7

La tarde siguiente, Agorén se hallaba caminando en la ensenada del lago de agua dulce, con las manos a la espalda mientras pateaba piedritas y guijarros de la arena, dándose cuenta de que extrañaba a Sophia mucho más de lo que se hubiera imaginado nunca. Apenas hacía un día que estaba en las salas de sanación, y ya no sabía que hacer para matar el rato. Había limpiado su armadura y su espada, también había limpiado el arco, que tenía un poco de polvo, y también le había recargado el carcaj con más flechas. Pero luego de eso, ¿qué más podía hacer? La noche anterior ni siquiera durmió, no solo porque no tenía sueño, sino porque su cama de piedra le parecía demasiado espaciosa sin ella. Quería rodear su brazo por su cintura, quería escucharla hacer preguntas sobre todas las cosas que le generaban curiosidad de su especie, con aquel tono de voz delicado y grácil que tanto la caracterizaba.

Apenas siquiera desayunó, solamente daba vueltas por la plaza del pueblo, bebía un buchito de agua de las fuentes que encontraba por doquier, saludaba a los pueblerinos que paseaban sus quiméricas mascotas por las calles de adoquines, estirando las agónicas horas lo mejor que pudo. Había bajado al área de sanación más de una vez, cerca del mediodía, para visitar a Sophia aunque ella continuase dormida. Tan solo necesitaba verla, saber que estaba bien y que continuaba sanándose con éxito. El ungüento que le había aplicado, el cual había comenzado a resplandecer de un tenue color verdoso en cuanto comenzó a hacer su efecto, ahora se hallaba casi translúcido, indicando que no faltaba mucho para que despertara. Quizá seis u ocho horas más, se dijo, y ya podría abrazarla de nuevo.

Cuatro horas después de su última visita, Agorén estaba tan aburrido que salió de su casa de piedra directo hacia el lago, donde se encontraba ahora mismo. Se había puesto a nadar durante un buen rato, disfrutando del agua termal, y luego se dedicó a caminar por la orilla mientras esperaba que se le secara el cuerpo hasta poder vestirse con la túnica otra vez. Y lejos de distraerlo, se dio cuenta que aquella actividad solamente había profundizado aún más el sentimiento de soledad que le dominaba. Estaba en su lago, era de Sophia. Ella se había enamorado de aquellas aguas en cuanto las había tocado con su bello cuerpo por primera vez, y pasar el tiempo en aquel sitio no hacía más que avivar su recuerdo. Caminando, se acercó hasta el árbol donde ella había aprendido a disparar con el arco, y el cual seguía marcado con pequeñas hendiduras por todo el ancho de su tronco. Estiró una mano, lo acarició, y luego se preguntó: ¿por qué pensaba en ella como si se hubiera muerto, o alguna atrocidad semejante?

Porque tenía miedo de perderla, he ahí la respuesta clave, se dijo. En esta contienda solo había disparado un par de flechas, nada más, y fue suficiente para terminar herida. No de gravedad, eso no, tan solo unos pocos golpes que sanarían rápidamente. ¿Pero y si le pasaba algo peor? La posibilidad estaba, era real. En el momento en que comenzara la invasión, ya no habría marcha atrás ni para los propios Negumakianos, ni para ella. La raza humana miraría impávida como todo se desmoronaba a su alrededor mientras dos fuerzas desconocidas luchaban entre sí, sin comprender que demonios estaba sucediendo, a excepción de Sophia, quien quería pelear. Sin embargo, la realidad era diferente. Por mucha buena voluntad que tuviera, no podría hacer nada en comparación a él, o a todo un ejercito completo de las Yoaeebuii. Las flechas se agotarían, también su energía y su aguda vista, y entonces estaría acabada.

Pensar en ello le infundió una tristeza absoluta, haciéndole dar un profundo suspiro. Aunque pareciera cruel, comprendió que lo mejor que podía hacer para salvaguardar su vida era hablar con ella, decirle directamente lo que pensaba, y no permitirle pelear junto a él. Era posible que no lo aceptara, incluso hasta que se enojara, pero la prefería enojada antes que muerta. Sophia debía comprender que esta situación sobrepasaba su propia capacidad física, que el ensueño de amor con una entidad extraterrestre ya era algo demasiado demente, como para seguir sumándole más locuras a todo esto. Seguramente no le diría lo último, tampoco era su intención lastimarla. Pero sería claro y conciso a la hora de hacerse entender.

Un movimiento le llamó la atención, cerca del camino que salía de Utaraa y que conducía al lago de agua termal y cristalina. Al mirar, vio que el rey Ivoleen se acercaba caminando como si tuviera todo el tiempo del mundo, apoyándose en su cayado y con los atavíos reales que lo hacían verse tan elegante, de colores vivos, con una larga capa rojiza a la espalda. Entonces se alejó del árbol donde se apoyaba, y también caminó hacia él.

—Mi señor, que raro verlo por aquí —comentó, en cuanto llegó frente a él. Ivoleen asintió, con una sonrisa leve.

—Casi nunca salgo de la ciudad, es cierto. Caminemos, Agorén.

Se dirigieron hacia la ensenada del lago, donde momentos atrás Agorén también había estado, y al llegar, Ivoleen levantó su mirada hacia el horizonte acuático.

—¿No te parece maravilloso lo que el universo puede hacer? —dijo. —Para una raza como nosotros, terraformar este sitio al igual que el resto de las ciudades subterráneas que poseemos, no fue para nada difícil. Casi se podía decir que fue una obra de ingeniería común, crear la caverna, fundir las rocas y hacerlas moldeables, abrir un manantial de agua dulce, construir toda una biósfera habitable. Y aún así, algo que parece tremendamente sencillo para nosotros, a los ojos de alguien como Sophia resulta casi mágico, impensable.

—¿Adónde quiere llegar con todo esto, señor? —preguntó Agorén, un tanto confundido.

—Que al igual que ella, tú también estás confundido, ahogado en una situación que parece demasiado grande para ti, pero que en realidad es muy sencilla. Puedo notarlo.

Agorén lo miró de soslayo. Por algo Ivoleen había sido elegido, no cabía duda. Nunca había visto en todos sus años alguien con una conexión tan fuerte con Woa, como la tenía él. Entonces se encogió de hombros.

—Supongo que tiene razón. Estoy un poco confundido con respecto a Sophia.

—Cuéntame.

—Bueno, ella es valiente, quiere luchar y ayudarnos en esta misión de defender su propio planeta. Sin embargo, temo por su seguridad. ¿Sabe cuántas flechas ha disparado hoy antes de caer herida? No más de tres. Y tanto usted como yo, sabemos que ese asalto a la base de terraformación Sitchín no es nada en comparación de la invasión que se avecina.

—Temes que muera en batalla —dijo Ivoleen.

—Lo temo porque lo sé. Su propia genética no le permite estar a la par de nosotros, no tiene nuestra fuerza, agilidad o velocidad. Cuando la invasión comience y salgamos a la superficie, va a ser cuestión de tiempo hasta que un Sitchín la vea desposicionada y la ataque.

Ivoleen lo observó con detenimiento, casi como un padre a su hijo. Agorén hablaba demasiado rápido, con tono enojado, como si la impotencia o la rabia le inundaran el pecho.

—¿Y qué piensas hacer?

—He decidido que hablaré con ella, en cuanto salga de los aposentos de sanación, y le haré desistir de la idea de ayudarnos. Evitaré por todos los medios necesarios que peleé junto a nuestros ejércitos, le haré entender que será un suicidio —respondió.

Ivoleen asintió levemente, y entonces detuvo su andar, mirando a Agorén con fijeza.

—Tú la quieres, ¿no es así?

—Claro que la quiero.

—Pero no la amas.

Agorén lo miró con el ceño fruncido, como si le hubieran dado una bofetada de repente.

—No sé qué es eso —dijo.

—Es el siguiente paso, un sentimiento más fuerte al querer. Ella se ha enamorado de ti, aún conociendo tu aspecto real, y en verdad te ama. Lo he visto, una calidez roja en el centro de su pecho. Y si la quieres, por mínimo que sea, no le prives el derecho de sentirse útil defendiendo a su planeta.

—Pero señor... con todo respeto, ¿no ha escuchado nada de lo que le dije? ¡Moriría si lo hace!

—Te he escuchado perfectamente, y también entiendo que morirá. Por eso te lo digo.

Agorén lo miró como si el rey hubiera perdido de repente toda la cordura. Entonces negó con la cabeza y se alejó unos pasos, dándole la espalda. Luego se giró hacia Ivoleen.

—No... no lo entiendo... —masculló, mirando al suelo. Luego levantó la vista, y parecía que sus ojos chispeaban furia, olvidándose de los protocolos y formalismos. —¿Qué clase de consejo es este, Ivoleen? ¿Qué te pasa? ¡No puedo creer lo que dices! ¡No puedo creer que estés sugiriendo su muerte como algo bueno!

—¡Agorén, escúchame bien! —Ivoleen se acercó a él y clavando la punta de su cayado en la arena, lo tomó por los brazos con fuerza, mirándolo directo a los ojos. —Cuando termine esta guerra, nosotros volveremos a Negumak, nos asignarán otro planeta bajo la protección del Concejo de los Cinco y ya nunca más volveremos a la Tierra a no ser que sea necesario, y tú lo sabes. ¿Cómo vas a hacer para despedirte? ¿De verdad crees que Sophia va a resistir quedarse aquí sola, o volver a su pueblo, con su gente, luego de haber vivido la más grande aventura de amor y libertad de toda su vida? ¡Que muera defendiendo su planeta, a tu lado, es lo mejor que le puede pasar! Habrá cumplido un propósito, tal como desea, y al momento en que su corazón deje de latir tan solo te verá a ti. De otra forma, solo le espera un final amargo, una historia que no podrá contarle a nadie porque nadie le creerá, y vivirá el resto de sus días en una constante soledad, mirando las estrellas noche tras noche rogándole a su Dios para que algún día los Negumakianos volvamos a su planeta. Es condenarla a algo peor que la propia muerte.

—No voy a permitir que muera, y se acabó.

El rostro de Agorén estaba crispado por la furia, y el propio Ivoleen supo que, si no fuera el rey, quizás lo habría matado sin dudar solo por sugerir semejante tragedia. Entonces asintió con una sonrisa.

—También la amas, solo que aún no lo sabes.

—¿Qué? ¿Cómo puedes saber eso? —preguntó, ofuscado.

—Porque estás enojado conmigo al decirte una verdad que no te ha gustado oír, y tu terquedad ante el problema es el resultado del amor que sientes por ella, solo que aún no te has analizado a ti mismo como para darte cuenta de ello —le respondió—. Te lo he dicho en la fiesta del Concejo de los Cinco, nos estamos humanizando luego de tantos milenios viviendo aquí. No todos los Negumakianos, pero si algunos, incluidos tú, yo y hasta la propia Anveeyaa —Ivoleen entonces se giró de espaldas a él, comenzando a caminar de nuevo hacia el pueblo. A pocos metros, se detuvo para hablar, pero no se volteó a verle—. Haz lo que te parezca mejor, Agorén. Pero recuerda esto que te digo: cuando tengamos que volver a nuestro hogar, la despedida será todavía más dolorosa que la propia muerte, y también le harás un daño más grande. Este hermoso sueño tiene que acabarse algún día.

Continuó con su camino sin decir ni una palabra, bajo la mirada sorprendida de Agorén. Solo entonces cuando se hubo alejado lo suficiente, minutos después, como para que se perdiera de su rango de visión, Agorén pateó un poco de arena con su pie. Estaba ofuscado, rabioso, dolido y decepcionado. Lo cierto era que Ivoleen tenía razón, lo sabía, pero no quería aceptarlo. Entonces, sintiendo la congoja en su pecho, se giró sobre sus pies y caminó a paso rápido de nuevo al pueblo. Al entrar, atravesó directamente la plaza central, los hangares, y bajó de dos en dos las escalinatas subterráneas de los aposentos de sanación. Casi trotó por los pasillos, necesitaba verla cuanto antes, aunque sea un momento, con tal de calmar su propia angustia.

Al llegar a la habitación donde se encontraba acostada en aquella futurista camilla puntiaguda, entró y entonces se detuvo a mirarla casi como si fuera la primera vez que la veía en verdad. Sophia seguía dormida, mientras aquella especie de gel verdoso parecía resplandecer tenuemente, curándola desde adentro hacia afuera. Le miró el pecho, comprobó que respiraba, luego miró sus piernas, sus pechos y su vientre, era hermosa en cada centímetro de su cuerpo, y también muy vulnerable. Agorén no se había dado cuenta de la magnitud de ello hasta ese momento, donde la realidad le golpeaba en el rostro.

Lentamente se acercó hacia ella, y entonces le tomó una mano en las suyas. Estaba tibia y suave, como siempre, y sonrió. Sentía un nudo en la garganta, como si le costara mucho esfuerzo el tragar, o decir algo. Sin dejar de sujetarle la mano, estiró su mano libre hacia su cabello y le acarició con suavidad la cabeza, luego una mejilla.

—No voy a dejar que nada malo te pase, Sophia, eso te lo aseguro —le murmuró—. No importa lo que diga Ivoleen, no importa lo que pase. Nuestros mundos son muy diferentes, al igual que tú y yo, pero si lo que quieres es amar, entonces amemos y hagamos nuestra propia historia. Ahora ponte bien, que te necesito conmigo.

Se inclinó sobre ella para depositarle un suave beso en los labios, y mirándola un momento más, se irguió y salió al pasillo otra vez. 

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