Capítulo 38: Sin ti







Seis meses habían pasado desde que vi a Bruno por última vez. Seis meses desde que él me había olvidado, y por desgracia, yo no había podido hacer lo mismo. No podía culparlo, no era su culpa, lo sabía. Pero dolía... dolía mucho el olvido, dolía el saber que no tuvimos oportunidad, el saber que no pude hacer nada por él.

Mi vida era monótona y algo triste. Había tratado de conservar las rutinas para no caer en el abismo. Diana y Tomy intentaban de todo para distraerme, pero el vacío que sentía en el pecho era demasiado grande y no parecía poder llenarse jamás.

Diana tuvo la idea de que fuera a verlo, de que investigáramos por dónde andaba y pasáramos por algún lugar que él visitara para que me lo topara, a ver si de esa forma no estirábamos los recuerdos. Antes de dejar el hospital, una enfermera —que se había encariñado mucho conmigo— me había comentado que el médico dijo que su amnesia sería temporal y que a medida sucediese la vida, los recuerdos irían apareciendo en su mente y tomando forma de nuevo.

Al principio me aferré a aquello, quise creer que un día se aparecería en mi puerta y me diría que me amaba y que ya había recordado todo, pero ya después de tanto tiempo había perdido las esperanzas. Solía escribirle a Nahiara, para preguntarle cómo estaba y ella me respondía escuetamente que estaba bien, mejorando, pero no daba pie a demasiada conversación. Nahiara era extraña, yo no terminaba de entender si le caía bien o no.

Pero ahora ya nada de eso importaba, Bruno ya no era parte de mi vida, o mejor dicho, yo no era parte de la suya... puesto que él quedaría en mis recuerdos por siempre y eso lo hacía parte de mi vida, de mi historia. Entonces recordé aquellas frases hermosas del diario de su abuela con respecto a su enfermedad que tanto me habían impresionado: «Esta enfermedad es cruel porque no está matando mi cuerpo, sino mi alma misma. Se lleva mis recuerdos y con ello se lleva mi esencia... pues, ¿quién soy yo sin mis recuerdos? ¿Si es solo en ellos en donde vives tú».

Bruno viviría en mis recuerdos por siempre, pero yo ya no vivía en los suyos y eso dolía. Sufría al pensar que si no se recuerda algo que pasó, ese algo prácticamente deja de existir, ya que el pasado sólo existe porque está en el recuerdo de alguien. Me aferraba a nuestra relación recordando sus palabras o recreando momentos, porque era nuestra historia, y si él no la recordaba, al menos debía recordarla yo... para convencerme a mí misma de que fue real, de que existió.

En el medio de tanta tristeza, hacía unas semanas se había acercado a mí —en la plaza— un hombre de unos treinta años. Su nombre era Mario Garza, venía de Farsut en busca de nuevos talentos pues estaba abriendo una galería en Tarel. Observó mis cuadros y me preguntó si me interesaría exponer. Casi respondí que no, porque en realidad no tenía ganas de nada... pero terminé aceptando, porque Diana estaba conmigo en ese momento y ella —más o menos— me obligó a hacerlo.

Así que terminé trabajando para esa exposición, pintando cuadros para dicho evento que sería en una semana. El Señor Mario había elegido cinco jóvenes para exponer, y cada uno de nosotros debía presentar cinco obras, el público asistente elegiría por votación una obra de cada uno para ser llevada a una exposición en Salum, en el marco publicitario del Museo que el Señor Mario estaba inaugurando.

Trabajaba en un cuadro especial. Recordaba haber visto una película en la cual la protagonista amaba la cocina y era capaz de expresar sus sentimientos en cada uno de sus platos. Si ella lloraba, todos sus comensales lloraban; si ella reía, quienes degustaban sus platos también lo hacían. Yo quería lograr eso, quería expresar la tristeza de mi alma en esa pieza a la cuál llamaría: «El olvido».

Y el tiempo pasó rápido como cuando la vida pasa por un lado y no tienes ganas de vivirla; como si se observara una carrera desde la ventana de una casa pero no se pudiera participar de ella. La semana de la exposición llegó y mucha gente se presentó en el Museo para observar los trabajos. La verdad es que habían venido muchos críticos de Salum y otros tantos de Farsut, así que mientras ellos observaban mis cuadros yo me preguntaba qué estarían pensando. Por primera vez me encontraba ante entendidos de arte observando mi trabajo y se sentía una ansiedad muy distinta a la que se siente cuando el trabajo es observado por una persona cualquiera, sin instrucciones en el tema.

La crítica fue muy buena y «El olvido» se ganó su sitio en la ciudad de Salum, a la que viajaría la semana siguiente —junto con los cuadros de los demás— para ser expuestos en dicha ciudad. Tuve la posibilidad de ir, pero no quise. Salum me traía malos recuerdos y no podría estar allí sin recordar una vez más todo lo que había vivido con Bruno.

Y no era que no lo recordase todos los días de mi vida desde hacía seis, ya casi siete meses. Era sólo que no necesitaba recuerdos frescos, vívidos. No necesitaba luchar contra mí misma para no ir a verlo a su casa y gritarle en la cara cuanto lo amaba y lo mucho que lo necesitaba.

Mejor me quedaba aquí, en mi «zona de confort», como decía Diana cuando me criticaba mi pasividad sin entender que en realidad no había nada que pudiera hacer al respecto.

La prótesis que Bruno me mandó a hacer me fue enviada a mi casa luego de que no fui a buscarla jamás. No fui a tomar las sesiones de rehabilitación y tampoco quería usarla. Había una nota de la clínica pidiendo que la probara y cualquier ajuste fuera a verlos. Bruno la había pagado en su totalidad en las primeras sesiones que fuimos, así que ahí estaban partes de mis recuerdos con él... partes de nuestra historia. Entonces, entre lágrimas, le hice un montón de dibujos y trazos de momentos que habíamos vivido juntos y las guardé en el placar.

Durante todo ese tiempo me había dedicado a leer todas y cada una de las cartas que Viviana Oliveira le había enviado a mi abuelo. Era impresionante todo lo que compartieron por tantos años, desde detalles pequeños —como un dolor de cabeza o la picadura de un insecto— hasta importantes decisiones de vida, donde Viviana le preguntaba a mi abuelo si estaba de acuerdo con sus decisiones con respecto a su hija —cuando ésta aún era una niña—. Viviana adoraba a Bruno y le hablaba muchísimo a mi abuelo de él, me encantó descubrir que mi abuelo conoció al chico del cual estoy enamorada, lo conoció desde que nació. Viviana le relataba historias de su vida, sus aventuras, sus conversaciones y lo veía demasiado parecido a mi abuelo. Suponía que por los rizos que ella decía que mi abuelo tuvo cuando eran jóvenes, pues la verdad que cuando yo lo conocí ya tenía el pelo muy corto. Creo que en cierta forma ella se imaginaba en Bruno al niño de ellos, al chico que nunca nació, y al que ella llamó Franco.

Viviana también hablaba de mí, y eso fue una grata sorpresa. Llenaba a mi abuelo de mensajes positivos para que me los trasmitiera, le decía que nunca me hiciera sentir que era incapaz de algo. Le platicaba de cuánto le habría gustado conocerme y enseñarme algunos trazos  y le decía que yo era una niña hermosa por dentro y por fuera, y que había sacado lo mejor de él, sus ojos. Suponía que mi abuelo le habría mandado alguna fotografía, ya que encontré que intercambiaban fotografías de los nietos. Luego de todo aquello tuve la certeza de que la Sirena de mi habitación era yo misma, bajo la visión de Viviana, y aquello me hizo sentir feliz a pesar de la melancolía en la que vivía sumida.

Ella también le mandó una foto del jardín de Tarel, de la cúpula de hierro y las flores alrededor, casi tan igual a como cuando conocí el sitio. Le dijo que pintaba allí todo el tiempo, y que también le escribía desde ahí. Decía que era su lugar favorito en el mundo, pues lo acercaba a sus recuerdos con él. Viviana había enterrado en ese sitio el cuerpito de su pequeño Franco.

Me gustó enterarme de aquello pues amé ese lugar desde el momento en que lo vi, lo encontré cargado de energías y de inspiración. Ojalá pudiera volver.

Era triste saber que nuestras historias de amor estaban destinadas al fracaso. Mi abuelo y Viviana no pudieron amarse en libertad, por más que se amaron toda su vida. Y Bruno y yo, tampoco podríamos hacerlo.

Un irónico y triste destino para ambas parejas...



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