Capítulo 6: Primera cita

La llevé a un restaurante de comida china, porque en el camino me comentó que le gustaba. Cuando llegamos, no supe qué hacer ni cómo actuar, así que opté por mostrarme sincero.

—¿Necesitas que te ayude a sentarte en la otra silla o quie­res permanecer en la tuya? No quiero ofenderte, solo... no sé qué hacer. —Me encogí de hombros y ella sonrió.

—En esa silla estará bien, luego te pediría que cierres la mía y la guardes donde no la vean —agregó.

—Bien —asentí e hice lo que me pidió—. ¿Por qué siempre la escondes? —pregunté una vez que nos había­mos acomodado ya.

—Porque no me gusta que la gente me vea en ella cuando estoy haciendo algo común. Odio que se me queden mirando. Las personas suelen pensar cosas como: «¿Qué le habrá pasa­do a esa pobre chica?», «¿Has visto?, la lisiada está almorzan­do con un chico lindo». —Sonrió mientras repetía esas frases con voces distintas y divertidas—. Si estoy así, nadie se fija en mí, y eso me agrada.

—¿Entonces soy un chico lindo? —pregunté divertido, y se sonrojó. El rosa tiñendo sus mejillas mezclado con el ce­leste de sus ojos formó una combinación de colores casi tan perfecta como los colores del cielo al atardecer.

—Sabes que lo eres, no necesitas fingir —respondió, muy segura de sus palabras ql tiempo que ladeaba un poco la cabeza.

—Tú también lo eres, ¿lo sabes? —pregunté, y se encogió de hombros.

—Diana me lo suele decir... —Miró por la ventana distraída.

—¿Quién es Diana? —cuestioné con curiosidad.

—Es mi mejor amiga y vecina. Tiene un pequeño hijo lla­mado Tomás, y me ayuda cada mañana: llevamos al niño a la guardería y luego colocamos todo en su sitio en la plaza para poder trabajar —dijo y volvió a mirarme—. Es una gran amiga.

—Me alegra que tengas una buena amiga, la amistad es algo difícil de conseguir y de mantener —reflexioné pensati­vo. Yo tenía pocos amigos.

—¿Eres de por aquí? —preguntó, ahora más serena y sonriente.

—No, estoy en una especie de confinamiento obligatorio —respondí alegre—. Pero ya le he encontrado el gusto... —murmuré guiñándole un ojo. Ella volvió a sonrojarse y cam­bió de tema.

—¿De dónde eres?

—De la capital. Mis padres tienen una casa aquí, mi abue­la era de esta ciudad... Y bueno, he venido desde pequeño —agregué—, pero siempre de vacaciones.

—Entiendo... Es el lugar de vacaciones preferido de mu­cha gente —sonrió—. Me encanta vivir en una ciudad turís­tica, siempre hay cosas nuevas, gente nueva. Supongo que si has venido desde pequeño nos habremos cruzado alguna vez —añadió—. Nunca he salido de aquí.

—Pues... quién sabe, ¿no? —respondí imaginándola de niña—. Aunque no creo, porque no podría olvidar a una niña de cabellos tan coloridos como los tuyos —bromeé. Ella negó divertida.

—Solía tener el pelo rubio de chica. Los colores vinieron con el tiempo —respondió.

—Entonces, pintas hermoso y vives sola —afirmé con una sonrisa, y ella asintió—. ¿Qué edad tienes?

—Veintitrés —contestó, y luego me miró—. ¿Tú?

—Me temo que soy menor, veintidós —sonreí—. ¿Desde cuándo vives sola?

—Un año... —Volvió a observar la calle—. Mis padres me sobreprotegían demasiado, cosa horrible, por cierto, así que tardaron en ceder ante la idea, pero terminaron aceptándolo. Me acondicionaron una casa para que pudiera manejarme a mis anchas. Si te has fijado, es una casa de hobbit, casi todo está a nivel del suelo —sonrió.

—Me gusta tu casa y los colores con los que la has decora­do —dije con amabilidad.

—Siempre hablas de colores —mencionó curiosa.

—Mi abuela me enseñó —afirmé pensativo—. Desde que volví aquí todo me recuerda a ella. Se llamaba Viviana, y amaba esta ciudad, pasó sus últimos años pintando dife­rentes paisajes de esta tierra. Creo que extrañaba mucho su vida aquí.

—Cierto que me habías dicho que ella pintaba —recordó con una sonrisa dulce, asentí.

—Me decía que todo en la vida se trataba de colores, nos enseñó a mis hermanos y a mí a pensar en ellos. Si algo nos ponía felices o tristes, debíamos imaginarnos de qué color eran nuestros sentimientos o emociones. Nos ayudaba a cal­marnos, ella siempre le ponía significado a los colores. De chico creía que ella pensaba que todos vivíamos dentro de un cuadro gigante —añadí.

—Interesante —sonrió—. Es bonito pensar que vivimos en un cuadro, que podemos pintar en él los colores que que­ramos —suspiró.

—Tú eres la chica de los colores para mí... —Me animé a decirle mirándola con ternura—. Desde el principio me lla­mó la atención el color de tus cabellos, y luego, cuando te vi de cerca, el color de tus ojos... Nunca había visto nada tan... celeste. Por eso creo que el nombre te queda perfecto —ella sonrió—. Mi abuela decía que el celeste daba calma y tranqui­lidad —agregué.

—Bueno —comentó algo cohibida—, gracias por el cum­plido. A mí me gustan los colores porque imagino que ellos tienen el poder de cambiar estados de ánimo. Cada mañana, me gusta imaginar que mis días serán bellos y coloridos. Aun­que no siempre es fácil —aceptó y bajó la vista.

—¿Es difícil?... ¿Lo que te pasa? —No sabía cómo pregun­társelo, pero quería entender su realidad.

—Cuando era chica fue muy difícil, me costó mucho acep­tar mi condición, saber que nunca volvería a tener piernas... Pero mis padres y mi abuelo fueron un soporte fantástico, me llenaron de ideas positivas y me repitieron tantas veces que yo podría ser y hacer lo que quisiera, que no había nada imposi­ble para mí, que finalmente terminé por creerlo.

»Pero no siempre fue sencillo, en el colegio me sentía di­ferente, por más que tuve amigos y amigas, y no puedo que­jarme, pues ellos nunca me hicieron sentir distinta... De todas formas, y aunque uno lo intente, hay situaciones que te supe­ran, momentos en los que piensas «¿cómo sería si...?» —Hizo una pausa y su mirada se perdió tras la ventana que daba a la calle—. En fin, no siempre es fácil.

—Lo entiendo —asentí mirándola con ternura—. Enton­ces, ¿no naciste así? Si hago muchas preguntas o te incomodo solo detenme, no quiero decir nada que te ofenda.

—No me ofendes, me gusta que seas conmigo como serías con cualquier chica, ya sabes, lo que odio es que me traten de forma especial o con pena —dijo señalando la palabra espe­cial con los dedos como haciendo comillas en el aire—. Tuve un accidente cuando tenía diez años, iba a la escuela y me atropellaron, quedé bajo los fierros del auto. No había forma de salvar mis piernas, aunque los médicos dijeron que era un milagro que estuviera con vida.

—Oh —susurré—, lo siento mucho. —Luego cambié de tema; ya nos llegaba la comida y no quería arruinar el almuer­zo con pensamientos tristes, todo se estaba tornando muy gris—. Celeste, ¿quieres ir al cine conmigo uno de estos días? —pregunté.

—Aún no terminamos de almorzar y ya me estás pidiendo para salir de nuevo —expresó sonriendo. Bien, su rostro se iluminaba de vuelta—. Mira, Bruno, lo aprecio mucho... pero no tienes que hacerlo... —La interrumpí poniendo una mano sobre la suya, que descansaba en la mesa. Una electricidad re­corrió mi cuerpo y la aparté velozmente.

—Quiero estar contigo porque me gusta hacerlo. ¿Puedes relajarte y dejar de pensar que lo hago por lástima? —pedí, y ella sonrió.

—Está bien —agregó, y comenzamos a comer.

Cuando terminamos, decidimos ir a pasear por la costa­nera. La ayudé con delicadeza a subir a su silla y fuimos, uno al lado del otro. Yo no empujaba la silla porque temía que eso no le gustara. Algunas personas nos miraban, pero no me im­portó. La tarde estaba preciosa, el sol no quemaba demasiado y el viento proveniente de la playa era reconfortante.

—Siento no poder sentir la textura de la arena en los pies —dijo ella, y yo la miré pensativo.

—Puedes sentirla con la mano. Vamos hasta la rampa, ba­jemos y luego recostémonos en la arena —ofrecí sonriendo.

—¿De verdad? —preguntó incrédula.

—¿Tienes miedo de la arena? —bromeé retándola.

—¡Alcánzame si puedes! —gritó, y salió a toda velocidad con su silla.

—¡No es justo si tienes ruedas! —reí corriendo tras ella. La vi lanzarse a la rampa como si de un niño en bicicleta se tratara, gritó levantando los brazos y su cabello colorido voló al viento. Sonreí, ella tenía algo especial que me hacía sentir libre. Al llegar a la arena, detuvo sus ruedas de forma casi pro­fesional, justo cuando pensé que volaría de bruces junto con su silla—. ¿Cómo lo hiciste? —pregunté agitado cuando al fin la alcancé—. Pensé que te harías daño...

—Siempre hago esto, me encanta sentir que vuelo —son­rió.

Las ruedas de su silla no podrían girar en la arena, así que no sabía qué hacer.

—¿Dónde vamos? —preguntó entonces.

—Allá —señalé un sitio donde no había tanta gente—. Lo que no sé es como iremos hasta allí, porque tu silla no girará en esta zona de arena seca —dije y observé el lugar.

—Cierra la silla y cárgame en tu espalda —exclamó con naturalidad—. No quiero arrastrarme hasta allí, ensuciaré mi falda —agregó. Hice lo que me ordenó ante la atenta mira­da de algunos niños que jugaban a la pelota. Ella se abrazó a mi cuello y yo coloqué mis manos en sus muslos. No quería tocarle el trasero, pero tampoco sabía hasta dónde llegaban sus piernas; era una situación por demás incómoda y por un segundo me arrepentí de habérsela propuesto. Lo que menos quería era que se sintiera incómoda.

—No te preocupes, me amputaron las piernas un poco por arriba de las rodillas, puedes poner tus manos entre el mu­ñón y mis nalgas, así no tocas ninguno de los dos sitios que no quieres tocar —murmuró ella cohibida, como si leyera mis pensamientos.

—¿Quién dijo que no quiero tocarte el trasero? —bromeé ante la incomodidad de la situación. Ella golpeó mi cabeza y am­bos reímos—. ¿Estás lista? —pregunté cuando se afirmó en mí.

—¡Sí! —exclamó, y entonces empecé a correr, zigzaguean­do por aquí y por allá. Ella reía a carcajadas y yo también. Me sentía como un niño, completamente libre. Al final me dirigí a la zona donde en principio había decidido ir y nos dejé caer al suelo, yo amortigüé con mi cuerpo la caída para que ella no se hiciera daño. Estaba agotado, pero me sentía pleno y feliz.

—Estás loco, creo que ya te lo he dicho —aseguró aleján­dose de mi cuerpo y colocándose sobre la arena. Se dejó caer mirando al cielo, suspiró y cerró los ojos, yo sonreí para luego dirigirme a donde estaba su falda hecha un manojo de tela—. ¿Qué haces? —preguntó incorporándose para observarme.

Me arrodillé y con las manos hice un par de montículos alargados en la arena, coloqué luego su falda encima de ellas y le sonreí.

—Ahora tienes piernas —dije mirándola desde abajo—. No quiero que te sientas incómoda, y así pasarás desapercibi­da. —Ella sonrió agradecida.

—Eres muy bueno, Bruno... —murmuró.

—Pero ahora tocaré tus piernas. —Le guiñé un ojo e hice un ademán de subir mis manos por lo que serían los tobillos hasta casi el lugar donde estarían sus rodillas.

—Oh, eso se siente muy bien —bromeó ella con voz ja­deante, y yo me eché a reír.

Luego me acosté a su lado, también con la vista al cielo, y ella volvió a cerrar los ojos. —Me encanta sentir la brisa y el sonido del mar —susurró pacífica, relajada.

—A mi solía encantarme mirar al cielo y perderme en ese color tan celeste, siempre creí que sólo en esta ciudad el cielo tiene esa tonalidad —agregué.

—Es porque hay mar... en la capital no se ve así por la con­taminación.

—Ahora pienso que esto no es lo más hermoso del mun­do —continué, y ella me miró sin entender. Entonces me giré para observarla—. Nada hay tan celeste y tan hermoso como tus ojos —susurré, y se sonrojó de nuevo. Nos miramos un rato sin decirnos nada, pero luego ella volvió a mirar al cielo y a concentrarse en las nubes.

—Mi abuelo decía que hay ángeles encargados de pintar los paisajes que vemos todos los días, y que juegan dibujando nubes en el cielo para que adivinemos sus formas —dijo seña­lando al aire con su dedo índice.

—Nuestros abuelos eran raros —observé con una sonrisa y miré las nubes.

—Me dijo que cuando muriera sería uno de esos ángeles, así que me encanta disfrutar de las nubes, porque pienso que mi abuelo me dice cosas con ellas —agregó.

—Aquella parece una jirafa —le dije señalándosela.

—Y esa de allá se ve como un elefante —señaló otra.

—Pero me gusta más esa que tiene forma de corazón.

—No tiene forma de corazón —se quejó—. Más bien pare­ce una pelota de rugby.

—¿Y qué si mi corazón tiene forma de pelota de rugby? —bromeé—. ¿Vas a discriminarme por eso? —Ella sonrió.

—Tú no estás nada bien, Bruno, deberías hacerte ver. —Negó con la cabeza mientras me observaba divertida, y am­bos nos echamos a reír.

La noche nos alcanzó en la playa, jugando con las nubes, sintiendo la arena, la brisa, observando los colores del atar­decer. Ya todos se habían marchado y no quedaba nadie en la orilla, salvo algunas parejas que caminaban de la mano.

—Esa es otra de las cosas que me gustaría sentir, el agua al mojar mis pies al caminar por la orilla del mar —dijo ella observando a una pareja que pasaba de la mano—, y el amor —agregó.

—¿Alguna vez te has enamorado? —pregunté.

—A cierta clase de gente no se nos está permitido amar —respondió con tristeza en la voz.

—¿Qué dices? —cuestioné sin entender.

—Nadie mira a una chica como yo. —Se encogió de hom­bros con evidente tristeza.

Quedamos en silencio un rato más y entonces se me ocu­rrió otra idea. No quería que ella se sintiera así, no me gusta­ba verla perder sus colores. Algo en mí tenía la intensa necesi­dad de hacerla sentir feliz. Me levanté y me paré frente a ella.

—¿Puedo cargarte? —pregunté.

—¿A dónde vas a llevarme? —cuestionó ella sentándose y levantando una ceja sorprendida.

—Solo confía en mí —rogué, y ella asintió.

Me dejó cargarla y sentí sus brazos enredarse en mi cuello. Su respiración en mi oreja y el aroma de su pelo obnubilaron mis pensamientos por un instante, pero reaccioné y caminé hasta la playa, la senté en la orilla y luego me senté yo.

—Vamos a mojarnos aquí —aseguró ella.

—Vamos a dejar que las olas nos alcancen —afirmé en­tonces sonriendo.


—Por eso, vamos a mojarnos —repitió ansiosa.

—Solo cierra los ojos e imagina que estás caminando. Cuando sientas el agua mojando tu cuerpo, piensa que moja tus pies —entonces la tomé de la mano—. Solo imagina que caminamos por la playa.


Perdón por no haber publicado este capítulo el día de la primavera, lo cierto es que estoy un poquito enferma y no me quedan muchas ganas de nada. 

Para todos los que el 21 festejaron el día de la juventud, muchas felicidades ;)

PD: La imagen de arriba me la mandaron luego que acabó el reto de los fanarts, pero me gustó mucho y la quise subir :) Quizá luego suba un apartado con todos los dibujos que me mandan :)


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