2
Para Sophia, la invasión dejó de existir.
Ya no había ataque, ya no había nada más a su alrededor que no fuera el propio Agorén. Ante sus gritos de auxilio, varios Negumakianos corrieron en su ayuda. Entre todos lo cargaron a una nave, irónicamente la pequeña nave de transporte en la que había llegado Lonak a la superficie, y volvieron a Utaraa. Corriendo por su vida, metieron a Agorén a los aposentos de sanación, en un sector de curación intensiva y apartado del resto de las salas. Sophia no podía verle, tampoco podía estar con él, ya que la recuperación sería lenta y delicada, y a ciencia cierta, ni siquiera los propios sanadores de la ciudad sabían si se salvaría. Las heridas en su cuerpo eran graves y profundas, su pulso era demasiado débil, y todo pintaba muy mal.
Desolada, repleta de angustia e incertidumbre, Sophia deambuló durante horas por las calles empedradas de Utaraa, solitarias y aún con los cadáveres de muchos pueblerinos cubriendo el suelo. Finalmente, llegó a la plaza central, donde sentada cerca de una de las fuentes principales, lloró hasta el cansancio. La ciudad que antes le había parecido medieval, hermosa y llena de magia, ahora no era más que un esqueleto viejo, fantasmal, lúgubre y silencioso. El resplandor de las antorchas les daba un aspecto horrendo a todos aquellos cuerpos despedazados, tanto de Negumakianos como de los Sitchín de élite que el infeliz de Lonak había traído con él.
Casi diez horas después, los pocos ejércitos de las Yoaeebuii que habían sobrevivido a la invasión volvían a la ciudad, en su mayoría heridos, y los que habían tenido mejor suerte volvían extenuados y desanimados. Alguien se acercó a Sophia, no sabía reconocer quien, pero por su vestimenta supo que era un general, y le comunicó que habían detenido el ataque, que gracias a Woa, el planeta estaba a salvo. Sin embargo, Sophia apenas esbozó una tenue sonrisa. El general entonces le preguntó por Agorén, ella le dijo que no sabía como estaba, y comprendiendo que se hallaba devastada, la dejó en paz, retirándose en silencio. Entonces, sin poder contenerse, volvió a llorar con amargura. ¿De qué le servía haber triunfado en la defensa del planeta, si todo su mundo se hallaba agonizando varios metros bajo tierra, en una sala de sanación? Se preguntaba.
Durante la primera semana, Sophia apenas siquiera dormía un par de horas por noche. Le costaba demasiado conciliar el sueño en la perpetua soledad de la casa de piedra, y cuando por fin podía dormir, se despertaba gritando en horribles pesadillas. Soñaba que los Sitchín la devoraban, arrancándole pedazos del cuerpo como una jauría de perros disputándose un sabroso bocado, y también veía a Lonak disparando una flecha tras otra encima de Agorén, hasta que al fin la última impactaba en su rostro. Entonces ya no podía volver a dormir.
Muchos habitantes de Utaraa, más que nada soldados y generales, comenzaron a preparar las naves nodrizas para volver a su planeta, luego de limpiar las calles de los cadáveres. Los pocos pueblerinos que quedaban, al menos los que se habían escondido durante el ataque de los Sitchín, se acercaron hasta Sophia para decirle que no tenía nada de que preocuparse, que se quedarían con ella hasta que Agorén viviera o muriese. Agradecida, aceptó vivir con ellos, mudándose a sus casas de piedra para al menos sentirse un poco en comunidad, y no tan sola, inundada en un montón de recuerdos y una cama vacía.
Durante los días posteriores, la totalidad de los ejércitos sobrevivientes de las Yoaeebuii con sus respectivos generales y comandantes, subieron a dos de las cinco naves nodrizas almacenadas en hangares especiales bajo tierra, para emprender el largo regreso al planeta Negumak. De esta manera, Utaraa pasó de ser una ciudad rica en cultura, repleta de habitantes y movimiento a todas horas, a estar solamente ocupada por menos de veinte sanadores —a los cuales les llamaban "Los ingenieros", ya que también eran los encargados de las creaciones genéticas de cuerpos—, menos de treinta pueblerinos, y la propia Sophia. Para mantenerse aún más en comunidad, decidieron vivir todos juntos en la plaza central del pueblo, llevando sus vestimentas y las mantas tejidas de sus camas para no sentirse tan solos en la inmensa ciudad.
Vivieron así durante dos meses, en el más completo silencio, sin risas ni festejos por la victoria, refugiados bajo el calor de las antorchas y comiendo las reservas de alimentos que todos habían dejado olvidadas al partir. Hasta que finalmente, todo terminó. Sophia se hallaba durmiendo —para su suerte, una de las pocas noches que cada tanto, podía dormir completas— cuando la despertó un montón de gritos. Al principio y de forma adormilada, se preguntó mentalmente si aún no estaría soñando. Sin embargo, los recuerdos de los gritos de la batalla, tanto en el ataque interno de Utaraa como en la superficie, la despertaron por completo. Abrió los ojos, atemorizada, y se preguntó si no estarían atacándolos de nuevo. Entonces se apartó las mantas con un golpe, e irguiéndose del suelo, miró hacia adelante.
A unos cincuenta metros de su posición, había un grupo de pueblerinos amontonados. No sabía que estaba sucediendo, solo levantaban los brazos y vitoreaban felices, por lo que podía ver en el rostro de algunos. Entonces avanzó hacia allí, y en cuanto la vieron acercarse, todos guardaron silencio, y se apartaron para darle espacio. Allí, en medio de ellos, estaba de pie Agorén, sostenido por un cayado similar al que usaba Ivoleen, con destellos azules y recubierto de oro, al cual usaba como un bastón. Su pelo largo y rubio estaba trenzado y adornado con hilos de plata a los lados, y su túnica era dorada, con detalles en azul y blanco. Aún se hallaba un poco magullado, pero al menos estaba recuperado.
Al verlo, todo en ella se paralizó. Agorén le sonrió, mientras ella continuaba caminando como una autómata sin pensar en nada más. Su visión se tornó borrosa debido a las lágrimas que comenzaban a acumularse en sus ojos, y al parpadear, varias de ella cayeron rápidamente por sus mejillas. Entonces, cuando por fin llegó frente a él, lo miró a los ojos, aquellos ojos acristalados y azules, sin pupila, mientras le acariciaba una mejilla. Tenía que asegurarse que era real, que no estaba alucinando o soñando despierta.
—Hola, Sophia —le dijo, y entonces fue allí cuando se convenció. Sí, definitivamente era él, no cabía ninguna duda.
Dio un estertor al mismo tiempo que liberaba el llanto contenido, y se abrazó de él tan fuerte como pudo, rodeándole el cuello. Agorén también la envolvió con un brazo, dando un quejido leve en cuanto ella se aferró de su cuerpo, y supo que sentir nuevamente la calidez de su cercanía era algo inolvidable. Ella entonces se separó de él un breve instante, para mirarlo una fracción de segundo y chocar sus labios con los suyos. Los Negumakianos que miraban la escena a su alrededor volvieron a festejar, al ver aquella demostración de afecto por parte de ambos, pero ninguno de los dos escuchó nada, estaban demasiado ocupados en amarse. Ambos habían caminado a su respectivo tiempo en el umbral mismo de la muerte, para volver a encontrarse tras tantos riesgos, y al final eso era todo lo que importaba.
Agorén ocupó el palacio de Ivoleen como nuevo rey regente, junto a Sophia como su compañera de vida. Los pueblerinos que le dieron la bienvenida al volver a la ciudad, le informaron de la partida de dos naves nodrizas con los ejércitos sobrevivientes, así como del éxito obtenido al defender el planeta Tierra. Y a modo de agradecimiento por acompañarle hasta el fin, Agorén organizó un festejo en su gran sala real, con comida y bebida en abundancia, así también como para recordar y honrar tanto la memoria de Ivoleen, como de cada uno de los soldados y generales Yoaeebuii muertos en combate.
Aquella noche, luego del festejo, Agorén por fin compartió la cama con Sophia. Para ambos, era una verdadera alegría poder dormir nuevamente uno junto al otro, desnudos por completo y hablándose en susurros. Él aún tenía las marcas de las flechas en su cuerpo, que tardarían en sanar y seguramente le dejarían profundas cicatrices, y ella también se hallaba amoratada tanto en la espalda como en sus extremidades, debido a la lucha en la superficie. Sin embargo, la felicidad de estar juntos era más fuerte que cualquier cosa. Sophia estaba arrebujada contra su pecho, mientras que Agorén, rodeándola con el brazo, le acariciaba el centro de la espalda con los dedos.
—Eres muy fuerte, ¿lo sabías? —le dijo ella, con la mano apoyada en uno de sus fornidos pectorales. —Tenía mucho miedo de que no salieras de allí con vida.
—Fue duro, Lonak me tomó por sorpresa, ni siquiera lo vi llegar —entonces le dio un beso en la coronilla de la cabeza, encima del cabello—. Pero tú eres más fuerte aún. Te enfrentaste a él, y le mataste.
—No iba a dejar que te asesinara como un puto cobarde.
—Lo sé.
—¿Y ahora qué sigue? —preguntó ella.
—Ahora hay que volver a casa, en cuanto me recupere por completo de mis heridas.
Sophia guardó silencio. En su garganta, el nudo horrendo del llanto había comenzado a formarse de repente, al escuchar la posible respuesta a su pregunta. Sin embargo, tenía que saberlo.
—Tendremos que decirnos adiós, ¿no es verdad? Se acabó.
Agorén entonces suspiró.
—Mientras estaba allí, en los aposentos de sanación, todo era oscuridad. Me hallaba solo, desnudo, perdido en mí mismo y en la posibilidad de morir o no. Y entonces, vi un resplandor que se acercaba a mi. Al principio creí que era Woa, que venía a llevarme a ocupar mi lugar en esa eternidad cósmica adonde todos iremos algún día, al morir. Pero luego vi tu rostro, llamándome en silencio. Me pedías volver, me hablabas de tu amor, no lo decías realmente, pero yo sentía que así era, tenía la certeza absoluta. Y entonces a tu lado vi a Ivoleen, y allí fue cuando recordé algo que me dijo, en la última charla que tuvimos.
—¿Ah sí? ¿Y qué era?
—Que siempre hay una alternativa —dijo—. Y así es, siempre ha tenido razón.
—¿Y cual es tu alternativa? —preguntó ella, intrigada.
—Los ingenieros pueden crear cuerpos jóvenes, vacíos, sin booawa o lo que ustedes llaman un alma. Esos cuerpos son los que luego se utilizan para el traspaso de conciencia en la muerte de cualquier Negumakiano. Sin embargo, supongo que podrían crear un cuerpo a tu imagen y semejanza, pero con todas las características genéticas de un Negumakiano. Luego solo...
—¿Qué? Dilo —insistió.
—Tendrías que morir, para vivir. Para poder pasar tu conciencia y todo tu ser a ese cuerpo vacío. Solo así podrías venir con nosotros a nuestro planeta, en caso de que esto realmente funcione.
Agorén lo dijo con cierta pesadumbre en el tono de su voz, Sophia podía sentirlo. Sin embargo, arriesgarse era mejor que nada. Era mejor que volver a su vida de mierda, se dijo, a su horrenda sociedad donde todo el mundo se burlaba de ella, donde nadie la quería por lo que realmente era. Y entonces asintió.
—Hagámoslo.
Agorén se irguió en la cama de piedra, mirándola con asombro.
—¿Qué?
—Hagámoslo —volvió a repetir.
—Pero, ¿estás segura? ¿No quieres pensarlo antes?
—Nada puede ser peor que verte partir en una nave para nunca más volver a verte. Así que no tengo nada que pensar, y si hay una manera por ínfima que sea de intentar cualquier cosa con tal de acompañarte, entonces lo haré. Te lo he dicho cuando nos conocimos y te lo volveré a repetir, Agorén. No hay nada para mi aquí, en este planeta, ni con mi gente. Contigo, en cambio, tengo todo.
Agorén la miró fijamente a los ojos, con la mirada llenita de esperanza y felicidad. Y entonces sonrió, acariciándole una mejilla.
—Te amo, Sophia —le dijo, antes de besarla.
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