4

Le ofreció el brazo, como siempre hacía, y atravesaron la zona de hangares en dirección hacia la salida del poblado. Minutos después, Sophia pudo ver algunos miembros de las Yoaeebuii, los ejércitos de Negumak, entrenar con espada en unos predios especializados para ello, bajo la vigilancia de algunos comandantes que los observaban con las manos a la espalda, y daban ordenes en aquel extraño dialecto. Continuaron caminando, en completo silencio, hasta llegar a una serie de bóvedas de piedra selladas con unas gigantescas puertas de metal negro. Ante la presencia de Agorén, se abrieron de par en par formando extrañas figuras simétricas, y entonces la luz artificial que había dentro se encendió. Era extraño, tal como pensó Sophia, ya que no había lampara ni fuente lumínica de ningún tipo, y parecía como si las mismas paredes de piedra emanaran la luz blanca en todas direcciones. Esto lo pudo notar ya que, al mirarse los pies, comprobó que dentro de aquel recinto no se proyectaba sombra de ningún tipo. Era maravilloso.

A su alrededor, había un montón de estanterías confeccionadas en el mismo acero negro con el que estaba hecha la puerta de seguridad. Había espadas de diversos tamaños, lanzas, arcos y carcajes enteros repletos de flechas. Sophia no podía evitar admirar todo con una sonrisa, hasta que más al fondo, pudo ver otro tipo de armamento que no conocía. Parecían extrañas pistolas, armas de una tecnología desconocida y de todos los tamaños. Algunas parecían demasiado grandes, otras en cambio eran muy pequeñas. No pudo evitar sentir curiosidad por ello, y al notar hacia donde miraba, Agorén intervino.

—Esas son armas muy destructivas. Solo las guardamos aquí por seguridad, pero como te dije, los Sitchín son una raza que solamente utiliza la fuerza bruta, por lo que no hay necesidad de emplear tal armamento contra ellos. Su planeta no lo resistiría —dijo.

—Ojalá nunca tengan que usarlas.

—Te doy mi palabra al respecto. Ahora, elige un arco —le instó, guiándola hacia una de las estanterías. Sophia miró todo lo que había allí, y la variedad de tamaños de los arcos era muy vasta. Además, no parecían el típico arco tradicional de toda película medieval que hubiera visto antes, sino que tenían extrañas formas acabadas en punta, y parecían estar confeccionados de la misma aleación de metal con la que estaba creada tanto la espada como el guantelete y la armadura de Agorén, por lo que le daba la impresión de ser algo muy pesado de cargar.

—No lo sé, ¿qué me recomiendas? —preguntó, indecisa.

—Yo creo que este estaría bien para ti —Agorén se estiró, y tomó un arco de uno de los estantes. Tenía las puntas recurvadas, adornado con una especie de púas en la empuñadura y parte del armazón. Se lo ofreció a Sophia, quien lo tomó en sus manos y apoyando dos dedos en su cuerda, intentó estirarla, pensando que sería muy difícil. Sin embargo, se sorprendió en cuanto vio que el arco no ofrecía ninguna resistencia.

—Parece muy liviano —comentó.

—Así es, está hecho con hebras de pelo de Iguaayeen, un animal autóctono de nuestro planeta. Lo puedes tensar con facilidad y aún así, la flecha alcanza velocidades mortales —le explicó. Luego caminó hacia la estantería donde estaban ubicados los carcajes, y tomando uno de cuero negro, comprobó que estaba lleno de flechas. Entonces se lo colgó al hombro, y miró a Sophia con una sonrisa—. Con esto ya es más que suficiente.

Le ofreció el brazo mientras salían del recinto, ella con el arco en una mano y él con el carcaj al hombro, ambos sonrientes. Ella, feliz de poder comenzar a entrenarse para ayudarlo en su causa de proteger a la humanidad, y él a su vez, por la emoción que le generaba el hecho de compartir tanta cultura entre ambos mundos. A medida que caminaban entre las calles de piedra del poblado, Sophia se dio cuenta que había algunos Negumakianos que ya no la miraban con miedo al pasar, sino que la saludaban con un leve asentimiento de cabeza.

—Parece que ya no me temen —dijo.

—Tanto mejor, has simpatizado con muchos de ellos en la celebración de anoche.

—Ya ves —sonrió, satisfecha—, al final los humanos no somos tan malos.

—Claro que no.

—¿Adónde iremos a entrenar? —le preguntó, en cuanto vio que Agorén caminaba por las calles que se dirigían rumbo a las plazas de los ejércitos.

—En los campos de tiro, allí nadie nos molestará.

—¿Y si mejor entrenamos en la playa del lago? Amo ese lugar.

Agorén la miró, y asintió con la cabeza. No era lo ideal, pero pensó que al menos podía complacerla en eso, aunque tuviera que poner la diana en los árboles.

—Como prefieras, entonces.

Cambiaron de dirección rumbo a la ensenada del lago, atravesando la Puerta Blanca de la ciudad y los verdes prados que la rodeaban, y al llegar varios minutos después, Agorén dejó el carcaj con las flechas recostado al tronco de un árbol. Sophia giró sobre sus talones, aún con el arco en la mano, y miró a todas partes encogiéndose de hombros.

—Bueno, tú dirás, Agorén —dijo.

—Lo primero es lo primero, te mostraré las flechas.

—Son flechas, conozco lo que son.

—No dudo de ello, pero estoy seguro que estas no las conoces ­—Agorén tomó una y se la mostró. La punta era gruesa con rebordes filosos, y el astil, en lugar de ser de madera, estaba confeccionado en una especie de plástico desconocido para Sophia. Entonces comenzó a explicar—. Son ultra ligeras, pero también muy potentes. Están hechas en base a un tipo de metal moldeable que solamente abunda en nuestro planeta, al igual que nuestras espadas, o armaduras. En cuanto son disparadas, pueden dividirse en tres, para hacer el máximo daño posible, y sus bordes puntiagudos hacen que perfore en la carne para que no te la puedas quitar, como los dientes de los tiburones.

—Vaya, eso suena increíble.

Agorén le hizo un gesto para que le cediera el arco, a lo cual Sophia así hizo. Sostuvo la flecha contra la cuerda, y apuntando hacia otro árbol a unos treinta metros de su posición, estiró el brazo hacia atrás y disparó. La flecha hizo un sonido siseante al surcar el aire, y enseguida se clavó en el tronco de madera.

—Wow, buen tiro —admiró ella.

—Ven, comprobemos lo que te digo —la instó. Ambos caminaron hacia el árbol, y con un poco de esfuerzo, Agorén sacó la flecha incrustada en la madera, mostrándosela—. Como ves, se ha abierto en tres puntas. A distancias medias y cortas, estas flechas son letales para cualquier ser vivo. También son las más fáciles de usar, porque no requieren una gran precisión para matar, con acertar en el objetivo ya es suficiente.

—Lo entiendo.

—Bueno, ahora es tiempo de que lo intentes tú —volvieron hacia el primer árbol, donde estaba el carcaj, y Sophia tomó una flecha. Entonces Agorén se paró a su lado, para guiarla—. Coloca la flecha en la cuerda, y apóyala en el dedo índice de tu otra mano —le señaló la izquierda, que sostenía el arco—. Eso es. Ahora estira hacia atrás tu brazo derecho, y alinea tus ojos con la flecha.

Sophia levantó el arco y la flecha hasta casi la altura de su rostro, entonces Agorén le apoyó una mano en la espalda y otra en su hombro.

—Mantén la espalda recta, y ahora fíjate que ambos brazos estén en una línea recta correspondientemente uno con el otro —le indicó—. ¿Lo tienes?

—Lo tengo —dijo Sophia, con la mirada fija en el árbol.

—Recuerda que la punta de la flecha irá hacia donde tu ojo indique. Si estás mirando el tronco del árbol, entonces haz que en tu campo de visión la flecha esté encima de él. Solo así acertarás.

Agorén entonces le sujetó con la mano derecha en la cintura, y con la izquierda un poco más arriba, cerca de su pecho izquierdo, y le corrigió la posición del tórax para que apuntara mejor. Sophia contuvo la respiración ante aquel movimiento, porque sabía que lo hacía sin ningún tipo de maldad ni erotismo, pero una parte de su mente no pudo evitar pensar en lo cerca que estaba de rozar su seno, haciendo que todo lo eréctil de su cuerpo se derritiera de deseo. Entonces, en algún lugar muy lejano de su mente, sonó la voz de él.

—Cuando quieras.

Sophia soltó la flecha, volvió a escuchar el mismo sonido siseante y entonces un golpe seco. Había acertado en el tronco del árbol.

—Excelente tiro —le sonrió, rodeándola para ir a buscar la flecha. Sophia lo miró caminar hacia el árbol, con su túnica ceñida resaltando cada uno de los músculos de su espalda en cada paso, aún sintiendo su tacto en el cuerpo, y resopló, acalorada. "Contrólate estúpida, ¿te vas a poner así por un mínimo roce? Recuerda que abandonaste tu ropa interior en el primer día que nadaste en este lago, ya no tienes nada que te cubra ahí, y no te conviene hacer el papelón de tu vida excitándote de semejante manera. O el tonto inocente de Agorén va a creer que te has orinado encima", se dijo. Lo vio sacar la flecha, y volver. Entonces se obligó a pensar en otra cosa con tal de calmarse: patitos cruzando la calle, o los gatos de sus videos de YouTube que hacían cosas graciosas.

—¿En verdad ha sido un buen tiro? —le preguntó.

—Claro que sí, has acertado de pleno, para ser tu primera vez no está nada mal. Continúa, toma otra flecha y vuelve a intentarlo —le dijo, cerrando el mecanismo en la punta de la flecha que ya había disparado para convertirla en una sola, otra vez—. Esta vez yo no te guiaré, quiero ver que tan bien puedes hacerlo sola.

—De acuerdo, me parece bien —mejor así, se dijo mentalmente. Ya era suficiente con una sola vez para que encima la tocara una segunda.

Volvió a cargar el arco con una nueva flecha, pero, aunque apuntó tal y como Agorén le había dicho, estuvo a punto de fallarle al tronco del árbol. Bajó el arco en gesto frustrante, y pateó un poquito de arena, levemente, con el dedo gordo del pie.

—Ah, mierda... —murmuró.

—Tranquila, vuelve a intentarlo, no vas a aprender tiros perfectos en un solo día.

Sophia tomó otra flecha más, y volvió a disparar. Esta vez, el tiro fue bastante mejor, pero de todas maneras no se sentía conforme. Estaba desconectada de todo aquello, su cuerpo estaba allí pero su mente estaba en otro lado, y sentía que estaba perdiendo el tiempo. Toda su realidad se había quedado allí, suspendida en aquellos breves segundos donde Agorén le había rodeado por la espalda, posando sus manos en donde hace muchos años ya nadie lo hacía. Y de nuevo, aquella horrible e incomoda sensación de debatirse en el hecho de que sentía muchas cosas, era humana, era mujer, no podía evitar que ciertas emociones aflorasen. Pero también tenía que recordar que no era humano, que esa apariencia era una ilusión y nada más. Y aunque era la ilusión más hermosa, atractiva, seductora y gentil que había visto en su vida, no debía dejarse engañar ni dejarse vencer ante su carencia de afecto.

—¿Estás bien? —le preguntó, al notar que se había quedado absorta, mirando hacia un punto fijo en la arena bajo sus pies. Sophia parpadeó, saliendo abruptamente de su línea de pensamiento, y entonces lo miró, dejando su arco en la arena.

—No, lo siento. Estoy muy desconcentrada, no sé que me pasa hoy. Te juro que realmente tenía ganas de comenzar a practicar, pero...

—No te preocupes, aún estamos a tiempo. Descansaremos por hoy, ya mañana continuamos —le respondió, con una sonrisa condescendiente. Y algo dentro de Sophia pensó que enseñarlo a sonreír tal vez no había sido una buena idea, porque ahora lo hacía todo el tiempo, y aquello la debilitaba de forma irresistible.

—Está bien —asintió—. Creo que me quedare aquí un rato, nadaré un poco, quizá el agua me aclare la mente.

—¿Quieres que te acompañe a nadar, o me quede aquí contigo?

"Por Dios, no, detente. Estás jugando con fuego, tonto". Fue todo lo que pudo pensar.

—No, prefiero estar un momento a solas, gracias —respondió. Agorén la miró extrañado, no entendía su comportamiento y Sophia pensó que tal vez estaba haciéndolo sentir muy mal. Eso le daba una confusa sensación que rondaba entre la empatía, la pena, y la ternura. Pero no podía hacer nada para remediarlo.

—Como tú quieras, Sophia. Nos vemos más tarde, entonces —le dijo, asintiendo con la cabeza.

Ella no pudo responder nada más. Lo vio quitar las últimas dos flechas incrustadas en el tronco del árbol, guardarlas en el carcaj y recoger el arco luego de colocarse el carcaj en la espalda. Caminó en silencio hacia el poblado, con su porte ancho bamboleándose en cada paso, y una vez a solas, no pudo evitar dar un suspiro desde lo más hondo de su pecho.

—Soy una tonta, una tonta sin remedio... —murmuró, en el silencio que la rodeaba. Miró hacia arriba, no vio nada más que la misma negrura de siempre, con su bioluminiscencia refulgiendo como estrellas artificiales.

Se quitó entonces la túnica, dejándola caer a la arena y quedando completamente desnuda. Entonces se giró sobre sus pies, y metiéndose poco a poco al agua tibia del lago termal, pensó que necesitaba tocarse cuanto antes.

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