua que luchaba por respirar. Y entonces solo se le ocurrió pensar en él, visualizarlo dentro de su mente, y llamarlo con el pensamiento. Si no podía gritar con su voz, entonces lo haría con su cabeza, lo haría con todo el amor que sentía por él. Y sin que ella lo supiera, Agorén había dejado de prestarle atención a la charla con Ivoleen para escucharla, sentirla dentro de sí y sentir también dentro de su mente el profundo miedo que la invadía.

Anveeyaa entonces se llevó la mano a la cintura, y extrajo su daga con rapidez. Si esa humana le quería poner las cosas difíciles, entonces tanto mejor, gozaría con su muerte como nunca antes había disfrutado matando a otra raza.

—Te voy a despellejar, ¿me oyes? Si lo que quieres es una muerte lenta, entonces la vas a tener. Vas a pedirme de rodillas que acabe con esto de una vez —le dijo, con la expresión del más puro odio en su rostro.

Avanzó hacia ella a paso rápido, pero Sophia rodeó la camilla en sentido opuesto, al mismo tiempo que respiraba agitadamente. Entonces, en aquel momento, la puerta de la sala de sanación se abrió, y cuando lo vio, creyó que se pondría a llorar del alivio allí mismo.

—¡Anveeyaa, detén esta locura ya mismo! —exclamó Agorén. Avanzó hacia Sophia, cambiando la forma de sus patas a las de un humano nuevamente, y se colocó delante de ella, cubriéndola con su cuerpo. Al ver aquel gesto, Anveeyaa negó con la cabeza, en completo trastorno.

—¡Necio! ¡Morirás con ella, entonces! —exclamó.

Se abalanzó al ataque, con la daga en alto. Agorén la esquivó, y al mismo tiempo que movía el cuerpo a un lado, le sujetó el brazo levantándoselo hacia arriba. Entonces miró de soslayo a la aterrada Sophia, quien estaba petrificada en un rincón.

—¡Sal de aquí, vete! —exclamó.

En cuanto ella corrió hacia la puerta, Anveeyaa pateó a Agorén en el costado de la cintura, haciéndolo doblarse. Intentó dar un golpe con su mano libre, pero Anveeyaa era ágil, y esquivándole, le sujetó por el brazo y lo hizo desplomarse al suelo. Sus ojos saltaron enseguida hacia Sophia, y se giró hacia ella quien miraba toda la escena desde el pasillo, acongojada por la lucha, pero justo en el momento en que dio un paso hacia adelante, Agorén se había levantado del suelo y tomándola de la vestimenta, la arrojó hacia atrás contra una pared. La espalda de Anveeyaa golpeó contra la estructura y cayó de rodillas, dando un quejido de dolor, y justo en el instante en que Agorén avanzaba dispuesto a atacar, Anveeyaa transformó sus patas e impulsándose en ellas lo esquivó, saltando por encima de su cabeza hasta caer por detrás de él. Agorén entonces se giró, pero ella fue más rápida, y le dio una patada en el vientre, arrojándolo contra la misma pared. Giró su daga hábilmente, y la blandió hacia el rostro de Agorén, pero él la sujetó por la hoja con sus propias manos, dando una exclamación de dolor. Anveeyaa intentó empujar hacia él con todas sus fuerzas, para apuñalarlo, pero Agorén resistió aún a pesar del dolor. Sus manos heridas habían comenzado a sangrar debido al profundo corte, tiñendo sus antebrazos de espesa sangre negra.

—Por favor... no tienes porque hacer esto... —susurró él, con expresión agotada y adolorida, mientras resistía con todas sus fuerzas sujetando la daga.

—¡Anveeyaa, detente ya mismo! —exclamó una voz en la puerta.

Dejó de hacer presión en la daga y se giró sobre sus pies. Allí estaba el rey Ivoleen junto con tres Negumakianos de su guardia personal. Al ver que Agorén había salido como un loco sin importarle abandonar la charla que tenían, decidió ir tras él, preocupado. Anveeyaa entonces soltó la daga, y negó con la cabeza.

—¡Mi señor, no es lo que usted cree, se lo juro! —exclamó. —¡Solo vine a visitar a Sophia, para ver si estaba recuperándose de sus heridas, y entre ambos quisieron atacarme! ¡Solamente me defendí!

Sophia abrió grandes los ojos, y se disponía a responderle como se merecía, cuando Ivoleen se le adelantó.

—Eso es falso, Anveeyaa. Yo estaba con Agorén charlando a las afueras de la ciudad hace unos momentos, él nunca te atacó, mucho menos Sophia, quien jamás podría ni siquiera acercarse a un poco de tu fuerza —miró a sus escoltas y asintió con la cabeza—. Llévenla a las mazmorras.

—¡No, debe creerme! ¡Se lo juro! —gritó, y luego miró a Sophia con los ojos desencajados por la rabia. —¡Maldita y sucia humana, miserable! ¡Solo has traído calamidad a nuestras vidas! ¡Te odio, te odio a ti y a tu despreciable raza! ¡Deberían extinguirse de una vez!

Los tres Negumakianos bajo la orden de Ivoleen sujetaron a Anveeyaa de los brazos, obligándola a juntar las manos, y le colocaron un artefacto brillante y cilíndrico en los antebrazos. Sophia imaginó que debían ser como las esposas policiales de su planeta, o algo así. En cuanto la sacaron al pasillo, se apartó de la puerta tanto como pudo, ya que Anveeyaa vociferaba improperios en su contra y se retorcía como animal salvaje. Entonces, cuando los gritos y las maldiciones fueron alejándose de su rango auditivo, no pudo evitar ponerse a llorar, víctima del susto y también por la impotencia de ver a Agorén con las manos llenas de sangre dentro del recinto de sanación. Corrió hacia él, abrazándolo por el cuello, y entonces le acarició las mejillas mirándolo a los ojos.

—¿Cómo supiste que...? —susurró.

—Te escuché, en mi cabeza. Temí no llegar a tiempo.

—A ver, déjame ver eso —dijo Ivoleen, acercándose a ellos rápidamente. Agorén le mostró las manos, que sangraban por las palmas—. Tiene un aspecto terrible.

—Lo sé. Las dagas de Anveeyaa siempre fueron letales.

—Ha cortado profundo, pero te curarás —le respondió, rebuscando entre las botellas puntiagudas. Tomó una, la destapó, y Agorén juntó las manos frente a él como si estuviera recogiendo agua. Ivoleen entonces le vertió el contenido de la botella encima de las palmas, un líquido amarillento y efervescente, que burbujeó al contacto con su sangre. Las manos de Agorén temblaron de dolor, al mismo tiempo que chisporroteaban inundando el aire con un terrible olor a carne quemada. El dio un quejido de dolor, y Sophia se aferró a él apoyando el rostro en su fornido brazo, incapaz de ver la escena—. Con esto ya no sangrarás más, ahora vamos al sector de regeneración.

Los tres salieron de la habitación de nuevo al pasillo, hacia el sector donde Sophia había visto aquellas enormes peceras transparentes con cuerpos de niños y jóvenes adultos flotando en líquido, construyéndose gracias a su potente tecnología, esperando a ser ocupados por la conciencia de algún Negumakiano a la hora de morir. Ivoleen entonces preparó dos recipientes rectangulares, los llenó del mismo líquido con el que estaban repletos aquellos contenedores, y entonces se los acercó a Agorén, quien metió las manos dentro. Instantes después, la abertura de aquellos recipientes se ajustó a sus muñecas, cerrándose automáticamente como si aquel plástico —o lo que fuera el material con el que estaban construidos— tuviera algún tipo de programación o vida propia.

—Gracias, señor... —dijo, mirándose las manos dentro de los recipientes.

—Le has salvado la vida —comentó Ivoleen, señalando con un gesto de la cabeza a Sophia—. Te pondrás bien, será solo cuestión de unos pocos días.

—¿Qué pasará con Anveeyaa? —preguntó ella, interviniendo en la conversación.

—Mañana será llevada ante mi, explicará los motivos de su ataque, y luego será desmaterializada.

Agorén bajó la mirada al suelo, y Sophia le miró con cierta congoja. Por el gesto de pesadumbre que lo dominaba, no era difícil adivinar que se trataba de un castigo mortal, a juzgar por su nombre. Entonces, sin palabras de por medio, simplemente se acercó a él y le abrazó tan fuerte como pudo, apoyando la cabeza en su pecho. 

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